La dignidad

—¿Mateo? Hey, ¿cómo estás? Te vi de atrás y no sabía si eras vos. Tenés el pelo distinto.

—¿Mejor o peor?

—No, es que te noto muy cambiado. Para mejor, obvio…

—Vos igual te ves… bien. ¿Cómo andás? ¿Qué contás de tu vida?

—Nada nuevo –se corre para dejar pasar a una mujer que quería salir–, pero esto la verdad que me llegó como una bomba. No me lo esperaba.

—Era buen tipo Roberto.

—Sí, demasiado bueno para este mundo.

—Che, ¿vamos a otro lugar donde pase menos gente? Porque estamos como en el medio de la entrada y no se puede hablar acá. Vamos afuera, ¿querés?

—Dale, sí.

—Ha pasado bastante tiempo la verdad. Me llamó la atención que te acordaras de mí.

—¿Vos no te acordabas de mí?

—Me acuerdo de todo, aunque quisiera haberlo olvidado mejor.

—¿Por qué? ¿Tan malo fue?

—Complicado, no malo. Supongo que es lo que pasa después de haber estado tan bien.

—¿Estuvimos bien?

—Los tres no sé, y vos mucho menos, porque vos elegiste irte primero.

—¿Te molesta si fumo? Estoy tratando de dejarlo, pero bueno… Supongo que esta es una ocasión para fumar.

—Fuma tranquila, siempre hiciste lo que querías. Yo hace rato que lo dejé. Al pucho, a la casa donde vivía, a Roberto también, fui dejando todo.

—Y ahora nos dejó Roberto a nosotros.

—Sí. Y ahora mejor te dejo yo, porque se me hizo tarde y ya me despedí de Roberto como pude.

—Mateo… Pará, nunca te dije que…

—Mejor no me lo digas. Ya está todo dicho…

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