Tú lo dices, no yo. Tú realizas el hecho
y las acciones se procuran las palabras.

Sófocles, Electra a Clitemnestra

(Electra, a Orestes)

                                        Pero vos estabas muerto.
Dijeron que fuiste a Delfos, a los juegos,
y que ganaste el premio de cuanta competencia
quisiste; dijeron, sí, que gracias a tus yeguas,
tesalias, superaste a todos los carros en carrera
―un aqueo, dos libios, un magnesio, un espartano
y no recuerdo qué más― para dejarte la corona
de laureles. Pero también dijeron
―la voz del pueblo y la de Zeus―
que al partir rumbo al Ática cargado de gloria…
¿pero fue así? Unos decían que fuiste
muerto a traición; otros, que los caballos
que habías comprado para reemplazar las yeguas,
exhaustas, se encabritaron y arrojaron tu cráneo
contra una piedra. Y aún más, otros dijeron
que, cabalgando por la costa, un grito horrible
turbó el aire claro. De la tierra surgió un alarido,
no menos aterrador; a tus yeguas tesalias
―pues en esta versión no las habías trocado―
se les erizó la crin, y el corazón de tus hombres
desapareció en sus pechos. El mar, antes plácido,
empezó a espumar, y un engendro del Hades,
algo jamás visto, saltó a la playa
cubierto de escamas, echando humo por la nariz
y fuego por los ojos. Las yeguas relinchan, huyen
los hombres, pero sobreponiéndote a unas
e ignorando a los otros, agarrás tu jabalina
y encarás a la bestia. Parece, primero, que Zeus
está de tu lado: tu mano halla el flanco del monstruo
y su sangre el aire salado, pero la fortuna,
esa gran puta, pronto se da vuelta, y el aliento de fuego
alcanza tus yeguas. Desesperadas, disparadas
salen en carrera, más veloces aun
que en la competencia, y nada entienden de tus gritos
y de las riendas que les ordenan regresar: corren,
huyen, ciegas a las piedras de la playa que golpe
a golpe destrozan las ruedas y el carro, hasta que
enredado en las riendas sos un manojo de carne
que sangrante destroza el filo mineral.
Nadie reconoce tu cadáver cuando lo encuentran;
son las yeguas las que certifican tu identidad.
¿Fue así, Orestes? ¿Es cierto lo que dijeron?
¿Y qué hacés acá, entonces, si mis ojos,
que no estuvieron allá, tan seguros están
de tu muerte? Perdón, hermano ―si es que lo sos―
perdón, pero una que se ha ejercitado largamente
en el arte del sufrimiento tiende a creer a los ojos
cuando revelan desgracias a medianoche,
sobre todo si el rumor de las lenguas coincide
con las visiones.

                           Y aunque no estés muerto llegaste tarde.
Llegaste tarde, Orestes, y no hay nada
que puedas hacer para remediarlo.
Un día antes, o aun después, no sé, pero hoy,
hoy no tiene el más mínimo sentido.
¿tenés una idea del lugar al que llegaste?
Entrá, si querés, y mirá los cadáveres
y oí el llanto de las mujeres, y el frenesí
de quienes quieren congraciarse conmigo
y recién ahora recuerdan que Egisto
era un impío. (Yo no necesito entrar. Yo
los llevo siempre en los ojos.) Andá, si no,
a la tumba de nuestro padre y dejale
ese mechón de pelo ahora estéril. O quedate,
y mirá la mano que lo hizo, mirá el hacha
y la daga que enterré en la carne de ambos
―el hacha es la misma, por si no lo sabés, que alzó
la maldita contra nuestro padre, la daga
un mero cuchillo de cocina, pues no juzgué
que mereciera más honor el infame. Asombroso,
en verdad, lo fácil que es matar a alguien: basta
con pinchar la piel en el punto preciso, y el filo
se desliza hasta salir por el otro lado, sin nada,
en medio, que lo detenga. Tan solo hace falta
suficiente fuerza, o la suficiente furia que,
como en mi caso, compense lo que falta.
Furia, y la desesperación de saber que habías muerto
―pero si no moriste, pero si estás acá, aunque,
¿cómo sé que no sos otra de mis visiones?.
Tal vez seas la primera que me envían las Erinias,
un fantasma para atormentarme, o un verdugo.
No sé. Estoy cansada.

                                              ¿Te acordás, Orestes,
de aquel día? No, porque no estabas aquí.
Yo era pequeña, y apenas si tenía
una idea vaga de que el retorno de ese hombre,
nuestro padre, no podía en modo alguno acabar bien.
Suficiente para que se me erizara la piel
desde el día anterior, para que cuando el vigía
hubo dado la señal me encerrara en un cuarto,
temblando. No lo vi entrar, ni vi cada paso
que lo acercó a su muerte; solo vi el cadáver,
el cráneo partido por el hacha y, más tarde,
cuando lo hubieron limpiado para el entierro,
el cuerpo perfumado que alumbraban las antorchas.
Lloré, por supuesto, aumentando, si era posible,
el encono de la asesina, pero si lloré
fue más por lo que estaba gestándose adentro mío,
que por cualquier tristeza que pudiera sentir
hacia ese hombre que jamás conocí. ¿Cuánto tiempo,
decime, vivió Agamenón en Micenas? Apenas
si guardo un esbozo infantil de su figura, apenas
recuerdan mis mejillas la aspereza de su barba
cuando se despidió de mí para partir a Troya.
Luego fue una ausencia, y un relato bélico.
No recuerdo qué pensé cuando se habló de Ifigenia,
del supuesto sacrificio de la hermana mayor
que había ido con él. Sé lo que pensó nuestra madre
cuando le dijeron que su favorita estaba muerta,
y que en el acto buscó la víctima en quien expiar
la rabia negra que plantó Hera en su corazón,
y que esa víctima fui yo, porque mi rostro, aun más
que el tuyo, le recordaba a nuestro padre, y sé
que desde entonces no hubo paz para mí en Micenas:
yo, una princesa de sangre real, pasé a compartir
mi lecho con esclavas, y mi espalda acumuló
las no menos reales iras de mi mala madre;
mi sustento fue caldo de ceniza, y mi sueño
un reflujo de veneno entre dos mareas.
Vos, que corrías libre por los campos de Foces,
rodeado de camaradas de tu misma edad
allá donde la astucia de tu nodriza logró
que te mandaran a ser criado, nada supiste
de vivir siempre rodeado, en casa de enemigos
―pero yo sí, yo no pude ser niña, y muy pronto
conocí la muerte roja que yace tras las máscaras;
en vez de jugar con muñecas escuchaba
las maldiciones de mi madre en las tardes muertas
y en las noches vacías murmullos de sirvientas
sobre crímenes pasados, presentes y futuros
que enhebrándose entre sombras tejían la figura
de un banquete sacrílego y una bañera de sangre.
No sé qué cosa sea un padre de carne y hueso:
el mío tenía un cuerpo de anhelos, y por nombre
la esperanza. Pues todos los años que duró la guerra
él fue para mí la promesa de un mañana, ¡por más
que ese mañana no fuera a llegar!, la fe vacía
en que alguna vez terminaría mi sufrimiento.
Un padre sin rostro, solamente una barba,
más un jardín de las Hespérides que otra cosa,
algo que como el horizonte no viene hacia vos,
sino que retrocede cuando avanzás hacia él.
Absurdo, lo sé. Porque el padre irreal al fin llegó,
y la esperanza se ahogó en un baño de sangre
como si nunca hubiese podido ser de otro modo;
y en ese mismo instante en torno mío
la penumbra tomó forma de espectro
y mis ojos cerrados no la pudieron alejar;
una daga invisible atravesó mis entrañas,
y mi cuerpo dejó salir otro chorro de sangre
al punto que yo en verdad creí, por un momento,
estar bajando al Hades junto a él; y, en cierto modo,
fue lo que ocurrió.


 

                                         Descubrí, poco a poco, que
―como tuvo a bien explicarme la nodriza―
ya no era una niña sino un ser peligroso,
posible rival de mi madre y madre
de potenciales vengadores para Egisto.
Si antes las sirvientas vieron en mí a una niña
que debían proteger, ahora la suspicacia
reinaba en su interior, y un rencor senil
hacia las formas cambiantes de mi cuerpo.
Sucia, desgreñada, y obligada a vestir harapos
―¿cuándo vestiste vos harapos, hermanito?―
era la imagen viva de una joven perdida,
y tanto más culpable por no serlo
y ser además de Agamenón la hija:
pues, arriada su bandera y emporcada,
veían en mí el resto mancillado
de un linaje real, complacidas en despreciar
lo que de otro modo debieran venerar.
Yo, que no pude ser niña, tampoco ahora
podía ser mujer. Más cerca estaba,
¿sabés?, de una mula renga que el arriero golpea
no porque sea lenta en el caminar,
sino porque la pobre bestia le recuerda el trance
en que por su propia culpa se lastimó la pata.
No sé si me quede tiempo.

                                                           Fue entonces
que me llegó el primer escozor del deseo.
No fue el mío un brote primaveral,
no fue lo que debió haber sido, sino una flor de otoño,
amarga por solo recordarnos que el frío
no lo es todo, aflojando así la resignación
que hemos fabricado. Las correrías del estío,
los goces de la primavera, el despertar
de la piel a las posibilidades de la piel,
todo lo que vos conociste en Foces:
de eso yo nada supe. ¿Vos cuántas flores oliste,
hermanito? ¿A cuántas hiciste gritar?
Si vieras las veces que quise ahorcar
a mi única amiga, cuando de noche
me llegaban sus murmullos cargados
de hombres: que este sonrió así, que el otro miró asá,
que aquel tocó su mano, su pie o su sexo…
¿No ves que habría querido ser como ella
y que las parcas no hicieron de mí una flor,
sino una mata de espinas? ¿Que si alguien me abrazaba
quedaría él desgarrado, y yo lacerada?
¿Que el hijo con el que los dioses aún podían
completar mi perdición habría sido
carne de perros, según palabra de Egisto, y eso
si mi madre no me lo hacía abortar a golpes?
La fortuna es una puta, en serio,
una vaca violada de cuernos negros,
y cuando escondida me saqué el último trapo sucio
y rompí el muro de carne pueril,
ya nada me importaba en absoluto. Mi mundo
se había reducido a polvo y ceniza ―con
la ocasional mancha de sangre en medio―, y el sueño
era para mí un despliegue de cuerpos mutilados.
En vez de fantasías o escapadas,
mis ojos en la penumbra se colmaban de sangre,
de puñales y rostros machacados,
crímenes heredados y futuros,
e incluso algunos apenas posibles,
fruto de quién sabe qué imaginación perversa
―¡Mis ojos, demasiado jóvenes para todo eso!―.
Dicen que una troyana vino con mi padre
y murió con él. Que estaba maldita.
Puede ser que ese día su sombra, desquiciada,
no haya podido bajar al Hades y terminara,
la loca, por entrar en… en mí. Y tal vez… fuera eso…
mi sangre… pero no importa. ¿No sos,
después de todo, un hombre? ¿Un ciego?
¿Qué vas a entender de estas cosas? La vida
debe ser tanto más simple para vos, el mundo
reducido a dos instintos, tus acciones
a un solo gesto. Sin poder cruzar
esa línea. No como yo ―preguntale, sino
a los muertos. Preguntales si crucé. Ahí están.
Preguntales.

                                        Hace poco mi madre,
ya ni sé por qué, le prendió fuego a mis harapos.
Al principio no me moví, entre confundida
y fascinada por las llamas, las extrañas formas
que bailaban sobre mi piel. Luego
empezó el dolor, pero no un dolor cualquiera:
fue como si la incandescencia se apoderara
de la mera médula de mis huesos,
como si cada parte de mi cuerpo
encerrara un enjambre de diminutas arpías
que desgarrando cada tejido interior
multiplicaran el dolor prometeico sin la culpa.
Grité, por Zeus que grité, y salí casi volando
del palacio rumbo a la orilla del mar
y al zambullirme fue como si el agua
se transformara en aceite, y las llamas
se esparcieran por las olas, haciendo enrojecer
de placer a la misma luna. Aun hoy
no sé qué sucedió, cual dios me castigó así y cual
me sacó de ahí salva, si bien no del todo sana.
Una semana me debatí entre muerte y vida,
pero la vaca infeliz aún no acaba conmigo,
y ayer desperté como quien vuelve del infierno.
¿Cuántas veces lo has visto, hermano, ese triste
reino de sombras que no pueden hablar
sin la sangre de buey de las ofrendas? Yo
demasiadas veces, y demasiadas quise
quedarme ahí y olvidarlo todo. Son los ojos,
tercos, los que insisten en abrirse, y los pulmones
los que tragan aire sin parar, ignorantes
de lo que Sileno sabe pero nadie
quiere aceptar: vivir no es sino aguardar
ese amanecer que con su espada de doble filo
nos raje el cuerpo de una vez por todas.

                      

                                                     Quién sabe
cuánto tiempo calculaste tu venida, qué oráculos
o presión atmosférica esperaste;
yo, que nada tenía, descubrí
que no hay como jugarlo todo y ganar.
Ayer en la noche fui donde la nodriza dijo
que estaba enterrada el hacha maldita.
Con cuidado saqué la tierra, con amor
la desenvolví sobre mi regazo y admiré
el peso del bronce, el reflejo de la luna,
las manchas que quise fueran de sangre
para que el muerto participara de su venganza.
La nodriza quiso, una vez más, esperarte,
pero para mí el tiempo estaba maduro.
Desperté hoy gritando, murmurando algo
sobre un cuerpo sangrante detrás de un carro,
y un monstruo que hacía espumar la superficie
del mar, y quiso Zeus que circulara
el rumor propicio. Si vieras cómo sonrió
mi madre, su júbilo al escuchar
de tu muerte, creyendo estar ya a salvo, la imbécil,
como si solo los hombres pudieran matar, como
si ella misma no me hubiese enseñado lo contrario.
¿Me habrá creído muy débil, muy mansa,
demasiado amedrentada por los días y las noches,
estéril no solo para dar vida
sino también para alumbrar la muerte?
¿Se habrá sorprendido, realmente, cuando
sintió el filo hundirse en la garganta? ¿Me habrá creído
Némesis, o una Furia, o el Ángel Exterminador
y no lo que sigo siendo, la hija de una fiera?
Nada pude deducir de sus ojos muertos,
salvo que mi golpe fue certero. Anocheciendo
llegó Egisto al umbral pidiéndome luz. Y yo
le di ―luz. Alumbré a la sombra.

                                                                            Estoy cansada.
Ha sido un día tan largo, y mañana…
¿Seguís aquí? Y viniste. Pero te falló
el olfato. Llegaste tarde.  A ver, vamos,
afiná la nariz, llená los pulmones,
que esta casa exhala muerte que chorrea sangre.
Vos no creciste respirando estas paredes, vos
no ves, ahí junto a la casa, a esos dos niños,
que en las manos sostienen sus propias entrañas.
¿No preferís, Orestes, salir huyendo
por segunda vez, ahora para siempre,
y nunca pisar de nuevo esta tierra maldita?
Aquí solo crece el tallo que se nutre del crimen,
y la sombra que lanza es la de la muerte
―y yo, que lo aprendí bien, ya no soy
ninguna mula renga, sino ese tallo―.
No me vendría mal un amigo, un hermano
o un amante, pero de ningún modo
podrías ser vos, porque te quedaste sin destino.
Buscate otro nombre y otra sangre, y a mí
dejame las Erinias que gané limpiamente.
Aquí ya te quedaste sin lugar. No te ofendas,
y sacate esa cara de cordero degollado,
―aunque la verdad te queda bastante bien―.
Date cuenta, hermanito, si es que lo sos realmente,
que estás muerto, que cuando ejecuté nuestra venganza,
que ahora es mía, te quité destino y vida.
Andate, que ya están cerca las Erinias
y si te llegan a oler no te van a dejar ir,
y no las merecés, ni ellas a vos.
La fortuna es una puta, haceme caso,
y te tiene tan prensado entre sus cuernos,
tan bien prensado, que llegaste hoy,
no ayer ni mañana, sino hoy mismo y no hay,
realmente, nada que añadir a eso.
¿Qué cosa? Por mí no te preocupes,
que mis manos ya se habituaron al barrial. Es cierto,
a veces pienso que mejor me hubiese valido
ser un ruiseñor, gozar un cuerpo alado
y una vida sin dolor, pero ni modo.
De nada sirve llorar, hermanito:
es el lado de la vida que nos toca.
Por última vez lo digo: andate.
Que Zeus te libre de llegar tarde otra vez.