La novia del volcán
Primeras páginas de mi novela breve La novia del volcán, ahora en preventa en editorial Caburé: https://caburelibros.ar/product/la-novia-del-volcan/
Cuando Karina pensaba en la primera vez que se había quedado absorta delante del fuego, la primera vez que se había sentido hechizada por el vaivén de las llamas, por su mente desfilaban las imágenes de decenas de asados y fogatas que había visto a lo largo de su infancia, cuando todavía era muy pequeña para recordar las cosas con claridad. De pronto veía una fogata en alguna isla del delta, de pronto los asados en lo de su abuelo; de pronto estaba acampando con sus padres y armaban un fuego para pasar el rato. De la sumatoria de imágenes emergía una especie de fogata ideal, a base de madera y no carbón, junto a un lago y rodeada de árboles, fuera de la ciudad pero no muy lejos de Buenos Aires, con una parrilla al lado pero no hecha solamente para generar brasas. Sobre todo eso: aunque era más fácil convencer a su familia de prender unos troncos si había carne de por medio, ya de niña se dio cuenta que las mejores fogatas se hacían por amor al fuego: para mirar las llamas, no para cocinar sobre ellas.
Sin embargo, cuando el tema surgía en los asados familiares (que a partir de cierto momento empezaron a estar a cargo de Karina) su padre Marcelo afirmaba, con absoluta certeza, que la fascinación de Karina por el fuego venía de antes de que naciera. Según decía, cuando él y Beatriz, la futura madre de Karina, llevaban como un año de salir, fueron a comer a lo de unos amigos en Barracas. Era un sábado de noviembre, hacía calor y habían pasado el día juntos en el departamento de Beatriz; recién a la nochecita salieron. Mientras cenaban se escucharon las sirenas de los bomberos, primero lejos pero después muy cerca. Asustados, les dijeron a sus anfitriones de ir a ver y ellos respondieron que no se preocuparan, pero igual salieron para satisfacer la curiosidad de sus invitados.
El incendio ardía a dos cuadras, en la calle Isabel La Católica. Un viejo conventillo, como los que todavía se veían en ese barrio y en La Boca, ardía incontrolablemente. La fachada todavía no se había encendido, pero por las ventanas se veía un infierno en el interior. Marcelo y Beatriz se tomaron de la mano y, pese al calor, sintieron un escalofrío. A través de la ventana más próxima podían ver un colchón que parecía una sola brasa gigantesca. En eso se escuchó un derrumbe, seguido de un grito, y las llamas en el techo arreciaron. Dos meses después Beatriz reveló que estaba embarazada y Marcelo, que nunca había querido un hijo, pensó en el incendio y le dijo que bueno, que se casaran.
Beatriz creía que el incendio había sido antes de quedar embarazada, y la idea de su marido le parecía demasiado fantasiosa. Para ella la cosa era más simple: Fernando, padre suyo y abuelo de Karina, tenía la manía de hacer el asado del fin de semana la noche del sábado en vez del domingo al mediodía. Durante muchos años esto fue un problema porque Beatriz quería usar los sábados para salir con amigos o con el novio de turno, no para estar en familia. Cuando nació Karina, sin embargo, el asado de los sábados se convirtió en una oportunidad para que alguien más se hiciera cargo de la pequeña, aunque fuera por unas horas. Gracias a ello, por muchos años Karina tuvo, cada vez que iba a Hurlingham a lo de su abuelo, la oportunidad de ver brasas ardiendo por lo menos una noche a la semana y, según Beatriz, ese resplandor nocturno se le había metido en el subconsciente.
A Fernando esta teoría le resultaba seductora por el protagonismo que le otorgaba, pero no estaba del todo convencido. Tenía, si es posible, una idea aun más fantasiosa que la de su yerno. Para él, Karina era casi la reencarnación de su propia abuela, de quien se dijo cuando vivía en el País Vasco que era la mejor bruja de los alrededores, y que tuvo que subirse al barco hacia Buenos Aires porque el cura del pueblo la había amenazado con todo el peso de la ley si no se iba. Según decían, esa mujer habría sido capaz de adivinar el futuro en las cenizas del fuego que una persona hubiese encendido y alimentado durante toda una noche. Fernando apenas si la recordaba, ya que había muerto cuando era muy chico, pero las historias que se contaban sobre ella lo acompañaron por muchos años, y le hacía gracia pensar que había algo de su abuela que, saltando un par de generaciones, había llegado a su nieta.
En la parrilla, Karina cuidaba el fuego y los oía discutir, pero a esa altura ya no les ponía atención. Sabía de memoria lo que cada uno decía, y cuando se acercaba a la mesa con los chorizos o las achuras se limitaba a sonreír. Si se veía forzada a abandonar las brasas, obligada por el clamor familiar a sentarse y compartir la sobremesa, trataba de charlar de otras cosas: no le gustaba hablar del fuego, le parecía una falta de delicadeza, como hablar de sexo o del inodoro. Las pasiones, en su opinión, exigían cierta discreción; era algo que convenía mantener bajo una dosis de misterio, en vez de arrastrarlo a la luz y tratar de disecarlo. Llegado ese momento su familia aceptaba llevar la conversación hacia los terrenos más bien banales de la vida cotidiana, el fútbol y la política, pero en el fondo seguían pensando en el fuego, en Karina y el fuego.
*
Aunque sus padres no lo recordaran, y Karina no estuviera del todo segura de si en verdad había pasado o tan solo lo había imaginado, sí hubo un momento en el que todo cambió y lo que hasta entonces había sido una afición como cualquier otra que puede sentir un chico, como puede ser tirarse en el pasto a ver la forma de las nubes (cosa que también le gustaba hacer a sus cuatro años), se transformó en parte de ella. Algo de razón tenía su madre: los asados de los sábados le dieron oportunidad de ver arder las brasas con bastante frecuencia, pero eso no hubiese bastado para obsesionarla. Era cierto: le gustaba ver el fuego, le gustaba acompañar a su abuelo cuando se ocupaba de la parrilla, pero no fue ahí donde nació su fijación.
En su quinto verano, sin embargo, fue al sur dos semanas con sus padres y acamparon varios días en Futalaufquen. Para Karina todo en la región era maravilloso: los espejos de agua, las araucarias inmensas, los cerros de cumbres nevadas. Sobre todo le encantaba que por primera vez podía irse a explorar por su cuenta. Lejos de Buenos Aires, sus padres no creían que nada le pudiera hacer mucho daño, y la dejaban desaparecer entre los arbustos. Nunca se iba muy lejos, en general estaba de vuelta antes de una hora, pero para la mente infantil de Karina era como si hubiese pasado el día entero internándose lo desconocido. Por primera vez descubría algo así como la libertad, por primera vez estaba fuera de la supervisión de sus padres no porque ellos lo decidieran sino por iniciativa propia.
A la noche, luego de un día largo de verano patagónico, todos los del camping se reunían en torno a una fogata, alguien sacaba una guitarra y empezaban a pasar una botella de mano en mano. Karina solía aguantar poco por el cansancio y por eso, y por ser la única niña, para complacerla lo primero que tocaban solía ser “Canción para bañar la luna”. Marcelo o Beatriz la llevaba a la carpa y luego volvía al fuego, abrazaba a Beatriz o a Marcelo y ambos pensaban que, aunque esa no era la vida que habían planeado, quizá las cosas no estaban saliendo tan mal.
La última noche, Karina se despertó cuando sus padres volvieron a la carpa, con ganas de ir al baño. Le dijo a su mamá, que estaba cansada pero la acompañó. De vuelta, vio que la fogata seguía encendida y preguntó si podía ir. Beatriz le dijo que bueno, pero que no se quejara si a la mañana le dolía la cabeza. Karina fue hacia el círculo de troncos y se sentó a ver el fuego. En ese momento quedaba solo una pareja de chicos recién egresados del secundario, que pronto fueron a besarse a otra parte, y una mujer mayor, que le sonrió cuando la vio acercarse.
Karina sintió confianza; le devolvió la sonrisa y fue junto a ella. La mujer tenía un palo en las manos con el que revolvía las brasas y acercaba los troncos a las llamas mientras se iban consumiendo. Ya habían gastado buena parte de la leña y los más jóvenes pusieron un tronco largo y algo podrido, que pese a todo había ardido con ganas y seguía haciéndolo con el correr de las horas. En torno estaban las ramas de varios tamaños que con las horas fueron adoptando distintas formas. El fuego arreciaba o se calmaba según la mujer acercaba las partes todavía secas de la madera a las llamas, y abajo las brasas refulgían. A Karina la hipnotizaba el centro del fuego: el corazón del tronco se veía negro, mientras alrededor la corteza brillaba como un anillo incandescente. Aunque tampoco era la corteza, pues esta también estaba negra, y era una maravilla ver cómo de pronto una lengua de fuego asomaba por una grieta. Pero entre el centro y la corteza todo parecía vivo, como si las llamas transfigurasen lo que unas horas antes era materia inerte, y deshicieran la podredumbre y la amputación de la madera para darle una vida que no tenía ni siquiera cuando formaba parte de un árbol, la savia corría por su interior y el agua y la luz la hacían dilatarse.
Cada tanto, la mujer intervenía sobre el fuego. Karina quiso pedirle el palo con el que removía los leños, pero no se atrevía: lo que la mujer hacía le parecía peligrosísimo, una temeridad, y al mismo tiempo algo sagrado, aunque a esa edad no hubiese podido decir qué era lo sagrado. Conforme las ramas se consumían el patrón de las llamas cambiaba, y a Karina la divertía ver las nuevas formas, pero siempre volvía al centro del fuego, que permanecía constante. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, junto a la mujer; años después, cuando evocaba la escena, insegura de si había sucedido o no, le parecía haberse quedado hasta que salió el sol. Pero en un momento la mujer se puso de pie, fue por un balde de agua y lo tiró sobre las llamas.
―Hora de dormir, piba.
Karina no podía creer lo que había pasado. El espectáculo más increíble que jamás hubiera visto ahora no era más que humo y tinieblas. La mujer que en el resplandor de las llamas se le había manifestado como una reina, o una poderosísima hechicera, de golpe había revelado su costado humano y, lo que es peor, mezquino: había cerrado la noche, había aniquilado la magia. Karina empezó a llorar, tratando de no hacer ruido porque de pronto sintió miedo. A tientas fue acercándose a la carpa, y se acurrucó entre sus padres. Marcelo sintió su presencia y su llanto, la abrazó y todavía dormido le dijo “ya está, peque, ya está”. Al día siguiente, ya en el auto, el recuerdo que llevaba en los ojos no era el humo ni la oscuridad: era el corazón de las llamas.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo