Aquella mañana, un ejército de mariposas amarillas visitó su patio, y una de ellas se posó en su hombro. Cuando se hizo de tarde, las mariposas seguían allí. Salió a caminar por la senda florida, mientras de su voz salían algunos versos que le había escuchado a Gardel, “bendita senda donde las noches bebí”, acompañada del séquito de lepidópteras. El aire del pueblo y la presencia de las aladas criaturas le recordaban a cómo describía García Márquez a Macondo. Incluso en algún momento llegó a sentir que las rosas olían a quenopodio.
Le gustaba mucho el tango, era habitual en ella pasearse por las calles del pueblo tarareando alguno, perdiéndose en su propia imaginación de verse en un teatro lleno. La pasión por el género era una herencia familiar, nieta e hija de bandoneonistas, ella fue la primera cantora de la estirpe, cantora y no cantante, porque su abuelo, fanático de Facundo Cabral, le repitió las palabras que le había escuchado decir una vez: “Cantante es el que puede, y cantor el que debe”.
Llegó hasta la Molinera, aquella cervecería que tanto le gustaba, sobre la Ignacio Canal, se pidió unas pintas y se fue a una mesa en un rincón, sola. En la mesa de al lado había unos cuatro tahúres que ya irían por la quinta o sexta ronda y hablaban en voz alta, a los otros concurrentes ya les molestaban, a ella no. Encontró sobre la madera un papel arrugado, de curiosa lo abrió y vio que era una letra. Barrio viejo, decía el título. Reconoció la letra al instante, alguna vez su padre le había hablado del hombre que lo escribió, Eugenio Cárdenas, era oriundo de su pueblo, Carmen de Areco, un poeta que estaba logrando salir de la zona del olvido. Ese tango era uno de sus favoritos, porque le recordaba a su propia niñez. Interpretó aquello como una señal y se lo guardó en el bolsillo. Después de una tercera pinta se durmió y soñó que cantaba en el lugar. Se presentaría con un vestido rojo punzó, haciendo juego con sus labios, y abriría el show con “La pulpera de Santa Lucía”. Desde luego, el cierre sería con el tango que estaba escrito en ese papel, pero antes interpretaría otro del mismo autor, uno llamado Besos que matan, el cual le recordaba un desencuentro amoroso ocurrido con una muchacha tiempo atrás, en particular, cada vez que cantaba el verso que decía “Por tu culpa luego fuiste Mesalina, sin dolerte de mis súplicas ardientes”, sentía el pecho apretado, pero eso no le iba a impedir entonar con toda su emoción las últimas palabras del otro tango: “el esplendor que siempre hay en ti hace revivir mi amor”. Y la Molinera estallaba en aplausos.
Despertó del sueño aturdida por una discusión entre los tahúres de al lado que parecían estar por irse a los golpes. Viendo que la situación se enturbiaba, decidió abandonar el lugar, caminando en la noche, la mariposa, que no había abandonado nunca su hombro, se elevó. Ella la miró alejarse y en cuanto desapareció, se volvió a despertar en el patio, sin mariposas, sí con el olor a quenopodio de las flores. Oyó la radio prendida dentro de la casa, que anunciaba el asesinato de Facundo Cabral, era 2011. En la Ignacio Canal, la Molinera no había aparecido aún. Había soñado dentro de su propio sueño con un lugar que aún no existía, pero hubo algo que la hizo dudar, y fue que, cuando se tocó el bolsillo, tenía el papel arrugado con la letra de Barrio Viejo.