Rojos brillantes vociferan los guardavidas,
los bultos levantan sus reposeras,
las pulgas se excitan en la conmoción,
viene la crecida que nos llevará a todos
y es que nadie se la quiere perder.
Se acercan gatos hasta las orillas
para que les peguen el grito,
las historias corren con el fernet
mientras los patos nadan y comen
las migas de nuestra escapada.
Un sapo vuelve al agua caliente,
estanca, turbia, calma y playa,
pero ellos lo corren al toque,
desde arriba les avisaron y esa
es la palabra que cuenta.
Se acomoda el anfiteatro
montado en piedras del hambre
donde, expectantes, tomamos el sol,
con cartas del juego que flamean
al viento de la tormenta que pasó.
La impaciencia le gana a señoras
a quien comienzan a preguntarles
cuando es que esto va a suceder,
las quejas de la reacción se sienten
aunque nadie les haga caso.
Los guardas como postes con reloj
vigilan las escurrideras del puente,
uno baja hasta el borde del agua
y así satisface el pedido de peligro
que reclama el aburrimiento.
Esta se agita, señala un baqueano
que festeja el fin de la sequía.
Los visitantes siguen sin verla
aunque se oye, es que suena
la espuma entre las rocas.
Las olas aparecen, la basura también,
el meo de las ratas del bosque,
las ramas de los árboles sufridos,
las bolsas de simios sin cuidado
y la arena, una sierra entera.
El desfile improvisado de deshechos
continúa por más de una hora,
festejados y criticados por el público
donde se asienta el juicio: es poco,
un seis, el río podría más.
Poco a poco, la primera línea avanza,
se funde en la orilla con el agua,
nadan como los patos, con esfuerzo,
la corriente no se ve pero se siente
le dicen a las crías al entrar.
Los guardas volvieron a sus mates,
la música suena sobre el run run,
la luna se asoma entre los picos,
algunos se retiran, más peligro hay
en cualquiera de las noches.
Pero poco importan las culebras
que arrastra el río por el monte
cuando los pies bailan en la arena,
flores de estación que beben el tiempo
antes de la bajada y el marchite.