Era del año del año la estación proscrita.
Entre los barcos, bostezando,
y los trenes arrastrándose al norte,
hojas muertas bailaban sobre el cemento.
Y nada ocultaba al astro sangrante.
¿Dónde las nubes para defenderme
de esa yaga que puse en el firmamento?
¿Esa herida parecida a una culpa,
apenas visible entre la escarcha?
¿Un volcán donde hay ninguno,
presagio de un incendio inminente
o feroz memorando del origen?
En vano invocar el sentimiento atávico,
en vano hablar de cunas o cuevas
donde los instintos beben leche de lobo
y las piernas preparan la jornada nómada.
Presa de tormentos me sumí en el Río,
entre el rumor de los barcos y los bancos
de arena que de lejos arrastran las aguas
–pero no de tan lejos, y no encontré
el sabor a ceniza que apagara la estrella.
Incluso en el fondo lodoso mi visión,
teñida de rojo, confundía botellas rotas
con espadas que hicieron la Conquista.
Las corrientes me negaron alivio
–dejar la ciudad arriba, y trocar
angustia sangrante en dulce inconsciencia.
Caminé una alcantarilla tras una silueta,
mi guía en la mazmorra pestilente.
Arrojé el filtro rojo a los rieles del Once,
llené mis pulmones con humo y con azufre.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo