El 8 de septiembre pasado espichó Camilo Sesto. La alegoría hacia él en el título, cayó madura porque sí. Punto. No sé si fue fascista el tipo. Tampoco importa ya. Pero hay algo que me traslada a los primeros 90’s, cuando intentando llenar los domingos con la radio, hacíamos esfuerzos sobrehumanos para evitar al intérprete.
Criado en una pequeña ciudad a orillas del Atlántico, por esa época las emisoras de frecuencia modulada eran incipientes en el pago chico (muy incipientes les diría). Por lo tanto, los domingos se llenaban con algunos rockanroles furtivos y con la radio AM. Una magia hacia el éter que – en mi caso al menos – definió vocaciones.
Era un mecanismo simple. Nos sentábamos a sintonizar el aparato, y había dos señales para escuchar: las transmisiones de fútbol con Víctor Hugo Morales; o la otra radio, que si no pasaba Camilo Sesto, le mandaba el Puma Rodríguez o Roberto Carlos y su coro de pajaritos. Entonces elegíamos el fobal sin dudarlo.
Luego la cosa derivó en eso que dije de las vocaciones. Por suerte, me avivé pronto (muy pronto) que jugador de fútbol no iba a ser. Acto seguido, me hice periodista y… ¡¡Acatoy!!
¡Bueh! ¡Basta de cháchara! – dijo el viejo Saadi. De estar vivo seguro pensaría mientras lee “¿a dónde va éste boludo?”. Al asunto del fascismo voy; y a sus huellas.
La milonga de la crisis alimentaria disparó reacciones de toda índole. Las estupideces de los ministros del gabinete nacional al respecto, no serán analizadas aquí. Tampoco los discursos rimbombantes de los cuadros revolucionarios de la Sierra Maestra de Caballito, Puerto Madero y Parque Chas.
Sólo se apuntará que la crisis alimentaria tiene cuarenta años en Argentina y obedece a un modo de producción agro/pesquero exportador. Que ha alcanzado tal grado de perfeccionamiento, que ya es al dope discutir la propiedad de la tierra, el latifundio, el sistema de rentas agrarias, y la historización de la sistemática apropiación del territorio vía encadenamiento de genocidios: el índígena primero, simultáneamente al del paisano. Posteriormente tuvieron lugar los de dos generaciones de laburantes pobres. Luego vino el de la última dictadura; para llegar hasta acá con dos generaciones de hambreamiento. El problema entonces está en el modo de producción adoptado por el Estado argentino. Ese es el piso de discusión.
Se obviarán también aquí – por razones de salud -, las odas sobre “el aislamiento del mundo” y los cantos NacN’Pop de San Cristobal. ¡Basta de baba!
Decía entonces que la milonga de la emergencia alimentaria disparó reacciones de toda índole. Muchas de ellas con clarísimos componentes racistas, xenófobos, segregacionistas y discriminadores. En criollo: fascistas.
Las redes sociales se han poblado de éstas manifestaciones. Trataré de describir una o dos para ilustrar el punto.
La primera, por ejemplo, es la de una señora joven, pobre, más morocha de la cuenta, y muy obesa. Ella, al momento de ser fotografiada, estaba sentada sobre un cajón de frutas comiendo una chipá, o algo así a base de harina. La otra imagen es la de dos señores, obesos, pobres y morochos también, comiendo panchos en la puerta de una estación del ferrocarril en la Capital Federal.
Ambas fotos, se distribuyen en las redes – tipo meme “serio” – con inscripciones que rezan cosas como “la crisis alimentaria de los parásitos argentinos” y cosas por el estilo.
Otros collages por ejemplo, confrontan fotos de niños africanos que sufren la hambruna estructural, con las de nenes gorditos correteando en el marco de alguna marcha, acampe o manifestación popular. Las manifestaciones hacia la condición de éstos últimos y hacia sus madres son irreproducibles.
No hay que ser un iluminado para identificar al fascismo en estos ejemplos. Tampoco hay que serlo para darse cuenta que una dieta basada en harina frita con azúcar, papa y fideos guiseros, no puede arrojar otro resultado que personas desnutridas y obesas al mismo tiempo. Por otra parte, debo decir que para el caso de los nenes mencionados, es muy probable que sean la tercera generación de familias mal comidas.
El miedo a veces se manifiesta en brutalidad; y ésta en odio y malicia. Es difícil de entender por qué tanto recelo hacia esas personas; tanta discriminación y comentarios agraviantes. Sobre todo, cuando provienen de personas a las que no les falta mucho para que su único alimento posible sean la papa y los fideos.
Mal que pese, allí radica su arraigo. La brutalidad, que proviene del miedo, no es lo mismo que desconocimiento o lo mismo que ignorancia. Ésta última podría asociarse (acá es dónde entra en escena mí fachito) a la falta de instrucción formal. Conclusión – fascista por cierto -, que niega todos los demás saberes que las personas tenemos y que jamás estarán disponibles en la escuela.
Ahora el desconocimiento es más dañino para la vida en comunidad, porque va emparentado a las personas que no tienen ganas de conocer determinado aspecto de la realidad, pero accionan sobre él generalmente de manera brutal. Por miedo, por resentimiento, por culpa…
Pasa que el fascismo está en la cabeza, como la clase. No tiene su origen en las “condiciones materiales de existencia”. El fascismo también es síntoma del miedo, de la culpa, de la cola de paja.
El espejo de la vida refleja la suciela de cada cuál y cada quién. Se entiende entonces, que sea complicado esquivar la sensación y no tener una reacción facha.
Hay otros fascismos derivados de lo alimentario. Pero a esos le daremos cuerda en otra oportunidad.
No otorgaremos ventajas en esta coyuntura; queda mucho trabajo por hacer.
Mientras manotea su espejo, recuerde al “General”, mírese fijo, y repita: “fascistas somos todos; lo que falta son garantías”.
Salieri del Perro (o la música que escuché mientras escribía)…