No había tiempo que perder.
Me lancé entre un sol negro y dos gaviotas,
entre Saturno y las estrellas fijas,
donde los vientos forman un embudo
y las corrientes muerden su propia cola;
perdí de vista el paracaídas y fui cayendo
de nube en nube, de rayo en relámpago,
de atmósfera en atmósfera
mientras tragaba bocanadas de aire
como quien ve venir el encierro
o una morada dos metros bajo tierra.
Pasé de un hemisferio a otro y del otoño
a una primavera que nacía marchita
porque no me llevaba de la ausencia
a la presencia, sino tan solo a la ilusión
de atenuar el abismo, moderar la lejanía,
compartir aunque sea un continente
con quien estaba, creía yo,
en el centro del remolino; de mi remolino.
No sé qué pensaba cuando vi la ballena
anclada en Lisboa sobre el Tajo,
pero de todos modos caminé por la rampa
entregué el pasaporte y me puse el uniforme
dispuesto a apurar la cicuta;
qué importaba el yugo que ese día
me empezó a pesar sobre la nuca,
qué importaba que me revolcaran
el Mar Cantábrico y sus olas,
el Mar del Norte, el Mar Noruego,
el Océano Glacial Ártico y sus icebergs,
qué importaban el frío y el insomnio,
la claustrofobia, el encierro,
jugar la vida en un azar,
si en algún lugar de la pampa acuática
estaba la medusa esperándome.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo