Otra historia del Far West

El negro iba subiendo la ladera rápidamente. Llevaba puestos unos harapos polvorientos gris claro o amarillentos, estaba muy transpirado. Nosotros tres lo corríamos de atrás. Había encontrado cuatro piedras grandes de oro y se las íbamos a quitar. Llevaba las piedras en una bolsa de lona colgando de la cintura, podíamos escucharlas golpearse entre si tan claro como se oía su jadeo: cracrac cracrac. Pero el negro trepaba cada vez más rápido, no lo alcanzábamos. Ni los tiros de nuestras pistolas torcidas lo rozaban. Como a cincuenta metros de nosotros, detrás de una piedra grande, apareció un indio cerca del negro y le reventó la cabeza con un fusil de esos viejos, de un solo tiro. Después se quedó ahí parado, la culata apoyada sobre uno de sus pies. Mientras acortábamos la distancia, miré al indio. Era color cobre, estaba en cueros y tenía el pelo recogido en una colita, como todos los indios. Apretado en su cadera, usaba el típico catupecu machu de piel de mamón. Me apuré a sacarle el oro al negro y, nobleza obliga, le tiré una piedra al indio. La gruesa pepita de oro rebotó contra su pectoral izquierdo y rodó perdiéndose ladera abajo. Cuántas cosas se estaba perdiendo en su impavidez el nativo: decenas de bolsas de achúcar, botas de potro, porrones de giñebra, cueros de cordero lanudo, el rescate de más de una cautiva blanca. Mi cara le habrá dicho tanto desconcierto que respondió sin que alcanzara a preguntarle: “no mato por oro”. Y se fue. Era el atardecer y decidimos pasar la noche en la montaña. A la mañana me estaba afeitando en un arroyuelo y vi reflejado en el agua a todo el indio aquel, que estaba erguido detrás de mí. La verdad, era guapo. Me di vuelta agachado, con la cara medio enjabonada, y le dije “buenas y santas”. “Nuestra conversa de ayer quedó trunca”, dijo. “Mire -le aclaré- si usté busca otros beneficios, le ruego no se confunda. Soy escritor, pero no me gusta la carne de chancho”. El indio entonces, parado donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho, canturreó un largo párrafo en su lengua, del que extrañamente comprendí una parte que se repetía como un mantra y parecía decir: “los nativos aborrecemos a Quentin Tarantino”. Después voy a escribir sobre esto, alcancé a pensar en mi obnubilamiento. Cuando el indio guapo hizo silencio, intenté preguntarle por lo poco que había creído entender: “¿Quién es Tarant…?”. “Shhh” dijo el indio, en un estruendo que resonó en el valle y espantó algunas perdices.

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