De chica fui la escriba de las cartas de amor de uno de mis amigos de la infancia. No digo el nombre para no desencantar el recuerdo de él que atesoran aquellas pibas. Pichona de ghostwritter, cuando ni sabía que existía el oficio. Transitábamos la década de los 80´, jugábamos a los novios, nos contábamos quiénes nos gustaban, mirábamos películas de Bruce Lee, entrenábamos. Usábamos nuestro pantalón vaquero más lindo en los asaltos –todavía no puedo creer que llegamos a ponernos esa cosa espantosa manchada con lavandina del “nevado”- bailábamos frente al espejo Rafaela Carrá, los Wawancó, Abba, revoleábamos la cabeza al escuchar demoliendo hoteles de Charly, grabábamos cassettes enteros de la radio con títulos tales como movidos y/o lentos nacionales o internacionales. Ensayábamos los primeros bailes lentos. Y en aquella época soñábamos con ser karatecas y DJ, después de la que antecedió de haber soñado ser astronautas, bomberos voluntarios, gimnastas, aunque en el grupo de amistades ya me cargaban con que iba a ser escritora, porque tenía el toc de andar con un libro encima, era mi objeto de poder, mi varita mágica, me sentía importante desplegando sus hojas, y anotando cosas en un cuadernito.
De muy chiquita me enamoré de unos de los pocos libros que había en casa, eran de hojas amarillas y olían rico, tenían una firma hecha con pluma y tinta, me gustaba hojearlos aunque no sabía leer. Un día mamá los enterró en el pino que estaba en el patio de la Sala. Le pregunté por qué, y dijo “vinieron los milicos, vos no digas nada de los libros”, a los pocos días un operativo militar tomó la sala médica en la que vivíamos, y donde ella trabajaba de enfermera, me abrazó diciéndome al oído que estábamos juntas, que no tenga miedo. Por la mañana se fueron. Mirta Legrand desde la tele seguía poniendo rosas rococó rosadas en la mesa, y celebraba los goles del mundial 78´, Argentina campeón del mundo, me dieron una banderita y salí a la vereda de la sala a gritar ¡viva Argentina!
La Susi en el momento en el que empecé primer grado me asoció a la Biblioteca Popular de Saldungaray, todavía en Sierra de la Ventana no había biblioteca, y me llevaba a dedo a buscar libros, esa salida era una fiesta, todos esos anaqueles llenos de libros para elegir. Cuando la escuché decir que los milicos ya no estaban en el gobierno, fui al patio a buscar los libros enterrados, nunca los encontré.
Debuté escribiendo las cartas de amor, una tarde en la que después del colegio nos juntamos a hacer los deberes y a tomar la leche con mi amigo. Estábamos en su habitación, sonaba Julio Iglesias, le pregunté por qué estaba escuchando ese cassette, ya que no era uno de los que escuchábamos, y me contó que le encantaba una de nuestras compañeritas, y quería escribirle una carta, pero no sabía qué decir. Sin más, empecé a escribir en mi cuadernito, le leí la carta, le encantó, y se la dicté para que la escriba con su letra. Al día siguiente en el recreo aprovechó a dejársela adentro de su carpeta. Pasaron dos días, ella le respondió en papel de Sarah Kay con un sobre perfumado, era una re buena señal ya ver ese sobre, antes de leer su contenido, ninguna chica iba a desperdiciar en alguien que no le gustaba su papel de carta de Sarah Kay, había empezado exitosamente el intercambio epistolar. Obviamente tuve que contestar esa carta, y otras más. En 10 días andaban de la mano en la plaza y decían que eran novios. Mis cartas eran oro en polvo. Quiero recordar qué decían, y ese ejercicio me lleva al olvido. Quizá todo lo que escribo tenga su influjo, una palabra de amor al lado de otra, haciendo caminitos «directo al corazón», como se llamaba el cassette de Luis Miguel que me regaló la tía Berta a los 9. Tal vez la escritura sea una forma de desandar y andar esas huellas y crear otras, sorteando los huecos en la memoria. Solo sé que el metejón con la lectura y la escritura, se lo tengo que agradecer a mamá, y a esa nena que fui que llevaba un libro en la mano como talismán, y escribía cartas de amor a pedido.