Alan es un chico de 13 años que vive en Río de Janeiro. Es el mayor de tres hermanos. Su madre, Carla, es empleada doméstica. Ella se contagió el virus en el trabajo y la internaron en su casa, en una habitación, sin contacto con los hijos. Alan tomó la decisión de dejar los estudios, y dedicó todo su tiempo a ayudar a la recuperación de su madre y al cuidado de sus hermanos.
Lunes 8 de agosto del 2021. Brasil es el país que más contagios y muertes tiene en América Latina, con más de 45 millones de infectados, forzados a la cuarentena por el presidente reelecto Jair Bolsonaro. Las playas están vacías y los supermercados cerrados. Alan tiene que ir a buscar las medicinas de su madre y los alimentos racionados en bicicleta. Mientras pedalea un largo trecho, la música en sus oídos hace que se olvide por un momento de la realidad. Una canción de 3 minutos parece suficiente para calmar la angustia. Si embargo, no puede dejar de ver gente hambrienta en la calle.
En el hospital, una enfermera amiga de su madre le dá discretamente la medicación. Después de otro viaje y de una hora de espera, consigue algunos alimentos. El camino de vuelta se torna aburrido sin batería en el celular. Llega a casa, despierta a sus hermanos, les prepara y les sirve el almuerzo. Se pone un barbijo y guantes, camina hasta la habitación de su madre y le deja en la puerta las medicinas y un plato con pollo y arroz. Con algo en el estómago, el humor de Alan cambia: juegan un rato con muñecos y con cartas, la diversión con sus hermanos hace que las horas pasen hasta que llega la noche. Una taza de té y tres galletitas será la cena por hoy.
Alan mañana repetirá la rutina. La semana transcurre, el cansancio se hace notar. Las malas noticias en la televisión son habituales. Casi lo único que se escucha es la palabra muerte. Suena la alarma, el sol se presenta en la ventana, el calor será intenso hoy. Un baño de agua fría, el desayuno para sus hermanos y para su madre. «Cuídate mucho, que Dios te proteja» le dice Carla. Los auriculares están sonando con la misma canción de siempre. Un auto embiste la rueda trasera de su bicicleta, la cabeza de Alan golpea contra el asfalto. Llaman a una ambulancia mientras que el conductor del vehículo escapa. Después de 45 minutos, un vecino lo levanta, lo sube a su auto y lo lleva a urgencias. Como no hay camas para dejarlo internado, lo llevan hasta su casa y le dejan un blister con antinflamatorios para una semana.
A las 7, la alarma suena. Casi sin fuerza, Alan logra levantarse de la cama. Tiene un brazo muy hinchado, la cabeza lastimada. Siente dolor, siente tristeza, llora. Sin la bicicleta y sin poder moverse mucho, las chances de ir a buscar el almuerzo desaparecen.
Apenas puede levantarse, lo único que se le ocurre es salir a pedir a la calle. Puede rescatar unas monedas. «Algo es algo», la frase que siempre dice su madre. Solo queda medio paquete de arroz y una lata de porotos. Lucio, su hermanito de 14 meses, no para de llorar. Un libro de dibujos es la única distracción posible: mantener la cabeza en otro lado para afrontar la barriga. Carla sale del cuarto, alza al bebé y le da el pecho.