La tierra quemaba, perdida en medio del monte, poco tiempo trabajando en zonas rurales, llegar por esas rutas de arenales en moto, se dificultaba, para asistir el único medio de transporte, que me garantizaba llegar al lugar a tiempo, y el regreso.
Cuando decidí un jueves la nueva movilidad motocicleta, cuatro tiempos, no sabía dominarla exactamente, me asesore aceleradamente esa tarde, viernes ruta, rumbo al trabajo.
En el primer banco de arenal, por mis torpezas, inexperta, daba paradero al suelo, un par de veces, mido 1,62 de altura, me llevaba un tiempito acomodarme, y seguir.
Al desviar un camino que mi sospechoso instinto me decía atajo, y aquí estoy en medio de incendios forestales, con calor y respirando humo, la vegetación amarillenta, saqueada, combustible que alimenta el hambre voraz de los fuegos, animales que no huyeron a tiempo, deplorable postal, los que sobrevivieron con sus huesos pegados a la piel, mucho tiempo sin llover, los campos sangrando, sangrando dolor alrededor, resistiendo.
Agonizando los ríos, lagunas, charcos rajados como las cicatrices de otros tiempos.
Los conjuros del viento y las polvaredas, juegan a los mugrientos invisibles, cubriendo áreas grotescas.
Sigo hacia adelante en la motocicleta, entre garabatos esquivos de naturaleza muerta, quiero salir algún terraplén a oxigenar mis pulmones, quitarme el polvo, tomar la sombra de algún reparo, la sed y calor suben los niveles de mi agobio
Dos horas van desde que de partí, llegue a una tranquera de madera entre las divisiones de campos alambrados, siento alivio y alegría, me indicaba que no estaría lejos de algún rancho.
Me bajo abro el portón, cruzo el terreno cada vez más minado de espinas y ramas desperdigadas en la zona, caminando voy hacia la dirección del sendero de pasos que me indicaban instintivamente la existencia de personas que me ayudaran, cada vez más cerca, veo un humo negro, remolineando indomable, un cartel rústico Escuela paraje El Carpincho, la protagonista domable.
Una cadena humana, de niños, adultos, jóvenes, adolescentes, con baldes de agua que sacaban de un aljibe, su única reserva del preciado líquido, mucha gente cercana llegó al lugar, a dar una mano, algunos cargaban con agua los baldes y corrían.
Me arremangue y me uní a la cadena, esta gente sencilla, golpeada tantas veces por las inclemencias climáticas, no vacila en estar presente y ayudar a quienes más lo están padeciendo, no se quedan con las diferencias de discordias por algún animal perdido.
Se continuo apagando por horas, todos agotados, exhaustos, el sol aminoraba su poderío, muchos no regresaban a sus hogares por las distancias, se avivo unas leñas en la cocina casera, Una Doñita apareció con una enorme olla y cocinamos un guiso con lo que traían los cercanos.
Asi, sentados alrededor del fuego pasamos la velada, tomando mates, con largas anécdotas nocturnas de creencias norteñas, el pomperito, la luz mala, la dama de blanco, la mujer sin cabeza.
La simpleza de ellos, su humildad, sencillez maravillosa y la alegría de compartir, como si nada hubiera sucedido.