Navegar es preciso, decían los marineros,
y tenían razón: navegar es preciso,
vivir no. Pero esta existencia estéril
metido en una lata de sardinas
no es navegar, y tampoco vivir.
He visto
ballenas ebrias esquivando los témpanos,
catedrales con forma de faro,
acantilados blancos como lápidas,
maletas rotas en un pasillo trasero,
buques cargueros teñidos de ocaso,
noches blancas en fiordos islandeses,
bolsas de vómito al fondo de la basura
y amaneceres como plumas de gaviota.
De noche todas las costas son pardas,
una sola negrura que rompen cada tanto
algunas luces dispersas como remedo
de las constelaciones que el barco no deja mirar.
Con el pasar del tiempo también de día
cada litoral se parece a los demás;
ya no ves más allá de la baranda,
más allá de las puertas y las claraboyas,
porque el Leviatán se tragó tu mente:
el océano, que antes te subyugara,
de a poco va perdiendo sus encantos:
es agua nada más, agua y mucho horizonte,
con uno que otro chubasco en la distancia.
Al final del camino de la ballena
no hay ningún arcoíris, ningún tesoro,
solo otro puerto, tedioso como el resto;
y así un día junté mis cosas,
bajé por la rampa y volví a tierra firme.