Se recuesta sobre la barra, señala cada uno de los tragos con nombres poco imaginativos y explica lo que contienen, aunque la carta ya lo aclare. Tiene bien entrenado el tono maternal que pone para atender a las hordas de borrachos y drogados o, incluso peor de soportar, gente con una escasa noción de lo que está pasando a su alrededor en cualquier momento de su vida y con la suficiente prepotencia como para enojarse cuando la realidad no es lo suficientemente didáctica. Ante las preguntas repetitivas, repite, sin molestarse, casi como en un estado automático. Y, cuando la indecisión ya se convierte en un obstáculo demasiado molesto para continuar atendiendo al resto de los clientes, de manera velada hace sugerencias que parecen más una orden que una recomendación. Quienes hacen el trabajo más simple son los clientes frecuentes, que ya saben qué pedir y en qué medida para mantenerse en el punto justo de ebriedad sin gastar más que el presupuesto ya delimitado para esa noche, tal vez dejando un resto para invitar una cerveza a alguien poco acostumbrado a dejarse seducir solo con palabras.
Si no tenés efectivo, conectate al wi-fi y paga con QR, amor. La red se llama “puticlu” y la contraseña es “soymuyputi”, todo junto y con minúsculas. Al pasar a la parte lateral de la barra, bartenders no muy ágiles llevan a cabo un espectáculo de contorsionismo un poco grotesco, al ritmo de la música entre pop y electrónica genérica que suena en el lugar. Miran como rogando por una propinita que pocas personas les dejan en un tarro con una decoración improvisada. Toda la decoración aparenta ser improvisada, pero hay algunos puntos que enfocan la atención por estar muy bien pensados para evitar que este antro sea otro antro genérico sin alma, otro de esos lugares que se ocupan con la temática de turno y sirven vermú y nachos o birra y papas con cheddar, o algo parecido al cheddar. Por ejemplo, pegada sobre la columna que divide a la parte frontal de la parte lateral de la barra, hay una foto grande con estética de los 80 de un tipo sentado desnudo, solo con una gorra de policía en su cabeza, sobre una banqueta que no alcanza a abarcar su culo gigante, mostrado en el centro del plano. Esta imagen es ambigua, porque cumple el estereotipo de hombre que se supone que le gustaría a un puto, pero también, por ser un estereotipo tan evidente, adquiere un tono irónico que le da cierta gracia. En la espera por los tragos, que a pesar de su simpleza tardan en su preparación, es prácticamente imposible sacar la mirada de encima de esa imagen, que además se conforma como el método más eficiente para evitar las miradas lascivas de los bartenders que parecen demorarse a propósito para que eventualmente los clientes, deslumbrados por sus contorneos, les dejen alguna propinita.
La luz es suficiente como para ver lo que se está tomando y para notar con detalles las caras a unos 5 metros de distancia. El único medio para descender a este infierno es a través de una escalera angosta dividida al medio por una cortina. Al pie de la escalera, hay una pantalla gigante que muestra en blanco y negro los cuerpos que se le atraviesan. Una vez abajo, a la izquierda de la entrada, hay una tarima improvisada que no llega a ser un escenario y, a la derecha, hay unas tres o cuatro mesas dispuestas sin mucha distancia entre sí, pero lo bastante alejadas como para no poder escuchar las conversaciones contiguas, ya que quedan tapadas por la música. Frente a las mesas, está la barra, y, a la izquierda de la barra, están los baños, el de los hombres, a la izquierda, y el de las mujeres, a la derecha. Es curioso que exista una división binaria en un bar cuya identidad es ser inclusivo y “apto para putas, putos y putes”. Pienso: ¿a qué baño pasaría yo si fuera no binarie? Igual no me importa tanto, será, quizás, un problema para el futuro. Al fondo, pasando las mesas y la barra, detrás de unas cortinas que son demasiado traslúcidas como para cumplir su función de dar privacidad, hay un sector más apartado con dos sofás amplios dispuestos uno frente al otro y una mesita ratona en el medio. En la esquina izquierda, al fondo de todo, está arrumbado contra la pared un biombo chico que tiene grabada una representación del cuadro El Beso, de Klimt.
Por ser un bar, y no particularmente un bar grande, se nota una tendencia a ver parejas y grupos reducidos, con 3 o 4 integrantes máximo. Podría considerarse que es un lugar de paso para seguir la gira en otra parte, pero en esta ocasión las mismas personas van a seguir dando vueltas toda la noche en los, calculo, 100 metros cuadrados de espacio ocupable, como buscando algo que no podrían encontrar en otro lado, pero que tampoco encuentran acá.
Muchas personas alternan entre el ambiente húmedo y viciado de este bar-sótano con el aire fresco de la vereda. Al volver a salir para tomar aire, la seguridad de la puerta, Viviana, da constantes advertencias sobre que no se puede fumar ni tomar ni hacer demasiado ruido, porque se quejan los vecinos. Para reconocer quiénes ya habían entrado al bar y quiénes no, les dibuja un corazón con marcador rojo en la mano o en el antebrazo. El contraste entre la sordidez del ambiente de abajo y la cuadra de Marcelo T. de Alvear casi esquina con 9 de julio es muy marcado. El silencio afuera acentúa más las voces de los borrachos en la vereda.
En esta vereda, me llaman la atención algunas personas que destacan sobre el resto. Hay tres adolescentes de menos de 20 años (trato de inferir convenientemente, no me arriesgaría a pedirles el documento para saber sus edades), dos hombres y una mujer. Uno de los adolescentes trata de acortar lo que más puede la distancia que lo separa de ella cuando le habla. El tercero pareciera ser la excusa por la que salieron juntos. Fuman tabaco armado, pero lo arman con torpeza. No parecen haber tomado mucho, apenas unas cervezas. También hay dos chicas de más o menos la misma edad que los adolescentes. Una es rubia y la otra es morocha, con el pelo corto. La actitud de la morocha es dominante, pero la rubia se mueve como un gato siamés elegante, midiendo sus pasos, mirando alrededor. Doblan la esquina rápido y desaparecen, van a dar una vuelta a la manzana; Viviana les había advertido que, si querían tomar o fumar no se quedaran en la cuadra del bar, y ellas le hacen caso. Y también hay dos hombres, de entre 30 y 35 años. Uno es más bajo, no mide más de 1.70, tiene bigote y se deja el pelo largo para tapar las entradas que ya van avanzando más de lo que puede disimularlas. El otro es apenas un poco más alto, está vestido con una campera deportiva, jeans y zapatillas para correr. Parece un oficinista que, después de salir del trabajo, se vistió de forma improvisada para salir a algún lugar en el que pudiera estar relajado, pero también ver algo de vida nocturna. Una camioneta Renault Duster se para frente a la fila de gente esperando para entrar al bar que llega hasta la esquina. Un hombre flaco, con el pelo platinado y una cara que denuncia unos treintilargos (o veintilargos con abuso de noches complicadas), se acerca a hablar con la mujer que maneja la camioneta. En el asiento del acompañante hay otra mujer, las dos parecen de la misma edad (y acusan el mismo abuso de noches complicadas) que el hombre con el pelo platinado. Este hombre llama a su acompañante, que tiene una muy buena barba tupida, teñida de fucsia, lleva un vestido negro hasta los tobillos y botas media caña, abren la puerta de atrás y se suben apretados con las demás personas que ya iban adentro. La camioneta arranca con una acelerada abrupta y desaparece doblando por 9 de julio hacia el sur.
Los tres adolescentes no bajan mucho tiempo al bar, parecen estar cómodos arriba hablando. La rubia elegante y la morocha dominante se dan un beso cuando vuelvan a bajar, la morocha le sostiene la cara al darle el beso, se nota que ella lleva el ritmo, pero infiero que no es la que se siente menos enamorada (y, por lo tanto, la menos vulnerable de las dos), su intento por demostrar su dominio físico pareciera denotar que está sujeta a un dominio emocional mucho más peligroso. El hombre del bigote y el oficinista vestido de forma deportiva, al volver a bajar, se quedan viendo desde una esquina, como esperando algo, y, mientras el hombre del bigote va y viene, pasando entre la pista de baile y la barra, el otro mira su celular, como esperando algo, o alguien, que no llega, y seguro no está acá.
A las 3 de la mañana, la música empieza a bajar, y se prenden las luces. La noche, al menos en este lugar, se está acabando. Muchas personas van a seguir buscando en otra parte lo que no encontraron acá. Otras ya se llevan algo que van a intentar conservar. Y unas pocas se van a ir a dormir sin mucho más que una embriaguez alegre y un recuerdo vago de las horas que pasaron boyando entre los cuerpos que frecuentan el Puticlú.