La inmovilidad acentúa el peso del frío sobre mi cuerpo entumecido por el alcohol. Siento la humedad de las primeras gotas de rocío sobre mi frente, sobre mis brazos, en la punta de mi nariz roja. No sé si es por inercia o por miedo a alterar el reposo del mundo, pero no me animo a moverme. Algunos gorjeos tímidos empiezan a escucharse a mi alrededor. Primero lejos, como el primer bostezo que dan los pájaros cuando se despiertan. Después cerca, como si quisieran mostrarme que ya salieron a trabajar, y yo sigo acá tirado.
La oscuridad que me envolvía se hace cada vez más tenue. Despunta un fulgor indeterminado a mi izquierda, y no giro la cabeza porque quisiera que pase más lento, que este instante se paralice y que la tibieza del sol no me obligue a sentir mi cuerpo de nuevo. Ya no se ven las estrellas, el cielo se tiñe de un arrebol que va dejando paso al azul, y el azul va a ser celeste, y el celeste, transparente. Sé que va a tomar un tiempo, pero pasa tan rápido… Quizás es que todavía estoy demasiado borracho, y mi hígado digiere los minutos con otra velocidad.