Debió ser una señal cuando el corredor de zapatillas verdes, como siempre que le daban ganas de un pucho para descansar, buscó un banco al que le diera sombra y vio que estaban todos ocupados por indigentes. Puteó por lo bajo, se quedó parado bajo los rayos del sol y sopló el humo de su cigarrillo a uno de los que disfrutaba el banco, un poco en vano, porque este último no se movió. Había algunos veteranos de la vida sin techo, muchos otros parecían más bien estudiantes universitarios perdiendo el tiempo, y algunas familias, eso último ya era común ver en tiempos difíciles. Aún así el corredor lo tomó como algo de menor importancia, si bien un poco extraño debido a la cantidad de gente.
No pudo hacerse el desentendido cuando volvió a su departamento. Sus vecinos la pareja de ojos grises, la señora del quinto, y el paseador de perros estaban todos en la vereda, cada uno con sus cosas guardadas a las apuradas en cajas y bolsas. Allí al lado de ellos se encontraban también las cosas del corredor de zapatillas verdes. La noticia del desalojo les llegó a todos por sorpresa. Los inquilinos habían acordado meses atrás un plan de pago con el dueño, ya que la cuota aumentaba cada mes hasta volverse impagable. Pero ahora el edificio se vendió a una inmobiliaria y pues arreglensé como puedan, decía el mensaje de texto del dueño.
Así ocurrió en toda la ciudad. Cada alquiler particular fue comprado por la misma inmobiliaria. Complejos habitacionales, edificios de terceros, hasta viejos cuartos desocupados por hijos mayores de matrimonios solitarios. Dicen por ahí que estos fueron adquiridos de pronto, pero la realidad era que se trató de un esfuerzo sutil que tomó décadas a muchos inescrupulosos trajeados.
El punto es que ya no quedaba un lugar donde alquilar sin que esta inmobiliaria se quedara con la ganancia, y nadie podía pagar los precios que pedían, así que el pueblo, casi en su totalidad, comenzó a vivir en la calle.
Durante un tiempo hubo algo así como una camaradería entre extraños. Brotó naturalmente una organización entre los sin techo. Aquellos más experimentados brindaron su sabiduría a los nuevos, qué lugares evitar para no ser golpeados por adolescentes en la noche, los mejores pastizales para esconder sus cosas o para hacer el amor, o simplemente cómo perder el tiempo nuevo que les sobraba ahora que llevaban su casa a cuestas. Los nuevos pagaron a los viejos con diversa asistencia profesional, ya que los primeros seguían yendo al trabajo, y con la dignidad que otorga ser tratados como seres humanos y no como parte del paisaje urbano.
Había otros que rechazaron la idea de una vida en comunidad, extrañaban su privacidad, o simplemente eran unos hijos de puta, e hicieron todo lo posible por volverse dueños de alquileres improvisados. Rentaban las copas de los árboles, los canteros de las plantas, las cubiertas de las ruedas de tractores; todo aquello que pueda aparentar un espacio cerrado donde poner cosas y cambiarse sin que lo vean demasiado se volvió un alquiler. Así los nuevos sin techo convertían sus objetos en formas de ingreso pasivo. Los más exitosos de estos nuevos departamentos eran las cajas de las camionetas.
La idea se le ocurrió a la pareja de ojos grises, que cuando se enteraron de la conspiración inmobiliaria ya tenían sus cosas ahí, detrás de su vehículo. Rápidamente hicieron suficiente dinero como para asociarse a mecánicos y vendedores de autos usados, con los que comenzaron su negocio de vivienda sobre ruedas.
Las comunidades sin techo que no se interesaron en volver a vivir bajo contrato no duraron. No tomó mucho antes de que construyeran hogares en terrenos baldíos donde continuar su experimento comunal. Pero todo se fue al tacho cuando encontraron el cadáver de la señora del quinto arrojado junto a la basura. Culparon de inmediato al paseador de perros, quien encontró el cadáver e hizo la llamada. Unos huérfanos que vieron al asesino en la noche afirmaron que este no era el paseador de perros, sino un nuevo miembro de la comunidad. El hombre que los niños señalaron como el culpable real podría ser descrito así: en una competencia de policías de civil que aparentan no serlo, este de acá sale último. Nadie escuchó a los huérfanos. A partir de ahí, gracias a unas cuantas notas por periodistas oportunistas y el simple agotamiento de tener que hacer correr el agua que uno mismo consume, se pinchó el globo de la comuna de los sin techo.
Los beneficiados de todo esto fueron los propietarios de las nuevas camionetas-vivienda. En especial la pareja de ojos grises. Estos hicieron un trato con la inmobiliaria sin rostro que se adueñó de todos los alquileres de la ciudad, por lo que ahora no deberán trabajar por el resto de sus vidas. Dicen los expertos en negocios que es cuestión de tiempo hasta que incluso la gente dueña de sus hogares comience a pagar para vivir allí, insisten en que le vendría muy bien a la economía.
El corredor de zapatillas verdes un día rescindió el contrato de la camioneta donde vivía, ya que le habían robado las ruedas por la noche y no tenía dinero para pagarlas. De modo que se encontró una tarde calurosa buscando sombra donde fumar. Al dar con su viejo departamento no lo reconoció. Estaba abandonado, invadido por zarzas y mugre. Alguien había roto la cerradura así que pudo entrar. Recorrió el edificio y buscó su viejo cuarto. Tenía la costumbre de guardar la llave en un tanque de agua vacío y olvidarse, y allí estaba la llave cuando miró. Estaba fresco, aunque entraba el sol. Abrió la puerta y lo primero que vio fue una familia de gatos anaranjados, acurrucados en la penumbra. Los reconoció, era muy común, antes de pasarse a la vida en automóvil, que esos gatos durmieran debajo de los autos estacionados del barrio. El corredor pensó un momento y volvió a cerrar la puerta. Se sentó en el pasillo y encendió su cigarrillo. Ahí al menos corría el aire, aunque le diera el sol.
Resistencia, Chaco. Estudiante de Filosofía. Escribo porque no hay de otra.