Sobre el ajedrecito de una peatonal,

cuatro piernas

se trenzan,

se estrujan,

se aprietan,

se estrechan,

se rozan.

Y dos cuerpos flotan

en esa maraña de piernas

entre la tela de los trajes

frente a un racimo de ojos

que envuelven,

sofocan,

y no les dejan ni un centímetro

de privacidad.

Pero no necesitan estar a solas

para darse lo más íntimo,

porque se entienden al hablar

su lenguaje de dos.