Cadamosto, 7 A.U.H.

Una ola rompiente cubrió con agua la piel negra y cetácea de Ykkeswaj, un refresco de la luz matutina que caía sobre él en su descanso. Miraba las enormes nubes arrastradas por los vientos alisios, algo que hacía desde pequeño en su celda de entrenamiento. Eran tan distintas estas de aquellas, más corpulentas y oscuras, aunque bajo ellas volaban los mismos pájaros por los que siempre tuvo curiosidad.
 
Un zumbido en su cinturón interrumpió sus observaciones, un mensaje de Saskia. Tocó el interruptor con su brazo mecánico y escuchó que la caravana de dirigibles partía del puerto de Cadamosto. El pueblo se encontraba en una saliente de la montaña submarina, demasiado profundo para que pudiera nadar allí. Le había ofrecido envasarse con el resto para entrar, pero se negó: le recordaba a la base militar de la que había escapado.
 
Movió su cola y se hundió en las aguas, rumbo a la ruta que tomarían las naves. Se oía el empuje de paletas y el gas que circulaba por caños y globos, aunque lo único que se veía eran las ascidias arrastradas por tractores. Las jeringas aspiraban con sus sifones el mar, mientras que algunas sirenas tendían de ellas. Él había hecho eso también al ingresar a la caravana, pero Saskia le había conseguido lugar en el puente del Cystoseira.
 
Siguió el eco de sus chasquidos hasta que se figuró la silueta imponente del dirigible contra el abismo. De un color pardo en la penumbra, los globos parecían talos enmarañado del tamaño de ballenas, de donde colgaban los tanques, cabinas y armamento que completaban al dirigible. El puente de mando proyectaba por debajo una cubierta, desde allí dirigía la caravana la rectora Varilec junto a su primera oficial, Saskia Mohan.
 
Las saludó con unos silbidos al descender, que la segunda devolvió con un acento de sirena bastante marcado. La rectora ni se inmutó,  estaba en plena coordinación de la flota, por lo que se agarró con sus brazos a un asidero y se apoyó contra la cubierta para que lo llevara el dirigible. Era enorme en comparación al estándar de los asientos, pero su aleta dorsal entraba con comodidad y las correas de seguridad se estiraban hasta cerrar.
 
Palpó con una seudomano entre las herramientas enganchadas al cinturón y tomó el conector del aire del traje para reciclarlo en el Cystoseira. Se estabilizó con sus aletas y cola mientras buscaba el canuto de entrada, que no encontró en el panel. Confundido, de repente escuchó como emergía la boca resguardada. Colocó la manguera sobre esta y calzó las roscas complementarias para que los gases circulen.
 

—Disculpa—  le habló Saskia por radio, —cerramos el sistema de gases mientras estábamos conectados al de Cadamosto y no lo había rehabilitado. Avisame si hay algún inconveniente.
 
—No hay problema, lo haré— le respondió con el módulo de traducción del traje.
 
Ella emitió unos chillidos que, entendió, querían ser de agradecimiento. Cuando Ykkeswaj llegó a la caravana, Saskia le propuso aprender su idioma a cambio de que él le enseñe el suyo. Al principio se sorprendió que pudiera imitarlo, que poco la conocía. Desde las extensiones fluorescentes en su cabeza, que cubrían las branquias del cuello, a una cola larga, que terminaba en espinas y membranas, de simia solo tenía la reminiscencia.
 
—Ahora sí— dijo la rectora, —estamos en curso a Dakar. Excelente que regresaste, Ykkeswaj, me preocupaba que te hubieras marchado. Entiendo igual tu aversión por los túneles estrechos del pueblo. Yo tengo que ir por negocio, pero tampoco es de mis sitios favoritos.
 

—¿Por qué pensabas que desertaría la caravana?— le preguntó Saskia.
 
—En mi experiencia— contestó Varilec, —cuando una persona no comparte su historia es porque no planea integrar al resto en ella. Tal vez te contó más, pero yo solo sé de él que se encontraron en Nassau e hizo un buen trabajo hasta ahora.
 
—No fui porque no me gusta el encierro— intervino Ykkeswaj. —Mi entrenamiento involucró suficientes laberintos. A Saskia la conocí ahí, cuando liberó a mi familia.
 
—No fui yo sola, aunque casi— se lamentó ella. —Fue durante la liberación de Guantánamo, nuestro grupo entró adonde estaban los animales de la Alianza Atlántica y los soltamos. Debí haber tomado como señal que la mayoría se dedicara a matar yanquis y al saqueo.
 
—Así que se se conocen hace casi diez años— calculó Varilec. —Tu tonada es del clan de Norteamérica, ¿eres de allí, Ykkeswaj?
 
—Mi madre, yo nací en la base y ella me enseñó. Cuando huimos, me llevó con su familia, y viví con ellos mucho tiempo, hasta que me echaron tras su muerte. Nunca fui bienvenido, los experimentos que hicieron conmigo me volvieron una abominación para ellos.
 
Ykkeswaj movió los brazos mecánicos, controlados por implantes bajo cicatrices, escondidas por el traje.  Saskai escuchó la pena en su gemido y sintió una opresión en el pecho mientras recordaba aquél día.
 
—Me halló mientras acompañaba la biorremedación en Bimini. No lo reconocí al principio, cuando interfirió mi radio me di cuenta que era uno de los delfines cíborg.
 
—Cantaba la misma melodía que el día que escapamos, cuando la oí tuve que acercarme.
 
—¿Los viejos himnos tienen lugar todavía? Tanto no los odiabas entonces— bromeó Varilec.
 
—Sabés que yo no me moví de mi posición— respondió con enojo, —el Ejército de Liberación es el que se decidió por custodiar las fábricas y fronteras de las Tres Federaciones, y estoy siendo benevolente en eso. No me hagas comenzar con Jean-Charles y su grupo.
 
—¿Esa era la gente con la que estabas en la base?— preguntó Ykkeswaj.
 
Hubo un momento de silencio y la rectora habló:
 
—¿No le contaste, Saskia? Bueno, si no quieres hablar del asunto, se lo digo: luego de que te liberaran, parte de esa gente se dirigió al norte y fundó pueblos como Cadamosto en acantilados y montañas. Ella fue de esa gente, y se unió a una comunidad donde estaba este Jean-Charles.
 
—Y otros hipócritas y tramposos— comenzó. —Vivíamos en Little Meteor, allí es donde terminé mi transición a sirena, y por eso me salvé cuando nos traicionaron. Había ido a nadar sin mi traje, eso los confundió y empezaron la masacre sin mí. Me avisó por radio un amigo, ahí se dieron cuenta que faltaba y huí. Regresé al Caribe y denuncié lo sucedido. Dictaron sentencia y los expulsaron, el resto quedó «hasta que se pueda ejecutar».
 
—Mientras tanto— comentó Varilec, —los piratas del Seewarte continúan atacando a cualquiera que tenga algo de valor. A la Alianza Atlántica y Ejército de Liberación se lo piensan antes, pero hay que tener cuidado en estas aguas con cualquier bandera.
 
—Por eso movemos los fertilizantes y metales para el Árbol en convoy— continuó Saskia, —la rectora me reclutó para eso cuando buscaba un nuevo hogar y empleo.
 
La confusión de Ykkeswaj era patente.
 
—No sé qué es un árbol— admitió con timidez. —Tampoco ninguno de esos grupos.
 
—El Árbol el proyecto de la Hermandad Ambiental para irrigar el Sahara— le respondió Varilec. —Estoy en ella desde que el mismísimo Grigas el Primero me reclutara al inicio del Gran Avivamiento. Nunca estuve dentro del ELH, solo serví en la Guardia Antártica con ellos, tal vez por eso tengo una opinión más neutral que Saskia. Ella te puede contar más.
 
—Creo que él se refiere a que nunca vio un árbol— rió ella. —¿Por qué no lo descubres cuando lleguemos? Te puedes conseguir unas piernas para dar un paseo con lo que obtendremos.
 
Ykkeswaj imaginó como sería ir más allá de la orilla, adentrarse en la tierra a la que siempre le había tenido temor. Una alarma interrumpió su pensamiento.
 
—¡Enemigos desde el norte: submarinos piratas  y legiones de pulpos!— avisó un batidor.
 
—¿¡Pulpos en el norte!?— exclamó la rectora, y ordenó: —¡Caravana, formación de esfera hueca, las ascidias al centro, y disparen a discreción!
 
Saskia se soltó del asiento e Ykkeswaj la imitó, mientras las escoltas salían de las naves o traían los rebaños. Los dirigibles cambiaron de curso y de profundidad a medida que se acercaron, algunos torpedos comenzaban a surcar las aguas de un lado a otro y el ruido de las explosiones les reveló al contingente enemigo, que las sobrepasaba en número. Sin miedo, la primera oficial Mohan arengó a quienes se reunían frente a ellos:
 
—Acuanautas, los criminales insaciables otra vez vuelven por el esfuerzo de nuestro trabajo, ¡no aprendieron la lección la última vez!
 
El estallido de gritos por radio tapó el ruido de la hueste octópode que se aproximaba hacia la caravana. Saskia empuñó el martillo de burbujas y lo alzó:
 
—Han traído a los pulpos, que se declaran los dueños del mar. ¡Tanto temen por su vida que han rendido su soberanía! Es tiempo de que sus picos sientan el martillo de la justicia, ¡a golpear, acuanautas, no comerán ni una ascidia el día de hoy!
 
Las columnas avanzaron, las turbinas encendidas y una cortina de torpedos entre sus flancos, solo quedó una reserva con los rebaños. Ykkeswaj se mantuvo cerca de Saskia, que lideraba a las escoltas del Cystoseira, Fuco y Ectocarpa en formación de cuña contra la avanzada octópode. Estaban tan cerca que ya podía ver los pulpos con sus arpones, las esvásticas en su manto como marca de la Señora del Abismo.
 
Chocaron contra estas y se propagó una nube de tinta que cubrió a la columna. Una docena de enemigos aparecieron alrededor de Ykkeswaj, que alzó el martillo y apretó los dientes al activarlo, solo el estruendo de los tubos a alta presión era capaz de atontar. El vapor brotó con un destello verde letal que cortó arpones, mantos y tentáculos, volviendo la nube más espesa y oscura.
 
Más pulpos nadaron hacia él, le arrojaron sus lanzas o a sí mismos con sus sifones. Las puntas rebotaban o se quebraban contra el traje, mientras que podían hacer muy poco en una lucha cuerpo a cuerpo contra semejante mole. Ykkeswaj arrojaba coletazos y mordiscos a quienes se alejaban del golpe del martillo, al punto que escapaban de él directamente mientras avanzaba como bestia por la nube.
 
Logró salir de esta y observó como se fugaban sin poder creerlo. La sordera del martillo pasó y escuchó entonces el canto de su familia a lo lejos. Se alegró primero que lo vinieran a ayudar después de todo, pero luego entendió que eran llamados de cacería. Otras voces de orca respondieron, muchas más y muy distintas a las de su clan. Tanta cantidad de pulpo había atraído a las manadas del Atlántico Norte hacia un festín.
 
—¡Ykkeswaj, el submarino debajo tuyo!— lo devolvió a la batalla Saskia.
 
Notó a la nave pirata y, sin perder un segundo, se abalanzó sobre ella. Se desvió con la cola cuando estuvo cerca y activó el chorro del martillo, que hizo contacto con el casco y lo perforó en menos de un segundo. Este colapsó y sus fragmentos se dispersaron con violencia, al igual que su contenido, entre los que se incluía cualquiera que sobreviviese tamaña destrucción. No importaba, el fondo del mar los reclamaría de cualquier modo.
 
Buscó otro submarino que atacar y se sorprendió cuando notó como las orcas embestían y desarmaban también a estos. Ya fuera por su olor a pulpo, por asociación con el enemigo o por pura imitación, las pequeñas naves eran juguetes que destrozaban en trabajo conjunto cuando no estaban persiguiendo a las nubes de pulpos en retirada. Pronto los piratas se le sumaron en la huida, el intento de atraco declarado un fracaso.
 
Ykkeswaj dudó qué hacer, si unirse a la cacería o a la devastación, cuando otro llamado de Saskia lo sacó de la disyuntiva.
 
—¡Ey, la caravana está yendo para el otro lado, no vinimos a comer pulpo acá!
 
Algo parecido a vergüenza lo invadió y dio media vuelta hacia donde estaba ella.  Flotaba sola entre las nubes de tinta que se disipaban, ya las escoltas volvían a las naves que se veían a lo lejos. Le fue obvio que se había quedado a esperarlo a él, que le preocupaba lo que pudiera suceder. Solo de su madre había sentido algo parecido, aunque ella había estado toda su vida al lado suyo y Saskia no. Cuando se acercó, ella gesticuló una sonrisa a la manera simia.
 
—Veo que te divertiste, dejame limpiarte— dijo, mientras extendió su mano hasta el diente de Ykkeswaj donde todavía colgaba un tentáculo.
 
Lo quitó y se detuvo allí un momento, una caricia que lo confundió aún más. Quedaron sin respuesta, sus miradas cruzadas en la luz pelágica, el rumor de la batalla que se alejaba. De pronto, Saskia dio media media vuelta y golpeó suavemente con su cola a Ykkeswaj.
 
—¡Atrápame si puedes, grandote!— le chilló mientras nadaba hacia la caravana.
 
Tras un momento de parálisis, él se echó a la carrera detrás de ella, con toda la intención de pedirle cuando la alcanzase, que fuera su guía en las caminatas por Dakar. 

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