El Ascenso
Tres llamadas ese día. Catorce en la semana. Aún no entendía si Martina estaba ahí por su propia voluntad o alguien, o algo, la retenía. En cualquier caso, no lograba sacar a su hermana de la estancia de Tapalqué donde se encontraba con más de cuarenta personas. El ronroneo de Qualia era lo único que aliviaba la soledad de ese departamento, con ese dormitorio vacío desde hacía tres meses.
En el último segundo del cuarto intento, percibió el sonido que no era sonido y las palabras que no eran palabras.
—Holi —respondió Martina.
—¿Me podés decir por qué no atendías?
—Estaba haciendo huerta con los chicos.
—Hace diez días que no sé nada de vos.
—¿Por qué tanta preocupación hermanita? Me tratás como si fuese una bebé —se rio.
El «hermanita» solía darle ternura. Ahora le daban ganas de cachetearla.
—Porque estás en el medio de la nada haciendo vaya a saber qué con quién sabe quién.
—Por favor, calmate un poquito, estoy bien. ¿Viste las fotos que te pasé? Hay un sol precioso en la chacra. Además, el hermano Lubsen nos dijo que…
—Ya me lo nombraste treinta veces al pelotudo ese. Te estoy preguntando cómo estás vos.
—No sabés lo que me está ayudando el hermano con la depre. Le conté de vos y me dijo que vengas. Además, así ves que acá no pasa nada malo. No sé qué película te hiciste. ¿Querés que te muestre?
—¿Qué mierda le dijiste de mí a ese tipo?
—Nada, que te quiero mucho.
—Dale Martina dejate de joder.
—Mirá.
Un rectángulo de bordes difusos se dibujó en el campo visual de Romina. La imagen borrosa cobró nitidez por tramos: un quincho de madera rodeado de un jardín, una huerta y una ronda de seis personas vestidas igual. Una levantó la mano.
—¡En un ratito estoy con ustedes! Estoy charlando con mi hermana ahora —gritó—. Ahí saluda Pri, una amiga que me hice acá.
Romina sabía quién era Priscilia, pero Martina lo ignoraba.
—¿Podés poner una cámara?
—No tenemos cámaras.
—Bueno, ¿un espejo? ¡Tiene que haber un espejo! Quiero ver cómo estás vos, no a los demás.
La imagen tembló con los pasos en una escalera crujiente. La falta de luz impedía una escena clara como la del jardín, pero ahora se veía, entre sombras, a Martina encuadrada en un espejo. Llevaba la misma ropa que los demás: camisa celeste y una bombacha de campo caqui.
Martina saludó al espejo con ambas manos. Romina la vio bien alimentada, sin moretones y suspiró. No estaba más descuidada que de costumbre. Sobre lo psicológico, no tenía idea; pensó que capaz ella tenía razón: en esa casa no pasaba nada. Intentó guardar lo que compartían los ojos de Martina, pero las capturas se convertían en una imagen negra.
—¿Podrías mandarme unas grabaciones de lo que ves?
—El hermano no nos deja… bah, no es que nos lo prohíba, pero hay un campo de privacidad que no deja capturar nada, por seguridad, ¿viste? Obvio, estás invitada a visitarme.
Romina guardó silencio unos segundos e insistió.
—¿Cuándo volvés?
—No tengo fecha, la ruta al Ascenso tiene varias estaciones y me faltan… nos faltan —corrigió— ¿dos? creo, después llegamos al Ascenso y…
—Pero, dale por enésima vez. ¿Qué mierda hacen ahí?, ¿qué sería el Ascenso?
Martina rio y evadió la pregunta. Le volvió a decir que vaya a la quinta. Que la invitación era personal, que el hermano Lubsen se lo pidió. Romina silenció la trasmisión para que no se escuche la puteada.
—La estoy perdiendo entre un rejunte de locos —le dijo a Qualia.
El ronroneo la calmó un poco. Retomó el audio.
—Martu, voy a ir a visitarte.
Romina cerró los ojos y llamó a la madre de Priscila. Se había hecho amiga de Claudia y Julio por el grupo de allegados a los internados en Tapalqué. Todos se preguntaban lo mismo: qué hacían y cuándo volverían.
—Si voy, lo puedo grabar. No con el SIN, porque hay como un campo de privacidad, pero con un celular viejo se debería poder. Si demostramos que son una secta, capaz nos dan pelota.
—¿Vas a ir sola? Te acompaño con Julio. Nos metemos con la 4×4 y hacemos mierda el portón.
—Nos compramos un quilombo tremendo con la policía. Si están todos entongados. Además, si van ustedes no les van a abrir. Tengo que ir sola.
—¿Y si te pasa como al otro chico?
—¿Matías? Ese pibe estaba re loco. No me va a pasar.
Romina no estaba tan segura. Sabía que Lubsen no invitaría a nadie que no pudiese cooptar. Debía saber no sólo las intimidades de Martina, sino también sus secretos, esos que se cuentan entre hermanas. Romina conocía muy bien la habilidad de los manipuladores para usar las vulnerabilidades como mercancía. Pensó si podía entregarse a la seducción y retirarse a tiempo. Dos imanes acercándose sin cruzar el umbral. Aceptó que la estrategia era anticiparse. No debía defender los puntos vulnerables, sino atacarlos primero. A veces, para evitar un incendio, hay que hacer un contrafuego.
***
Romina llegó a la quinta con apenas una mochila. Si todo salía según lo planeado, no necesitaría más. Tocó el timbre de un portón de hierro grueso. Se abrió sin que tuviera que decir su nombre. Continuó por un camino que serpenteaba entre los árboles y un alambrado enredado en ligustrina. Detrás de otra reja, la esperaba un hombre de barba, pelo largo en un rodete, camisa celeste y bombacha caqui.
—Te estaba esperando. No sabés lo feliz que me pone verte.
—Me imagino que vos sos Lubsen, ¿no?
—No, soy el hermano Facundo, el hermano Lubsen no está con nosotros ahora. Soy el encargado de comunicar sus mensajes y gestionar un poco esto —señaló el terreno con los brazos levantados.
Romina no respondió, pidió permiso con la mirada y entró. Un acuerdo de confidencialidad apareció. Consintió en no entrar con armas o drogas. Aceptó el campo de privacidad que impedía grabar recuerdos o transmitir visiones. Facundo puso las palmas de la mano enfrente y ella supo que no podía esconder el celular viejo. El hombre lo puso en una bolsa transparente y le dijo que se lo devolvería a la salida.
Caminaron hasta llegar a una casona de estilo inglés. La puerta estaba entornada y, ni bien la empujó, la asfixió el olor a palo santo. Las velas casi apagadas dejaban ver un ambiente ordenado con pocos muebles. En el marco de una puerta lindera vio la silueta. Cuando se acercó, Martina se abalanzó y la rodeó con los brazos. Facundo sonrió y murmuró algo sobre el amor fraternal.
—Increíble, viniste hermanita, ¿cuánto te vas a quedar?
—Hoy y mañana. Pasado temprano salgo de vuelta. Dejé a Qualia sola.
—No hay problema —dijo Facundo— podés quedarte todo lo que quieras y volver cuando puedas. Podés traer una mascota si querés. Si sos un ser querido de alguien de la comunidad, también sos parte nuestra.
Romina lo miró de reojo, puso la mitad de una sonrisa, asintió rápido y le dio la espalda; volvió a abrazar a su hermana.
Los tres fueron a un salón con sillones y almohadones en el piso. Sonaba música india que se mezclaba con el humo del palo santo. Más de veinte personas meditaban sentadas o acostadas. La sala estaba cargada de decoración sincrética, apenas iluminada por velas: cuadros de fractales, otro de Jesucristo con tres rostros, un símbolo de la kábbala, una imagen de Vishnu, una aborigen con un cuenco. Romina se sentó en un almohadón frente a Martina. Aceptó la solicitud de conexión y sintió aquello que no era sonido ni palabras.
—En las meditaciones hacemos conexiones, no se puede hablar.
—¿Todos tienen SIN? ¿No hay ningún desimplantado?
—Todos. Las meditaciones no tendrían sentido. Aunque esta noche es una práctica. Mañana hacemos la de verdad, con el hermano Lubsen.
—¿Y qué pasa ahí?
—Ya vas a descubrirlo. Pero tranqui, nos da enseñanzas, nos transmite conocimientos. Pará. ¿De verdad te interesa o me vas a boludear?
—En serio. Quiero entender. Sé que renegué mucho tiempo y no quise escucharte porque pensaba que andabas en algo raro. Dale, contame, ¿por qué no pueden participar desimplantados?
—El hermano Lubsen se comunica así. Es algo muy profundo, las palabras no alcanzan, ya vas a entender.
—No sé si hubiese preferido que estuvieses con los neoluditas en vez de en una secta tecnócrata.
—No es una secta. Me dijiste que no ibas a boludearme.
—Tenés razón. Estoy asustada. Volvé. Vení con tu amiga también, los padres la extrañan.
—Cuando conozcas al hermano Lubsen se te va a pasar.
—Te quiero mucho.
—Yo a vos.
Compartieron el silencio y la percepción de los sentidos. A Romina le gustaba meditar de forma secular, tal como le había enseñado la psicóloga de la clínica. Se concentró en cómo el aire entraba y salía de sus fosas nasales. A la hora, las personas comenzaron a levantarse y Facundo tocó una campana.
En el comedor había una mesa de madera. Algunos ya estaban sentados. Facundo le hizo una seña para que se sentara al lado. Lo ignoró. Otro hombre la miró fijo. Lo reconoció, pero agachó la cabeza. Se sentó al lado de Martina. Vio a Priscila; no le dijo que conocía a sus padres. Intentó conversar con ella y con otros, pero parecía que nadie tuviera algo propio más allá de su nombre. Nadie hablaba de su trabajo, de su familia ni de sus gustos, como si toda su personalidad hubiese quedado en el portón de entrada. Pensó en una amnesia colectiva.
—¿Recordás esa cabaña de Madryn en la que estuvimos con papá? Esto me hace acordar.
Martina asintió.
—Ni me preguntaste por Qualia.
—Ah.
—¿Cómo “ah”?, tarada, es tu gata también.
Martina rio; siguió hablando con Priscila. Cuando terminó la cena, Facundo pidió «un aplauso de bienvenida a la hermana Romi». La llevó a una habitación con varias camas. Le señaló una marinera vacía, con frazadas dobladas a sus pies. Romina tardó tres horas en dormirse, pensando en qué sucedería al otro día con Lubsen.
***
El desayuno estaba servido en la mesa de algarrobo. Había varias jarras de agua caliente, café y leche, potes de manteca, queso, mermeladas y dulce de leche. En la cocina encontró tres tostadoras, pan de campo y fiambre. «Desayuno de hotel. ¿De dónde saca la guita para bancar todo esto este tipo?». Se sentó al lado de su hermana que le comentó el itinerario: huerta por la mañana, meditación con Lubsen por la noche. Romina le siguió la corriente.
Formaron un grupo de seis, cargaron dos escaleras, una carretilla y fueron hacia una arboleda a recolectar cítricos. En el grupo se encontraba el tipo que le había clavado la mirada en la mesa. Tenía unos treinta años, rulos, barba desprolija y acento cordobés.
—¿Sos Matías, no? Un gusto, Romina.
—Un gusto —sonrió —. ¿Me conocías?
—Estabas en el grupo de familiares; ibas a venir a buscar a tu hermana. Justo vine a buscar a la mía —dijo señalando a Martina, que caminaba adelante, de la mano con Priscila.
—Ah, sí, me acuerdo de ese grupo.
—¿Por qué te fuiste?
—Mirá, estaba muy enojado en ese entonces. Extrañaba a Carli y creí que estaba en un lugar peligroso. Nada que ver. Carli está bien, yo estoy bárbaro y vamos a volver en unos días.
—¿Por qué te quedaste?
—Carli me pidió que me quedara para una meditación. Yo no quería saber nada y, ¿la verdad?, me llevé una sorpresa, cambié de sintonía. Al otro día me desperté en paz con muchas cosas que me perseguían.
—¿Tomaron algo?
—Acá no hay drogas. Ni siquiera alcohol o porro.
—¿Entonces? ¿Por qué te quedaste tanto tiempo?
—Cada meditación es un descubrimiento nuevo. El hermano Lubsen me propuso un camino y todavía no lo completé, pero estoy cerca. Estamos cerca.
Quería preguntarle si no se daba cuenta de que le habían lavado el cerebro, pero temió que la echaran. Miró a su hermana y a Priscila. Esperaba conversaciones entre dos adolescentes: chismes, algo sobre algún chico, chica, coqueteo entre ellas. Pero repetían cosas sobre la unión, la contemplación del infinito y la liberación del sufrimiento.
—Ellas tendrían que estar en la facultad o, no sé, por lo menos de joda —le dijo a Matías.
—Mejor esto. Yo me la pasaba de joda. Me rescató Lubsen.
—¿Lubsen te invito a vos?
—Sí. Vine sin ganas, pero acá estoy.
—A los demás familiares no los dejan pasar. A vos sí, a mí también.
—Lubsen convoca a almas conectadas.
—Claro. Debe ser eso. Tal cual.
Romina se adelantó y caminó sola. Se pasó el día juntando naranjas, sintiendo el sol quemarle la nuca y contando las horas para conocer a Lubsen y entender qué sucedía en esa casa.
***
Facundo ubicó a todos en círculos concéntricos y apagó todas las velas menos una. Puso una playlist: sitar, melodías celtas new age, música brasilera.
—Convocaré al hermano Lubsen, nuestro guía. Guarden sus enseñanzas. Nos acercamos al Ascenso.
No dio instrucciones de cómo empezar la conexión, así que Romina pasó el tiempo entre sus meditaciones seculares y pensamientos erráticos. Intercaló miedo, por ella, por Martina, por Qualia. La respiración fuerte de Matías la distrajo un poco. Le parecía lindo y ella hace mucho no estaba con alguien. Al rato recordó a Él y se le fue la libido, como siempre. Limpió su mente con imágenes de Qualia. Recuerdos aumentados del día que Martina la trajo en una caja de zapatos. La gata maullaba, trepaba al borde de la caja y se caía. Martina se reía y la gata volvía a estar en la caja, maullando. El recuerdo duraba diez segundos, pero estaba en repetición continua.
El ciclo se interrumpió cuando un hombre levantó a Qualia de la caja. No era otro recuerdo. Eso nunca había sucedido. El hombre tenía un traje amarillo y el pelo engominado; estaba de espaldas. Romina no podía verle la cara. Puso el SIN en modo memorias alteradas, entró a la escena y giró al intruso. No tenía ojos.
—Tu imagen fue evocada cuando tu hermana meditó acerca del amor. Ahí te conocí y supe que eras una receptora del mensaje de unión
La sensación de voz de Lubsen era de español neutro y tenía reminiscencias a los galanes cliché de las películas de principios del siglo XX. Romina sintió su peso exagerado, olas de calor, sensaciones atípicas de una conexión mental, más propias de actualizaciones del firmware del SIN.
—No vengo por ningún mensaje. Quiero llevarme a mi hermana.
—Pues Martina es una persona libre.
—Una persona de dieciocho años que no es normal que esté acá.
—¡Ah! Quieres volver a esa aburrida normalidad. Dejame decirte, el hastío de la rutina es lo que la trajo hacia mí y es también lo que te impulsó a ti. Permitime corregirte, nadie está aquí por mi mensaje, ningún mensaje que transmito es mío. Yo sólo comparto lo inefable del más allá.
—Realmente no me interesa.
—Déjame presentarme: Fredrik Lubsen. Nací en Viena en 2006. Fundé Luminoise y la convertí en la compañía más exitosa de SIN. Hace cinco años, me diagnosticaron cáncer pancreático y al cabo de catorce meses mi cuerpo colapsó. Como sabes, no soy el primer millonario que prolonga su vida en un servidor. Pero todos los demás lo hicieron copiando su mente meses, días o como mucho, horas antes de morir. Ellos no capturaron el momento de su muerte, ¡yo sí!, capturé el cáncer tomando mis órganos, la respiración agotándose, los últimos latidos. Pero hay algo más. ¡Yo conocí a Dios!
A Romina la alivió que, dentro de todos los escenarios, sólo fuese un culto a un delirio místico; no parecía estar sacándoles plata, no era una red de trata, no había sacrificios humanos. Consideró que podía ser una farsa; Lubsen podría ni siquiera existir. Con una búsqueda confirmó la existencia del empresario vienés fallecido en 2083.
—Disculpá. No soy creyente —le dijo.
—No se trata de religión. Déjame explicarte. Cada estadío de mi actividad cerebral, desde los últimos segundos en la cama, hasta los primeros en el servidor, fue registrado en mi SIN experimental. Existe una fracción infinitesimal de tiempo en el que el más allá y este mundo se cruzan. Algunos ven un túnel de luz, o la historia de su vida y otras cosas no tan interesantes. Pero si uno permanece un instante más, llega el punto de no retorno. Ahí es cuando uno se enfrenta a los ojos del absoluto y la eternidad se concentra en el último destello nervioso. Mi SIN reflejó una sombra de esa eternidad. Puedo mostrarte lo que se siente.
—Te agradezco, pero no estoy interesada, yo sólo quiero acompañar a mi hermana.
—Pero tú lo necesitas.
—¿Perdón?
—Pues, digo, las personas a las que he transmitido la vivencia de la muerte atraviesan un proceso revelador y sanador.
—Si lo único que querés es contar cómo se siente morir, ¿por qué hay gente aislada? ¿Y por qué en Argentina y no en Europa?
—Las circunstancias se dieron naturalmente. Así como existe este grupo, hay más en otros países. Los puedo visitar a todos al mismo tiempo. Ahora mismo estoy en contacto contigo y con las cuarenta personas presentes aquí, veinte en Indonesia, catorce en Lituania… No existen muchas mentes capaces de esto.
—Podrías ofrecerlo en público, a millones de personas.
—La humanidad no está lista. Sólo algunas personas son sensibles al mensaje.
—Mensaje que transmitís por SIN. No hay necesidad de secuestrarlos.
—Nadie está secuestrado. Todos ellos decidieron quedarse aquí. La experiencia decanta en una necesidad de comunión física. Además, no se puede transmitir en un sólo día. Es un proceso que culmina con el Ascenso. Así lo llamaron ellos. Entiendo que podría parecer una parodia de Dante —rio.
—Mi hermana va a ascender desde su casa, se va a ir para arriba como pedo de buzo. Pero nos vamos mañana.
—No pueden ascender en medio de la contaminación del mundo exterior.
—Esta gente abandonó parejas, hijos, trabajos. ¿Entendés?
—Y los volverán a ver. Luego del Ascenso.
—Espero que sea hoy, porque mañana nos vamos.
—Falta muy poco.
—Martina está hace tres meses, ¿cuántas meditaciones más necesita?
—Pocas, y luego el Ascenso —insistió.
—Me cansaste. Me quiero ir.
—Eres libre. Estaré aquí esperándote. Pero una cosa más.
—¿Qué?
—Martina también es un alma libre. No creo que quiera irse contigo, preferirá quedarse con gente que la entiende.
Romina reconoció que no podía arrastrar a su hermana a la fuerza y lo mejor era el convencimiento.
—¿Cuánto dura esto que me vas a mostrar?
—Tres minutos. No más, no menos.
—Bueno. Mostrame lo que me tengas que mostrar.
—Requiere acceso a la capa tres.
La capa tres estaba reservada a médicos implantólogos. A su psicólogo. O a quien le había aplastado la cara contra una pared. Confió en su plan de escape. Aceptó, en el idioma sin palabras de los SIN.
***
Sintió brisas heladas alternadas con bocanadas de calor. Sólo se distinguían los contornos de todos los presentes sumidos en la meditación, iluminados por la luz de una sola vela. Con los ojos cerrados, veía ocho líneas de colores que se extendían desde un punto. El único sonido real de la habitación era la respiración colectiva mezclada con la música, pero en su mente se apilaban capas de vibraciones en diferentes frecuencias. Podía ver las ondas sonoras; las partículas de aire que se desplazaban en trenes de olas esféricas.
Las líneas rotaban desde el foco mientras la distancia entre ellas cambiaba al azar; cada vez que una recta se cruzaba con otra, surgía una nueva de otro color. El resultado, al cabo de lo que podían ser unos pocos segundos o varios minutos, era un entramado tridimensional expresado en dos tríadas de colores: primero magenta, verde y azul; luego naranja, celeste y violeta. Las franjas se curvaron a su alrededor y formaron un jarrón de vidrio. Quiso salir por la boca, pero estaba muy alta; se sintió ahogada. Le pegó a las paredes hasta que los nudillos le sangraron, una grieta se formó y el jarrón estalló. Se largó a llorar porque el jarrón, en realidad, era hermoso y ella lo había roto, como todo lo que le gustaba.
Junto los vidrios del piso y se dio cuenta que ya había visto esas baldosas y esas paredes sin revocar. Estaba en el departamento de Él. No debería recordarlo. Romina había desplazado esas memorias ruines por recuerdos aumentados de Qualia. Quiso escapar y no pudo. Las paredes se cerraron sobre ella hasta que la acorralaron. Él seguía empujándole la cara en los ladrillos. Las paredes volvieron a su lugar. Luego, se conectaban para darse un saque de cuarga. Se besaban y de vuelta a conectarse, hasta terminar lo que habían comprado. La droga nunca satisface cuando es virtual.
En las paredes de ladrillo ahora había espejos. Se miró la cara y se pasó maquillaje en un raspón en el cachete. Luego vio la panza hinchada. Se la golpeó. La panza crecía con cada golpe. Él le detuvo la mano y le besó el cuello. Volvieron a conectarse para más cuarga. Se despertó en el piso, empapada en un charco de su propio pis. Él ya no estaba. La panza tampoco. Pero el raspón del ladrillo seguía ahí.
Sintió un golpe en la puerta. Tuvo arcadas. «Me repugno, quiero arrancarme la piel», dijo. Y lo hizo. Tenía en sus manos la piel de su cara arrancada. Gritó en el sonido de los SIN. Pidió socorro a la nada y la nada le respondió con la cara de Él. Luego su puño. Sus labios. Su puño. Sus labios. Golpeó su cara preciosa, no había un tipo tan lindo. Le hundió los ojos. De esas cuencas brotó brea azabache que inundó la habitación, hasta ahogarla.
Emergió en un mar negro. Tuvo más arcadas. No podía sacar la brea que había tragado. Nadó a una costa; vio a una mujer desnuda recostada. Cinco mujeres cubiertas con pieles de animales la asistían en el parto. Estaban apenas iluminadas por una fogata. Una ola espesa las cubrió. En la brea vio nacer dos mil trescientos cuarenta y dos bebés. Cuando volvió a la costa, ahogada, escupiendo brea, vio a una mujer parecida a ella en una camilla. Estaba siendo atendida por un robot. Otra ola la tiró al suelo. Cuando se incorporó, vio a una infante aprendiendo a caminar de la mano de un hombre y a otra niña triste, atrás. Recordó como odio a Martina cuando los juguetes dejaron de ser solo para ella. Cada rompiente le hizo ver una pelea, un abrazo. Ahora las olas no eran solo de brea. Cuando la infante pudo caminar sin ayuda, el hombre miró a Romina. Era la primera vez que lo podía recordar sin un agujero en la frente. Una mujer estaba al lado. Tenía pelo largo, los cachetes rosados, sus brazos rechonchos. A ella tampoco la recordaba así. Ambos sonrieron y agitaron las manos. Les devolvió el saludo. A él lo perdonó por lo que hizo. Dejó ir a ambos.
La última ola fue la más alta. La brea salpicada se endureció y formó una crisálida que la atrapó en posición fetal. Tanta comodidad. Tanta calidez. Tanta negrura. Sintió el grito de su hermana, atenuado por las paredes. Golpeó su cabeza contra la crisálida; nada se podía sentir peor que aquella pared de ladrillos. Hizo un agujero a la altura de sus ojos.
Vio a su hermana con siete años, sin un diente de leche; a su hermana cortando una torta; a su hermana recibiendo una medalla; a su hermana tocando la puerta; a su hermana tirando una puerta abajo, encontrandola en un charco lleno de pis; a su hermana con una cuchilla, protegiéndola de alguien que quiere olvidar su nombre. Más lejos vio a otra llorando, sosteniendo una navaja a la altura de la muñeca. Le gritó y soltó la navaja. Todas las Martinas la miraron al mismo tiempo, levantaron cantos rodados del suelo y apedrearon la crisálida, que se rajó con cada golpe.
Romina hizo fuerza; la crisálida estalló en un polvo negro. Sobre ella el polvo se arremolinó y cambió de color. Nubes magentas, verdes y azules formaron un nuevo jarrón. Romina estaba adentro, pero está vez no se sentía atrapada, podía moverse y ver el cielo. Estiró las manos y sus dedos se convirtieron en ramas.
Las ramas se unieron a las mentes de todos los presentes en la habitación. Romina dejó de sentirse sola. No había consentido en una conexión múltiple, pero no le importó estar en una orgía de recuerdos. En cada mente veía mares de brea con cientos de miles años de partos, crianzas y muertos. Entre los mares había una torre de luz espiralada; cada mente estaba en un nivel. Priscila estaba más arriba; Martina unos escalones más abajo. En la cima, había un hombre dorado. Un hombre sin cara. «El camino al Ascenso es colectivo», le dijo.
El apego que sentía por su hermana lo compartía ahora con todo el grupo, como si los conociera desde siempre. No podía imaginar separarse de ellos; todos irían al Ascenso. José, Esteban, Sabrina, Érica de la quinta; Nga y Corey de Filipinas; Lukas y Dala de Lituania. Ahora conocía sus nombres, sus edades, qué aromas les gustaban y cuáles eran sus miedos. Las debilidades individuales se protegían con la conjunción de sus fortalezas. Separarse de ellos era debilitarse.
Abrió los ojos, pero las visiones continuaban. Los fractales se entremezclaban con imágenes vívidas de pensamientos ajenos. Estaba ahora en una matriz carente de dimensiones espaciales. Podía ver sus manos, pero no eran sus manos; cada vez que las movía eran seguidas por un haz de otras manos de diferentes tamaños y tonos de piel. Experimentó la paz del descanso eterno. Había visto una fracción del absoluto, ese que muchos llaman Dios, que a su vez, eran todas las conciencias juntas. Pero esto no era Dios; aún no eran todos. Pensó que, quizás, se quedaría unos días más.
La paz se resquebrajó. Se sintió aislada. Una señal de urgencia interrumpió las visuales. Su atención fue forzada a la alarma que ella había programado dos días antes. La noción del cuarto a oscuras, el olor a palo santo y la música india volvieron al instante. La idea de separarse de los demás se sentía como un duelo, como perder un amor. Prefirió traicionar su plan de escape. Intentó detener la alerta. No pudo. Estaba programada en la capa cuatro. La cámara de su departamento le mostró lo que sucedería si no desactivaba el temporizador en menos de seis horas: su departamento ardería, Qualia lloraría, arañaría la puerta y luego dejaría de maullar. Ignoró al hombre dorado que le pedía volver, que le juraba que ella podía ser la elegida.
Dando tumbos, agitada, salió de la casa. Vomitó en el pasto. Sintió el gusto de la brea.
***
Recordaba imágenes aisladas de haber escapado al jardín mientras todos meditaban, de Facundo intentando convencerla de quedarse, de Martina gritándole que era peligroso. que no podía volver a esa hora, sin transporte propio. Recordaba haber empujado a alguien, el peso del portón, el pinchazo de la reja cuando la trepaba. No sabía cómo había llegado ahí, sentada en un camión manual manejado por un gordo barbudo, que la miró y le ofreció agua. Pasó todo el viaje temblando. Agradeció encontrar a uno de los pocos camiones no automáticos que quedaban.
Romina había probado todas las drogas materiales y virtuales que se le cruzaron. No había ninguna resaca que se compararse a la interrupción de la conexión múltiple. Los sonidos, las imágenes y su interpretación estaban desincronizados. Cada vez que daba un paso, lo oía un segundo antes y veía su pie moverse un segundo después. Estaba fuera de fase. Sentía el cuerpo pesado y las ganas de vomitar no se le iban con nada. De alguna forma, llegó a su edificio. Abrió la puerta que había bloqueado con permisos de la capa cuatro. Los bomberos no habrían podido entrar.
Cayó desplomada y se arrastró hasta desconectar el temporizador que había dejado en la cocina. Durmió seis horas en el piso, sobre un charco de líquido azul hediondo. Recién cuando despertó pudo contemplar el artilugio que la había hecho salir de la quinta: un temporizador analógico que había encontrado en la casa de su abuelo, un cable pelado, virulana, papeles empapados.
—Cosas que no se conectan a internet, de estas reliquias no se fabrican más —le dijo a Qualia, mirando el temporizador.
La gata maulló como si entendiese de manufacturas, como si entendiese que estuvo a punto de ser quemada viva. Enrolló el cable, cerró el bidón con nafta que reposaba sobre las telas mojadas en líquido azul y apagó la cámara que apuntaba a la bomba incendiaria. Su departamento podría haber ardido, pero la posibilidad de que Qualia muera de esa forma era lo único más desgarrador que dejar la comunión. A veces, sentía el eco de la voz del hombre dorado en la cima de la torre espiralada y se arrepentía.
Abrazó a Qualia y siguió temblando. Caminó con ella de un lado a otro del departamento, volvió a vomitar, sus sentidos seguían desincronizados.
—Me dijeron que te podía llevar —dijo.
La gata maulló y saltó al piso. Romina buscó la transportadora, armó un bolso con lo primero que encontró, se cambió la remera salpicada de vómito. Ignoró las llamadas de Claudia; respondió a sus mensajes con: «Están todos bien, luego les cuento». Claudia y Julio siguieron insistiendo; querían hablar con la única persona que había visto a su hija en meses.
Puso el SIN en modo avión y bajó corriendo las escaleras. Consideró la posibilidad de que el matrimonio la estuviese esperando a la salida. En lugar de la entrada principal, salió por la cochera que estaba a la vuelta. Caminó dos cuadras, lo más rápido que podía mientras cargaba el bolso y la transportadora. Una camioneta se le cruzó. Julio abrió la puerta. Desde atrás alguien la empujó a la cabina.
Golpeó las ventanillas mientras Claudia la abanicaba. Julio agradeció que las ventanillas del vehículo se podían espejar y nadie podía ver que había alguien secuestrado dentro, gritando como si la estuviesen por llevar al patíbulo.
—¿Te dieron algo? ¿Cuarga, falopas?
—No consumí nada, tuve una experiencia. Tuve una experiencia. Necesito volver —repitió varias veces.
—Ahora nos contás —le decía Claudia, mientras le acariciaba el pelo.
***
Romina durmió dos días en la cama de Priscila. Quería ir al baño pero la puerta estaba cerrada. La cerradura puesta por fuera fue necesaria después de la primera noche, en la que quiso volver a la quinta y Julio la tuvo que arrastrar de los pelos. Le habían abierto la boca a la fuerza para que tome calmantes. Era la única forma que dejara de gritar.
Claudia entró a la habitación con un té y una antena en la mano. El inhibidor de señal les había permitido que Romina no llamase a la policía.
—¿Cómo amaneciste hoy?
—Mucho mejor, hoy no chivé ni temblé. Nada que ver con las noches anteriores.
—Me imagino, ¿Descansaste?
—Sí, entrecortado, con pesadillas. La misma de siempre. Siento esa alegría y luego la tristeza que me hace mierda. Creo que me cagué la cabeza con lo que hice.
—No, el tipo ese te cagó la cabeza. Pero te vas a recuperar.
—Gracias por todo lo que están haciendo. Tenía que volver con las nenas y volví sola y siendo una carga para ustedes, me siento una pelotuda.
—No digas pavadas, gracias a vos respiramos tranquilos porque Priscila, aunque esté atontada, está bien alimentada y…
Romina la miró, levantó los ojos y dio un sorbo rápido al té.
—No sé por cuánto tiempo van a estar sanos. Tenemos que volver.
—¿Te chifla? vos te quedás acá, mirá si te vuelve a hablar el loco este.
—No va a pasar si vamos ahora. Lubsen aparece de noche. Además, a ustedes no les van a abrir; en cambio a mí sí. Puedo poner como excusa que volví con mi gata.
—Vamos mañana.
—Hoy. No estoy segura que es el Ascenso, pero falta poco y es peligroso.
Julio entró a la pieza con una caja transportadora donde Qualia maullaba con el descontento de cualquier gato encerrado.
—Tiene razón. Ya cargué la batería de la chata; tenemos autonomía para nueve horas. Nos alcanza para ir y volver. Si salimos ahora llegamos antes de que anochezca.
—Lleva la cámara.
—No vamos a filmar nada.
Julio fue a un armario del living, puso una llave y sacó una escopeta.
El viaje transcurrió en un silencio litúrgico.
***
Julio y Claudia se quedaron en el vehículo, lejos del portón. Romina llamó al portero mientras sostenía la caja con Qualia. Nadie atendió. Volvió a tocar. Esperó. Facundo no apareció.
Dejó la jaula en el piso y trepó la reja. La alarma empezó a sonar. Tras la segunda cerca, encontró el control del portón. El matrimonio había bajado de la camioneta y estaba del otro lado de las rejas.
—Romi abrimos antes de que venga el patrullero.
Acarició el botón y los miró.
—Cuidenme a Qualia por favor —les dijo antes de soltar el botón y darse vuelta.
Se escuchó el ruido del martillo de la escopeta.
—Yo no jodo, abrinos. —dijo Julio apuntando a la transportadora de Qualia.
Romina sacudió la cabeza. Se tiró al piso, se arrastró hasta el botón, llorando, mientras el ripio se le clavaba en las rodillas.
—Dale criatura —gritó Julio.
Romina le pegaba al suelo con los puños cerrados. Alcanzó el botón. Siguió de rodillas pidiéndoles perdón. Claudia la alzó y le dio un beso en la frente.
Entraron con la camioneta arando por el camino de tierra y arremetieron contra la puerta de madera. Esperaban gritos y un escándalo, pero encontraron oscuridad y silencio. Claudia comenzó a hiperventilar.
—Nosotros nos quedamos acá por si viene la policía. Andá vos Romi que conocés el lugar.
Corrió hacia la sala donde meditaban. En el pasillo encontró el cuerpo de Facundo, tieso, con una sonrisa. Abajo del marco de la puerta encontró el cuerpo de Matías con el mismo gesto sereno. Gesto que no coincidía con la posición del cuerpo, que parecía intentar escapar. Respiró hondo: supo lo que iba a encontrar.
Los cadáveres formaban un abanico; un dominó de carne muerta que conducía al fondo de la sala. Todos tenían la misma expresión. En el vértice, Martina y Priscila formaban un nudo de piel. Romina las separó y las lágrimas cayeron sobre las mejillas de su hermana. Un susurro hizo que soltara el cuerpo. Priscila no sonreía; respiraba; pero apenas podía hablar.
—Hermanita.
—No, no, yo no soy tu hermana, pero están tus papás —la abrazó con fuerza y deseó que Julio y Claudia no entrasen nunca.
—Soy yo, mirame.
—Están acá, ahí vienen. ¿Qué les hizo ese hijo de puta?
—Ayudame, no puedo salir, hermanita —dijo una voz que se volvió un acorde—. Ayudame, ayudanos.
Romina dejó de abrazarla, la sostuvo de los hombros con los brazos estirados y le corrió el pelo para ver a los ojos a eso que ya no era Priscila.
¿Cómo el Ascenso le había parecido un misterio? Lubsen había sido honesto: la era del humano que carga su cruz solitario hacia la tumba había terminado. No habría sufrimientos individuales en la mente ascendida. Pero el terror en la cara de Priscila no decía lo mismo. Detrás de las pupilas dilatadas vio los ojos de Martina, de Facundo, de Matías, de todos los demás de la quinta y de todo el mundo. También estaba la mirada del hombre dorado sin cara.
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«Dos años después de la tragedia, Carl Maschuld, el empleado de Luminoise que se hacía pasar por el magnate Fredrik Lubsen, fue sentenciado a la primera condena postmortem: aislamiento permanente y prohibición de desconectarse de su servidor por cincuenta años. Además de Maschuld, cinco conciencias fusionadas recibieron cargos por complicidad».
La garra de Qualia atravesó la pantalla holográfica. En donde estaba la cabeza del reportero salía una pata peluda.
—¡Qualia, salí!
—¿Por qué no ponemos Mi Pobre Angelito mejor? —dijo Julio.
—Porque ayer estábamos volando y no lo vimos —le contestó su esposa.
«A los cargos de falsificación de identidad, secuestro, sumisión mental y asesinato en masa, se suma el de robo de propiedad intelectual: la “experiencia de muerte” transmitida por el líder de la secta era un tratamiento experimental para enfermedades psiquiátricas».
Claudia destapó una botella de sidra. Romina subió el volumen de la pantalla.
«Las víctimas viven en servidores, otras en cuerpos sintéticos. Sin embargo, no todas quisieron volver a ser una sola persona…»
—¿Ese es Matías?
—Matías y la hermana —dijo Romina—. Y creo que un par más también.
—Pobre. Podrían conseguirles un robot más lindo —dijo Julio.
«El caso de la Tapalque Massacre forzó a la industria de SIN a una apertura de conocimientos y actuó como catalizador para la firma del Tratado Internacional de Transhumanismo. Los activistas argentinos volvieron ayer del Palacio de las Naciones en Ginebra…»
—Salí gorda —dijo Romina.
—Estás preciosa —le contestó Claudia.
«La paradoja final es que, desde su prisión de discos rígidos, Maschuld no se enterará que los primeros multihumanos son su legado».
—Son las doce.
Brindaron a la luz de la pirotecnia y los drones. Claudia comenzó a repartir los regalos que estaban abajo del pino de plástico. Romina agarró una caja que decía «hermanita». Sacó la figura de cerámica de Qualia. Fue a darle un abrazo a la encarnación de quien ya no era su hermana, ni la hija de Claudia y Julio. Y aunque a veces su identidad alternaba, otras veces era ambas a la vez, o ninguna, sino algo nuevo.
Prisma estaba quieta mirando al cielo. Romina supo que no estaba viendo los fuegos artificiales, sino saludando a los que se habían quedado en los servidores o en cuerpos sintéticos. Todos habían sido uno y., allá arriba, no dejaban de serlo.

