Era del año la estación perdida
–estación de amaneceres que no arden,
amenazas dudosas y adoquines húmedos.
Yo apuraba las noches en calles ignotas
y las ventanas que lentas palidecían
me hallaron sentado en plazas llenas
de troncos desnudos, jacarandaes vacíos,
viendo torres diluirse en cielos de metal,
en cortas jornadas que ansiaban tinieblas.
Largos ocasos contemplé en azoteas,
donde fui un olímpico y desprecié la ciudad;
fingido profeta, di vida a prodigios:
mis monstruos poblaron las calles.
Leviatán, sierpe infinita –la avenida
Rivadavia que se enrolla en sí misma– cíclica
progresión por aguas turbias como un alma:
praderas de asfalto, valles de cemento,
basura desparramada en cada esquina,
el aire frío que baja a los pulmones
y acelera los latidos; tales semillas,
¿qué frutos cabía esperar?
Cosecha maldita de nueces malditas,
y sin embargo denme esa cosecha,
saco de cenizas u olas de mar,
océano aciago de vientos glaciales
que por cañones de vidrio susurran: es hora,
hora de ajustar estribos y clavar espuelas,
hora de lobos, de aullidos que cortan el frío,
y sobre todo hora de olvido,
de trocar el alma en un poco de locura.
E ignoraba yo si la serpiente seguía
en muda acechanza mis pasos
trazando figuras en su aliento visible
o la ruta de ambos en espiral tendía
a recorrer la ciudad buscando el origen
–o, en su defecto, la salida. Bajo la llovizna,
antes que el crepúsculo active las luces,
una senda se disolvía en la otra.
¿Imitábamos acaso la danza
de reptil y felino y otras latitudes?
Latitudes que bien me conocen,
de lluvia horizontal, ríos verticales,
y lagunas de azufre en lo más alto.
Ahora no era yo la presa, ni ella mi némesis:
desterrados ambos, nos precipitamos
al fondo del invierno, saboreando
el frío en la lengua y en el alma,
buscando calor en la cacería
y en la quimera de agotar la ciudad.
Perdí su rastro una noche sin nubes
en un barrio de oriente. Recuerdo
el sitio maldito: pisadas de caballo
sobre el asfalto, un reloj muerto
en la torre y una estrella roja
marcaban las horas de la muerte.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo