II
Cacé, al final, la serpiente. Miré sus ojos
fríos sin piedad. La perdoné.
Más bien: la convertí en esclava.
De acuerdo, me dijo, pero sólo
si tu próxima presa es capaz
de saciar el apetito de ambos;
sólo si la búsqueda es capaz
de dejar nuestros miembros exhaustos.
Me reí en su cara y pasó a mi interior;
en derredor se agudizó el frío.
No había tiempo que perder. Taxi
mediante llegué a Constitución.
El murmullo del diesel en el motor
fue un canto de sirenas; el traqueteo,
metal sobre metal, gemidos de placer.
Los augurios fueron inciertos: el ominoso
parpadeo de las luces del vagón,
la expresión vacía de un niño, el cadáver
de un perro pudriéndose en Temperley;
¿pero qué iba a saber yo, ebrio del aire
que enfriaba la velocidad de la otra sierpe
que como hiciera hace tanto me llevaba
desde mi infierno al invierno más profundo?
Pero esta vez no me fue dada la ingenuidad:
algo debía morir para poder cruzar
del enjambre al horizonte, de la muralla
a la llanura, del relámpago al trueno,
de la escarcha a la nieve, de la brasa
a la pira, de ocultarme con abrigos
a la absoluta desnudez que exigía el camino.
Algo debía morir, y algo murió
en ese vagón oxidado que excavaba
un túnel a través del hielo nocturno.
Poco antes del alba –¿entre Olavarría
y La Madrid?– lanzaron un cadáver
del tren destartalado. Ignoro siquiera
si el pobre despojo encontró sepultura.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo