Estoy en una habitación oscura y vieja. Parece una casona porteña antigua, como de la década del treinta. Tiene paredes altas y ventanas grandes. Las ventanas están cerradas y tienen unas celosías blancas. Por las rendijas de las celosías, se filtra algo de luz.
Voy a cocinar algo como una gelatina. Busco una fuente de vidrio grande para echar el líquido. La preparación es rara, hay que estrujar unos trapos como de fibras vegetales hasta que las fibras se separen y queden como fideos. Golpeo y estrujo esos trapos hasta que están listos y después pongo a hervir agua para cocinar esas fibras. Cuando hierva el agua, tengo que echarle la gelatina. Llega alguien y me interrumpe. Dejo el agua hirviendo y me voy.
Entramos en el comedor de mi casa de San Juan, y tengo que sacar dos armas que están en el piso, como debajo de un compartimento secreto. Busco la manera de distraer a los que están conmigo, creo que son mi familia, pero no reconozco sus caras. Por un momento se van, y puedo abrir el escondite debajo del suelo. Agarro el arma más chica, una pistola semiautomática, y dejo el revólver grande donde estaba porque no me serviría. No sé el calibre exacto de ese revólver, pero sé que es grande, creo que es un 38. Tengo que salir a dispararle a alguien.