La soledad es una fruta amarga

Es la tercera vez que la misma mosca intenta meterse en su oreja. La aparta con un manotazo al aire, molesto, y mira hacia el cajón de los zapallitos verdes. Sus ojos saltan entre las verduras, rebosantes, maduras en su punto justo, impolutas, a excepción de las papas negras, que están cubiertas por una capa de tierra que parece todavía húmeda. Ofertas, muchas ofertas, y ningún precio realmente bajo. Alguien poco precavido podría caer en el engaño; pero Alfredo conoce esas artimañas básicas, tiene un negocio.

«Señor», repiten, y sale de su ensimismamiento. Responde con un sí seco para darse tiempo de pensar. Quiere medio de cebolla y un kilo de zanahoria. Le llama la atención la agilidad del verdulerito.

—¿Cuántos años tenés, pibe?

—Ocho, señor.

—Decime Alfi, señor suena muy de viejo ja, ja.

—Bueno.

—La tenés muy clara para tu edad, bien ahí.

—Gracias, señor. ¿Quiere algo más?—le pregunta y levanta la cabeza para mirarlo a la cara.

—Eeh… No, está bien. Gracias.

Le grita el precio a su papá y le entrega la bolsa celeste a Alfredo, que camina lento hacia la caja mirando el suelo de cerámicos grises con puntitos blancos y negros como salpicaduras de pintura. De a poco, levanta la vista y se topa con un cartel escrito a mano que dice «No se fía». El verdulero le repite el precio. Alfredo paga, recibe su vuelto y sale. Distraído, mira hacia atrás, y un cartel que dice «Felices Fiestas» lo despide desde la vidriera, detrás de la última fila de cajones de fruta.

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