Sobre él, los relámpagos al acecho;
bajo sus pies y manos, húmeda piedra
que se precipitaba al arroyo inquieto.
Su corte en el monte era la carretera
por donde navegaba aquel laberinto.
 
Astuto se detuvo frente a una brecha,
un árbol curtido de viento y granizo
revelaba la fuga del hielo extinto
y el bosque relicto al que no daba tregua.
Decidió que sería su campamento.
 
Trepó el talud que protegía el ingreso
y observó la maravilla entre la niebla:
miles de copas por un valle sombrío
donde vertían los tajos en el cielo
torrentes que resonaban como gritos.
 
Bajo su capa se escondió sin apuro,
se volvía murmullo la tempestad,
fragancia en el vaho de musgos y arbustos
que rompía su movimiento bestial
mientras le buscaba lugar al simiente.
 
Halló un claro repleto de putrideces,
lo despejó tras un cometido duro,
desenfundó el fruto de su padre Adán
y lo arrojó sobre esos pozos inmundos,
que volvería su jardín de los presentes.
 
El hambre reprimido surgió tan fuerte
que devoró insectos, raíces y nueces
sin importar que estos estuviesen crudos.
De palos húmedos creó su hogar;
bajo su techo, durmió sin mucho más,
ni con sus sueños.

La luz solar lo despertó con seis brotes
de tallos secos, sencillos pero gordos,
flores horribles y semillas carnudas.
Anhelar su siembra fue el único goce
en la jornada de labor en altura.
 
Por las laderas buscó vidrio que corte
piel y tendones con sus caras negruzcas
y arenisca que haga lo entero polvo ,
rocas que golpeó con su fuerza bruta
sin admirar lo grandioso ante sus ojos.
 
Colmó el cuero hasta reventar costuras
que remendó con voluntad y canciones,
un trance de sudor y esmero gustoso
al cosechar para plantar el tesoro
que sostendría sus vastas ambiciones.

 
Tanto afán renovó su hambre de vida,
desollaría los cuerpos con sus armas:
troncos y ramas cayeron por el hacha;
carne, plumas, miel más huevos con la honda,
y la cuchilla dio sangre a su codicia.
 
El garrote sintió quien no vio su sombra,
quienes huyeron murieron en sus lanzas,
Amplió su estancia con retazos y arcillas,
la hierba inútil se quitó con la pala
y un gran fuego fiero coronó su toma. 

Aunque disfrutó mientras asaba lonjas,
placer dieron el cultivo de cortina
y los trofeos de la carnicería,
decoración de la casa tenebrosa.
Eran el testimonio de sus hazañas   
ante la angustia.
 
Del trance onanista salió sin un éxtasis,
saturado por el olor del orín
que se mezclaba con el humo punzante.
Secó, zurció y se calzó el trapo débil,
su estreno en la siega lo hizo feliz.
 
La mordida del hueso sobre lo fértil
arrojó granos a una pila gigante,
que ya no llegaba a sembrar ni en su cénit.
Un perro buscando sobras miserables
le mostró una solución práctica y ruin.
 
De mil bestias llenaría sus corrales,
adictas al jugo del trabajo vil,
envueltas en una existencia estéril.
Así le sería provechoso al fin
el animal libre que vagaba errante.
 
Rata y gato se unieron sin ultimátum,
algunos pájaros entregaron fácil
sus pichones a cambio del pezón dulce,
a los cerdos también tentó con lo gratis
si bien sabían de la mentira lúgubre.

Cabras y ovejas recordaron su estatus,
cayeron al igual que su pastor mártir,
a burros y toros los ató en un lapsus
de cansancio o descuido frente al oasis,
y a caballo volvió con su servidumbre.

Les daba comida cuando entró al campus
en busca de apoyo un pordiosero grácil,
al que enseñó con gusto la suela ilustre,
arrojó junto al resto, bajo su cúspide,
y escribió sobre sus nombres en el álbum:
son de Caín.
 
El bosque comenzó la metamorfosis
de un paraíso perdido a la metrópoli
a medida que se llenó de bastardos,
el apodo que les puso a los infelices
sin herencia alguna, ni a través del crimen.
 
Cual mancha crecieron plantíos y establos,
animados por vidas simples y grises:
el mercader taimado, el bravucón dócil,
cuerpos que quebraban en llanto pelado
y un coro que lo alababa por su dosis.
 
Todas giraban con un ritmo impasible
alrededor de él y su deseo pravo,
una fijación que lo tenía inmóvil,
el reconocimiento del buen artífice,
quien le había dado el signo del daño.
 
El ciclón arremetió contra lo inútil,
esos picos que no tenían vejez,
y las hizo canto para su sostén,
nuevas herramientas de metal dúctil
o alimento en polvo para cereales.
 
Las heridas supuraron y el drenaje
envenenó al pueblo con su gente cruel.
Quemó los tallos y ampolló los cutis,
pero él mantenía debajo otra piel
ya que la muerte no le daba rescate.
 
Mientras hambre y pestes hacían desastre,
a los sanos escupía como un púgil
para que también compartieran su fe
en que la misericordia es algo fútil
y el poder abyecto es el único juez
de lo que es dado.
 
La calamidad volvió recia a la tribu
al punto en que buscaban crear las crisis
como pretexto para soltar su ímpetu.
El valle quedó chico para sus forjas
y quisieron llegar hasta el arcoíris.
 
Las hordas partieron raudas con un símil
de la marca como bandera invasora.
Desde su alta torre les dedicó un brindis,
que expandieran su feroz nombre cual virus,
aunque nadie oyó cuando vació su copa.
 
Tampoco hubo quien observe su rictus
cuando vio sobre la montaña un grafiti
que alababa tanto cuerpo como espíritu
de las obras que se alzaban majestuosas,
recordatorio del paso de las horas.
 
El imperio persiguió aquella ilusión
de atrapar para sí al brillo del sol
a lo largo de mares y continentes,
mas las curvas llevaban al lugar céntrico
donde faltaban más y más los nutrientes.
 
Devoraron lo que tenían enfrente,
cavaron los pozos bien hondos, frenéticos,
y chuparon hasta que estuvo reseco.
La tropa trajo su robo como don,
nada le quedó a sus vasallos y clientes.
 
Observó la ciudad desde su balcón,
como se clavaban entre sí los dientes
porque no le rendía ningún esfuerzo,
y sintió el brillo de Venus en el ceño
que revelaba los ríos del cordón
sin una gota.

No hendía la bóveda con sus cimas,
mucho habían tomado para el yunque
y en la base se aplanaba cada túnel.
El vacío no toleraba la masa
del producto bruto de tanta conquista.
 
Las columnas rotas con la sacudida, 
los edificios se hundieron en la nada
para tornarse solo polvo y pedrada
que carcomían más al pilar de la urbe,
la torre en la que permanecía impune.
 
Le demandó su guarda a la muchedumbre,
que huía de su patria en desbandada
o peleaba por las ruinas invictas.
Hubo quienes atacaron en manada,
lo ignoraron con gusto la mayoría.
 
Improvisó entonces un último truco,
la promesa que los salvaría a todos:
era cuestión de elevar la torre al filo
para zanjar las aguas del cielo burdo,
la faena que los haría notorios.
 
Reclutó para el trabajo vano a muchos:
algunos quisieron levantar el piso,
otros rellenar los huecos en los muros.
Él construyó en el vértice un obelisco,
la punta con la que chorrear el cosmos.
 
No escatimaron ganas ni los recursos,
con cada metro se iban hasta residuos,
y el suelo cedía por el peso un poco,
hasta que su avance fue, sin duda, nimio.
Caín arrojaba basura del trono
cuando vio nubes.
 
Sopló una ráfaga con olor a lluvia,
del relámpago advirtió lejos la luz,
supo que les llegaba al fin la tormenta.
Mientras festejaban la piedad ilusa,
él huyó con miedo a cualquier virtud.
 
El aire se movió como las mareas,
el agua cayó desde el monte en alud,
la tierra se despedazó con soltura,
se hicieron un lago las ruinas muertas,
que fue, de todos los bastardos, su cruz.
 
La torre por un torbellino fue envuelta,
la fulminó el rayo hasta su ruptura,
y el viento jugó con sus miles de piezas
que regó por el valle con traza absurda,
así fue testigo del caro tabú.
 
Él se aferraba de la roca del monte,
la borrasca impedía cualquier posible
que no fuera rendirse y aflojar sus manos,
que el torrente lo llevase hasta un dique
o al abismo al otro lado del ocaso.
 
Negó que ese sea su destino franco,
la presión oceánica era terrible,
su poder lo volvería otro gusano,
el talismán con el fruto como broche
del que perdió por su trabajo mediocre.
 
Esperó que mengüe por miles de años,
o así lo sintió encima de los cascotes,
donde no era santo ni sabio ni líder,
solo un recuerdo de pellejo muy pobre
que, cuando notó el amaine ineludible,
corrió de vuelta.