El ascenso

Tan solo amortiguaba la ansiedad el suave pelaje de Qualia, una gata calicó que sopesaba la soledad y el silencio de ese departamento marplatense. Era la tercera vez en el día y la decimocuarta en la semana que Romina intentaba comunicarse con Martina. La última vez que hablaron había sido el lunes de la semana anterior, durante doce minutos y treinta cuatro segundos; tal como figuraba en el historial. Era imposible saber si su hermana era capaz de trazar su propio curso de acción o uno le era impuesto a ella, pero en ambos casos no contemplaba que abandonase la estancia de Tapalqué en donde se encontraba desde hacía tres meses con más de cuarenta personas.

En el último segundo del exhaustivo intento una voz se escuchó en lo que parecía ser toda la habitación, aunque, en realidad, el sonido no era sonido y se percibía únicamente en su nervio auditivo. Así era ahora la forma de comunicación. Las interfaces neurales sintéticas (SIN) servían para conectar pensamientos y emociones más allá de lo físico. Salvo en contadas excepciones culturales, eran comunes entre la mayoría de la población adulta. 

— ¿Holi? —respondió Martina. 

— Martu, corazón, ¿me podés decir por qué no atendías? Hace diez días que no sé nada de vos.

— ¿Por qué tanta preocupación hermanita? Me tratás como si fuese una bebé —soltó una risita despreocupada que a Romina le dio ganas de romperle la cabeza. El sarcástico hermanita que acostumbraba su hermana menor le daba ternura, aunque esta vez sentía que la estaba provocando.  

— Porque estás en el medio de la nada haciendo vaya a saber qué con quién sabe quién y cada cosa que me entero de vos me deja más preocupada. 

— Por favor, calmate un poquito, estoy bien. ¿Viste las fotos que te pasé? Hay un sol precioso en la chacra. Además el hermano Lubsen nos dijo que…

— Dios, ya me lo nombraste treinta veces y me importa tres carajos el pelotudo ese, te estoy preguntando cómo estás vos.

— Pero si vos vinieses como te pedí, verías que acá no pasa nada malo. No sé qué película te hiciste. ¿Querés que te muestre cómo están las cosas?

— Sí, por favor, y decime, ¿qué estás haciendo? ¿Cuándo pensás volver?

Un rectángulo de bordes difusos se formó en el campo de visión de Romina y por tramos se fue armando una imagen cada vez más nítida. Se veía un quincho de madera rodeado de un jardín con parches de barro estéril, en un sector agraciado por la luz del sol había una ronda de seis personas vestidas idénticas, una de ellas levantó el rostro y saludó agitando el brazo. 

— ¡En un ratito estoy con ustedes! Estoy charlando con mi hermana ahora —gritó Martina —. Ahí saluda Pri, ella es la que… 

— Martu, ¿podés poner la llamada con una cámara?

— No hay cámaras en la quinta, Romi.

— Bueno, ¿un espejo? ¡Tiene que haber un espejo ¿no?! Quiero verte a vos, no a esa Pri.

La imagen tembló al ritmo de los pasos de Martina, se notaba que estaba subiendo una escalera crujiente y se dirigía a otra habitación. La luz en el interior no permitía una imagen nítida como la del jardín pero ahora se veía, aunque mal iluminada, la figura de Martina encuadrada en un espejo de un metro y medio de alto. Llevaba la misma ropa que las demás personas del lugar: una camisa celeste y una bombacha de campo color caqui. Romina pensó que parecía una versión ridiculizada de un estanciero. Una payasada, si Martina no puede plantar ni un potus —pensó. Saludó al espejo con las dos manos. Romina soltó un suspiro largo, el suspiro que merecía el hecho de ver a su hermana sin moretones o desnutrida. Físicamente se veía bien, no estaba más descuidada que de costumbre ni tenía ojeras pronunciadas. Psicológicamente, era difícil de evaluar pero quizás tenía razón y en esa quinta no pasaba nada. Romina quería capturar lo que compartían los ojos de Martina, pero cualquier registro se convertiría en una imagen negra, ya que la visualización era compartida sin permisos de descarga. Disimuló su enojo.

— ¿Podrías mandarme unas fotos o capturas de la visualización?

— El hermano Lubsen no nos deja… bah, no es que nos lo prohíba, pero hay un campo de privacidad que no deja que capturen las imágenes, por seguridad ¿viste?. Obvio, estás invitada a visitarme. 

Romina permaneció en silencio unos segundos y, evitando rechazar la invitación, insistió.

— ¿Cuándo volvés?

— No tengo fecha, la ruta al Ascenso tiene varias estaciones y me faltan… nos faltan —se corrigió— ¿tres? creo, ahí llegaré al Ascenso y…

— Pero, dale por enésima vez  por favor contestame: ¿qué es el Ascenso?

Martina rio como una criatura escapando de romper algo ajeno y evadió la pregunta que su hermana no había dejado de realizar. Romina silenció la trasmisión de su voz para que no se escuche la puteada ensordecida por una almohada. La idea de que en esa quinta no pasaba nada no le duró mucho porque todo lo que pasaba ahí era un delirio. Estaba perdiendo a su hermana entre un rejunte de locos y no sabía qué hacer para recuperarla. El suave ronroneo de Qualia la calmó apenas un poco y contempló la última opción. 

— Martu, voy a ir a visitarte.

***

El resto de la conversación no transcurrió sin que Romina dejara de pensar en que se enfrentaría al terror irracional que le provocaba la idea de encontrarse con Lubsen. No entendía si era un pastor evangelista, un chamán o un hippie delirante. ¿Qué era exactamente lo que la aterraba de esa situación? Si se trataba de un conjunto de hippies con plata, no había motivo real de amenaza. Si era un conjunto de psicóticos con delirios místicos, podía escucharlo, sacar fotos, grabar a escondidas y juntar suficiente evidencia para una denuncia sólida que, esta vez, no podría ser desestimada por falta de pruebas. Lo que la paralizaba era otra posibilidad: ¿Y si el discurso lograba seducirla? ¿Y si en vez de llevarse a su hermana se quedaba con ella? Tal escenario no resultaba tan disparatado si se tenía en cuenta que la única persona que había sido invitada a conocer la quinta decidió no salir nunca más. Matías, hermano de otra de las discípulas de Lubsen, había seguido el mismo camino que Romina planeaba tomar y, de la misma manera, había recibido la invitación de su hermana junto con las indicaciones para llegar a la quinta. Hasta ese entonces nadie sabía la ubicación excepto los que habían sido invitados. Matías había ido con la misma intención de Romina: llevarse a su hermana. Sin embargo, tras seis días de visita, abandonó el grupo dejando solo una grabación en la que explicaba que se quedaría allí por voluntad propia. La hipótesis era clara: Lubsen no invitaba a nadie a quien no estuviera seguro de poder captar.

Por fortuna, en sus primeros días Matías hizo pública la ubicación. Julio y Claudia, los padres de Priscila, otra residente y amiga de Martina, habían sido expulsados cuando visitaron la quinta sin ser invitados. Un portón de acero rodeado de un alambrado enmarañado por una ligustrina se interponía en un camino privado en dirección al caserón de la quinta. El portón no se abrió, incluso cuando se presentaron frente a un portero eléctrico con cámara. Julio contó que, en el momento en que intentó trepar el alambrado, un patrullero apareció acusándolos de intrusión en propiedad privada. Un patrullero atento a que no transgredan una quinta en el medio de la nada era evidencia de que Lubsen contaba con los fondos para trazar una pequeña red de corrupción.

 Si Lubsen lideraba una secta, Romina era la candidata perfecta para ser invitada. Era una ex adicta a la cocaína y al synax, la droga virtual, ambas suministradas por su pareja Santiago. El “hermano” Lubsen se reflejaba en la contracara de su superadas adicciones y relación abusiva.

Era plenamente consciente de su vulnerabilidad y tenía razones para no subestimarla. Si la coerción había avanzado, Lubsen sabría todo de Martina y en ese todo estaba ella. No solo su nombre, su ideología o sus datos personales, si no también sus secretos, esos que solo se comparten entre hermanas. No es que desconfiara tanto de Martina, si no más bien que conocía la prodigiosa habilidad de los manipuladores. 

Romina, Julio, Claudia y unas quince personas más (con anterioridad también Matías) formaban parte de un emergente grupo de familiares y allegados de los discípulos de Lubsen. Todos compartían las mismas inquietudes: ¿qué hacen ahí? ¿qué es ese Ascenso del que hablan y cuándo volverán?

De la biblioteca tomó un libro que creía que había recuperado de su abuelo. Abrió una página donde recordaba haber leído la frase: “una secta disfraza sus intenciones, una secta seduce al inocente, al débil, una secta miente, pero el seminario de las puertas fue honesto” . ¿Qué honestidad podía tener Lubsen? 

Llamó a Claudia y ella le respondió que ir a la quinta era una locura pero alguien tenía que hacerlo. Se precipitó en incluirse a la invitación y sugirió irrumpir con una camioneta en estampida cuando abrieran el portón. La imagen de un manipulador sacando provecho de jóvenes inocentes convertían el escenario de una camioneta derribando todo a su paso en una imagen tentadora, pero sabía que implicaba enfrentarse a una policía corrupta y cómplice. La cautela primó.

La invitación a la quinta representaba un arma de doble filo, el muy probable escenario de cooptación se enfrentaba a la oportunidad de juntar información, retroceder y planificar una maniobra en conjunto con el grupo de familiares. ¿Cabía la posibilidad de entregarse engañosamente a la seducción y luego retirarse? La estrategia era arriesgada, ¿cuánto se podían acercar dos imanes sin cruzar el umbral que los vuelve inseparables? Si ella había sido elegida para ser tomada, entonces Lubsen tendría mapeado cada uno de sus puntos débiles. 

Caminó por las dos habitaciones de su departamento mientras pensaba cómo protegerse. Comprendió que la estrategia ideal era anticiparse y reducir los daños. No debía defender los puntos vulnerables sino atacarlos: si ella atacaba primero, no ganaría la partida pero al menos habría volcado el tablero.

***

Romina llegó a los alrededores de la quinta en un colectivo de media distancia. Por supuesto, no había parada en la entrada al camino que dirigía a la quinta, pero era costumbre que el conductor automático dejará pasajeros en puntos intermedios. Contaba apenas con una mochila mediana con una muda de ropa; si todo salía como lo tenía planeado, no necesitaría más.

Luego de caminar unos quince minutos por un sendero polvoriento, llegó al portón de hierro y tocó el portero eléctrico, el cual se abrió sin necesidad de que tuviese que decir su nombre. Continuó otros cinco minutos por caminos curvilíneos que serpenteaban entre árboles altos y un alambrado cubierto de ligustrina. Detrás del segundo portón la esperaba un hombre de barba, pelo largo recogido con un rodete y, como era de esperar, vestido con una camisa celeste y una bombacha de campo color caqui. —Este debe ser el pelotudo— pensó Romina. 

— Te estaba esperando. No sabés lo feliz que me pone verte —dijo el hombre mientras Romina lo miraba con los párpados entrecerrados.

— Me imagino que vos sos el hermano Lubsen, ¿cierto? 

— No, no, soy Facundo, el hermano no está con nosotros. Solo soy el encargado de comunicar sus mensajes y, por supuesto, gestionar un poco esto —el hombre señaló con los brazos levantados la extensión de la quinta. Romina no respondió y como la puerta ya había sido abierta, pidió permiso con un leve gesto y accedió.

— ¿Cómo estuvo el viaje? ¿Querés que te lleve la mochila? —Facundo continuó insistiendo en mostrarse demasiado amable. 

— No hace falta, gracias. El viaje estuvo bien, normal, paran mucho estos colectivos lecheros, ¿viste?

Caminaron juntos, esta vez apenas unos segundos, hasta llegar a una casona de estilo inglés. La puerta estaba sólo entornada y ni bien Facundo la empujó con la mano, el nauseabundo olor a palo santo la asfixió. Las luces naranjas parecían velas casi apagadas pero dejaban ver un ambiente ordenado, con pocos muebles y ninguna decoración. En el marco de una puerta lindera a otra habitación se veía la silueta de una mujer y, cuando Romina se acercó lo suficiente, vio el rostro de su hermana.

Martina se abalanzó en un abrazo prolongado y ruidoso. Facundo miraba sonriente detrás y exclamó algo cursi y ridículo sobre el amor entre hermanos, aunque pasó desapercibido. 

— Increíble que viniste, hermanita, la verdad no lo puedo creer, ¿cuánto te vas a quedar? —apenas dejó de abrazar a su hermana. 

— Dos noches nada más. Hoy, mañana y pasado temprano salgo de vuelta. Dejé a Qualia sola —. En ese segundo nada más, Romina miró a Facundo que se apresuró a intervenir.

— No hay problema, podés quedarte cuanto quieras, irte cuando quieras y volver cuando quieras. Podés traer una mascota si querés. Si sos un ser querido de alguien de la comunidad, también sos parte de la comunidad —Romina asintió y sonrió. Pensó nuevamente en que era un tarado—.

Los tres se dirigieron a una habitación contigua a un pasillo, era un salón enorme con sillones y almohadones esparcidos en el piso. Sonaba una especie de música oriental, india o pakistaní, que acompañaba el asfixiante humo del palo santo. Una docena de personas se encontraban sentadas o acostadas con los ojos cerrados y formaban grupos de dos o tres. Este cuarto sí tenía decoración, aunque la tenue luz de unas velas apenas le permitía distinguir los detalles. Había un cuadro de fractales que parecía un disco de Tool, otro de Jesucristo con tres rostros, una kabalá, otro de Vishnu, otro de una aborigen con un cuenco. Un mejunje sincrético. 

Romina se sentó en uno de los almohadones vacíos y, frente a ella, se sentó Martina. Una solicitud de conexión mental surgió en su mente. Aceptarla no era un gesto que se pronunciaba en voz alta ni para dentro; era una expresión de deseo que solo podía ser comprendida por quienes eran usuarios de una SIN. Es común decir que se escucha la voz sin que se produzca jamás algo similar a un sonido. Y así, Romina escuchó la voz de su hermana.

— En las meditaciones nos comunicamos con conexiones, no se puede hablar —. Dijo Martina en el primer mensaje mental. 

 Esa era tan solo una aproximación del mensaje intangible que resonaba en la mente de Romina. Los mensajes mentales, aunque no tienen voz, tienen una sensación de voz que, al igual que las voces reales, exhiben acento, matices y tonos

— ¿Todos tienen SIN? ¿No hay ningún desimplantado?

— Todos. Es el único requisito. Las meditaciones no tendrían sentido de otra manera. Aunque esta noche no es tan importante. Es solo un momento de meditación personal que puede ser compartida o individual pero es una práctica corta de las que hacemos todas las noches. Mañana hacemos la de verdad, una con el hermano Lubsen. 

— ¿Qué pasa ahí?

— Prefiero que lo descubras vos sola pero, nos da enseñanzas, nos transmite verdades ¿por qué no te estás riendo de mí esta vez? ¿Es genuina tu curiosidad? —Si los mensajes mentales tuvieran un tono de voz, este habría sonado como el de alguien que se siente perseguido.

— Por supuesto que es genuina, quiero saber todo, sé que renegué de esto mucho tiempo y no quise escucharte antes porque temía que andabas en algo raro, pero estoy dispuesta a aprender —Romina mintió por un bien mayor—. Contame, ¿por qué no pueden participar desimplantados?

— Bueno, ¿quién está desimplantado hoy en día? Nenitos y ancianos, los primeros no alcanzaron la madurez necesaria y los segundos vienen del siglo pasado, tienen la mente muy cerrada, pero más allá de eso… El hermano Lubsen se comunica así, sus mensajes sólo pueden entenderse a través de conexiones mentales muy profundas. Las palabras no alcanzan. 

— Entiendo… —respondió Romina mientras disimulaba su ira—. Peor que una secta neoludita era una con una hiperfijación en los implantes— pensó. Todo lo que oía le reafirmaba su idea: era una organización coercitiva, una estafa y un delirio místico ideado por un farsante que ni siquiera tenía el coraje para estar presente.

La conexión continuó y, por unos minutos, compartieron el silencio y la percepción de los sentidos. En verdad a Romina le gustaba meditar de forma secular, sin ningún elemento espiritual, tal como le había enseñado la psicóloga de la clínica en la que estuvo internada. Se concentró en su respiración, intentando mantener la calma y la claridad mental. Al cabo de una hora o dos, las personas comenzaron a levantarse y Facundo tocó una campana.

En el comedor se lucía una larga mesa de madera adornada con platos coloridos. Una vez sentada al lado de su hermana, Facundo la presentó a la comunidad. Como si tuviesen confianza la llamó Romi. Luego sirvieron carne asada. —¿Este imbécil me dice Romi?, por lo menos no son una secta vegana. —pensó.

Intentó entablar conversación con otros miembros. Saludó a Priscila, la hija de Julio y Claudia que era inseparable de Martina y, a pesar de la cordialidad, no pudo atravesar la barrera de lo personal. Parecía que nadie en ese lugar tuviera algo propio más allá de su nombre. Nadie hablaba de su profesión, de su familia ni de sus gustos, como si toda su personalidad hubiese sido dejada en el portón de entrada. Incluso por un momento Romina consideró la hipótesis de la amnesia colectiva.

—¿Recordás esa cabaña de Puerto Madryn en la que estuvimos con papá? Esta casa me hace acordar. —Martina asintió y no le prestó más atención a la pregunta. No mostraba signos de no recordar o desentender el tema, sino más bien de una marcada indiferencia. No había amnesia colectiva, pero algo no estaba donde debía estar. 

Al terminar la cena, Facundo se acercó a Romina y la condujo a una habitación con ocho camas, le señaló una cama marinera vacía, pulcra y con frazadas bien dobladas a sus pies. Intentó dormir y lo logró después de tres horas de desvelo durante las que solo podía pensar en qué sucedería durante la meditación con Lubsen y si su corta estadía sería suficiente para descubrir qué era realmente el Ascenso.

***

Todos los días a las ocho en punto se servía el desayuno en la misma mesa larga de algarrobo donde la noche anterior habían cenado. Estaba cubierta con varias jarras de agua caliente, café y leche, también había varios potes de manteca, queso, mermeladas y dulce de leche. En la cocina había tres tostadoras, pan de campo y fiambre. —Carne, fiambre, desayuno de hotel. ¿De dónde saca la guita para bancar todo esto? —se preguntó Romina. Se sentó al lado de su hermana que le comentó el itinerario del día. Por la mañana y hasta el mediodía trabajarían en la huerta mientras otros se encargarían del almuerzo.

Para recuperar la confianza tenía planeado plegarse a lo que su hermana decidiera hacer. Formaron un grupo de seis, cargaron dos escaleras plegables de madera y una carretilla y se dirigieron hacia una arboleda a unos trescientos metros de la casa para recolectar los cítricos que habían madurado en la última helada. 

Entre los seis se encontraba un hombre de unos treinta años de pelo rizado, barba desprolija y acento cordobés. Supuso que podía tratarse de Matías.

—¿Sos Matías, no? Un gusto, Romina. 

—Un gusto —sonrío —¿me conocías? 

—Estabas en el grupo de familiares, ibas a venir a buscar a tu hermana. Bueno… yo… también vine a buscar a la mía — rio mientras señalaba a Martina, que caminaba alienada más adelante. 

—Ah, la hermana de Martina, sí, recuerdo ese grupo… —se pausó y meditó un instante —Mirá, estaba muy enojado en aquel entonces, extrañaba mucho a Carla y pensé que estaba en un lugar peligroso. Nada que ver. No pasa nada malo acá: eran unas vacaciones nomás. Mi hermana está bien y vamos a volver pronto, en un par de semanas supongo. 

—Si estabas tan enojado, ¿cómo fue qué decidiste quedarte? —inquirió. 

—Carli me pidió que me quedara para una meditación y, en serio, me llevé una sorpresa, cambié de sintonía. En esa meditación entendí qué rumbo seguir en algunas encrucijadas de mi vida. Al otro día me desperté en paz con aquellas cosas que me perseguían. —Otro boludito más pensó Romina. 

—¿Y por qué quedarse tanto tiempo? Esto fue hace varios meses, si mal no recuerdo.

—Cada meditación era un descubrimiento nuevo, las piezas del rompecabezas iban encajando paso a paso y no podía dejarlo ahí. El hermano Lubsen me propuso un camino a seguir y todavía no lo completé, pero estoy cerca. Creo que lo vamos a completar todos juntos. En el Ascenso ¿viste?

Controló sus ganas de confrontar, quería preguntarle si no se daba cuenta de que le habían lavado el cerebro, pero cualquier paso en falso podría provocar que su visita terminara. Recapacitó.

—¿Eso te pareció bien? Digo, de estar enojado y querer llevarte a tu hermana a toda costa a seguir un camino de meditación durante dos meses.

—Sí, más vale, si uno está equivocado tiene que darse cuenta lo antes posible. 

Nada tenía sentido para Romina. Observó como Martina caminaba junto a Priscila; no parecían hablar de nada sustancial. Esperaba conversaciones entre dos chicas de veinte años: chismes, algo sobre algún chico. Pero en su lugar repetían pavadas; que la unión, que la contemplación del infinito, que la liberación del sufrimiento. Era todo penoso. —Mi hermana tendría que estar estudiando o, al menos, de joda —arqueó las cejas.

Aceptó que llevarse a su hermana iba a ser difícil. Se pasó el día juntando naranjas, sintiendo el sol quemarle la nuca y contando las horas para conocer a Lubsen y entender qué sucedía en esa quinta. 

***

Facundo ubicó a todos en círculos concéntricos, apagó todas las velas excepto dos y puso música. Sonaron algunas canciones indias con sitar, melodías celtas new-age con tin-whistle y hasta música brasilera. Otro mejunje. Facundo se sentó en el centro y recitó unas palabras:

— Convocaré al hermano Lubsen, nuestro guía, que les hablará a cada uno personalmente y al mismo tiempo. Guarden sus enseñanzas. Nos acercamos al Ascenso

No dio instrucciones de cómo empezar la conexión así que Romina pasó el tiempo entre sus meditaciones seculares y pensamientos erráticos. Intercaló miedo, esperanza y hasta calentura. Matías era un pibe lindo y ella se sentía muy sola. Recordó a Santiago y se le fue la libido, como siempre. Limpió su mente con imágenes de Qualia, imágenes reales capturadas con sus propios ojos. Para los usuarios de SIN, eso se llamaba recuerdos aumentados. La imagen animada de Qualia maullando se repetía. En una de esas repeticiones el ciclo se interrumpió: un hombre canoso se acercó y la acarició. Eso no estaba en el recuerdo aumentado, nunca había sucedido. El hombre estaba de espaldas y no podía ver su rostro. Cuando giró la cabeza, la imagen desapareció y se estableció la conexión. 

—Tu imagen fue evocada cuando Martina meditó acerca del amor . Ahí te conocí y supe que eras una posible receptora del mensaje de unión —La sensación de voz de Lubsen era de español neutro y tenía reminiscencias a los galanes de películas de principios del siglo pasado—.

 Romina experimentaba un intenso peso corporal y vaivenes de calor febriles, sensaciones nada típicas en conexiones mentales pero sí propias de actualizaciones de firmware y revisiones del médico implantólogo. Las ignoró y se enfocó en su objetivo.

—No vengo por tu mensaje, solo quiero saber por qué mi hermana está acá y llevarla a casa. Quiero que todo vuelva a la normalidad. 

— Ah! Esa normalidad, aburrida normalidad, eso es lo que trajo a Martina hacia mí y es también lo que te impulsó a ti. El hastío de esa cotidiana rutina. Déjame corregirte, nadie está aquí por mi mensaje, ningún mensaje que transmito es mío. Solo comparto una experiencia incognoscible. Me presento: Fredrick Lubsen, nací en Viena en el 2006 y lejos de ser un hermano como me llaman acá, me crié alejado de toda fé, excepto la del dios dinero; ¡y vaya si fui un buen feligrés! Fundé Luminoise y la llevé a ser la compañía más exitosa en SIN. Hace cinco años, a mis setenta y seis años, me diagnosticaron cáncer pancreático y al cabo de catorce meses mi cuerpo colapsó. No soy la primera persona cuya conciencia persistió tras la muerte del cuerpo. Es sabido que Léandre Langlois, el empresario farmacéutico, lo había logrado dos años antes. Era un proceso costoso y de pobres resultados. El caso de aquel francés como los que lo sucedieron eran similares, la consciencia se almacenaba hasta un punto seguro y, una vez declarada la muerte, se restauraba desde ese instante. Ninguno tuvo recolección de los recuerdos de su muerte, ¡en cambio, yo sí! ¡Yo conocí a Dios!

La voz concedió un segundo de silencio que fue cedido por Romina. —Ah, definitivamente, un pelotudo —pensó. 

—Entiendo que creas que digo sandeces, un pelotudo como dices —. Dijo Lubsen mientras reía. Romina se sorprendió; su pensamiento no debería haber sido accesible para él.

—Déjame explicarte, el pronóstico de mi enfermedad era conocido y mi mente estaba sincronizada en una interfaz neural que jamás fue interrumpida, por lo que cada momento de la muerte cerebral hasta mi estabilización virtual post-mortem fue registrado con una fidelidad irreplicable. Espero no asustarte al mencionarte que el mensaje que transmito es el de la experiencia de muerte, pero lejos de los relatos pobres expresados en palabras humanas donde se describen luces y formas tan… tan terrenales, solo yo tengo la aptitud de transmitir lo que se experimenta en realidad: morir es bello. Morir es la única forma de conocer a lo que algunos llaman Dios, otros la verdad absoluta y otros el orden total de las cosas. Las personas a las que les he transmitido la experiencia de conocer la muerte atraviesan un proceso revelador y sanador. En la antigüedad el humano se aproximó a esta sanación con plantas, hongos o meditación. La tecnología y mis circunstancias opulentas han abierto un nuevo camino. 

La mente de Romina estaba impregnada de tedio. Se sentía como aquellas veces en que los testigos de Jehová tocaban el timbre de su casa, solo que esta vez no podía decir que no estaba interesada. Por otro lado, también dio lugar a una incipiente sensación de alivio. Se trataba del delirio místico de un millonario europeo. La cooptación por bienes y dinero tampoco parecía ser el foco de Lubsen, aunque ese detalle vertía más dudas que certezas. Por supuesto que todo podía ser una farsa; Lubsen podría ni siquiera existir. Una breve búsqueda confirmaba la existencia del empresario vienés llamado Fredrick Lubsen fallecido en el 2083, pero tampoco era una garantía de transparencia. La impersonación era materia común. 

—Si lo único que querés es transmitir tu experiencia de muerte, ¿por qué hay gente recluida en una casa durante meses? ¿Y por qué en Argentina y no en Europa? —inquirió Romina.

—Las circunstancias se dieron naturalmente. Nada de esto fue mi plan. Así como existe este grupo, hay otros igual en otros países. Los puedo visitar a todos al mismo tiempo. Ahora mismo estoy en contacto contigo y con las cincuenta personas presentes en el salón. No existen muchas mentes capaces de esto, pero mi SIN es… Era superior y muy poco común en el mundo. Ahora estoy fusionado a una interfaz permanente y rígida en un frío servidor de Londres, pero estoy más vivo que nunca.

—Sigo sin comprender el porqué de la reclusión en una casa

—Como he dicho, las circunstancias sucedieron con naturalidad. Jamás tomé la decisión de juntar a personas en un lugar. Por sorpresa, fue una revelación en conjunto que tomó cada individuo luego de transitar la experiencia por primera vez. La experiencia decanta en una necesidad de comunión y permanencia física. Repetir la experiencia es el paso siguiente. No los obligué a hacerlo. Todos ellos lo decidieron por voluntad propia.

—Comprendo que tu experiencia de muerte no es algo asimilable en una jornada, entonces el Ascenso… 

—Mi interfaz logró parametrizar una sombra de la experiencia. Su replicabilidad es limitada al tiempo de esta dimensión, pero claro, estando muerto el tiempo pierde sentido. Viví años en cuestión de minutos. Aquellos que permanecen muertos viven más allá del tiempo. Puedo mostrarte que es estar fuera del tiempo.  

—Martina está hace tres meses, ¿cuántas meditaciones más necesita para asimilar la experiencia?

—Volverá muy pronto, en unas semanas la experiencia culminará para todos. 

—El Ascenso —. Insistió.

—Así lo llamaron ellos. Entiendo que podría parecer una parodia de Dante —rio. 

—¿Cuándo sucederá eso?

—Todos los que accedieron al mensaje continúan su camino. No lo sé con seguridad pero estimo que todos llegarán a la completitud al mismo tiempo. No estamos lejos. Puedo hacerte experimentar más, pero debes dar tu consentimiento. 

Romina se quedó sin preguntas. Sabía que, para ejecutar su plan con éxito, tenía que dar el permiso para recibir el mensaje. En el idioma sin palabras que se habla en las conexiones mentales:

— Estoy lista.

***

Olas de frío alternadas con bocanadas de calor le estremecieron hasta la piel. Solo se veían los contornos de todos los presentes sumidos en la meditación, iluminados por la tenue luz de las velas. Con los ojos cerrados, veía ocho líneas de colores que se extendían desde un punto focal. El único sonido real de la habitación era la respiración colectiva mezclada con la música, pero en su mente se apilaban capas de vibraciones en diferentes frecuencias. Podía ver las ondas sonoras, las partículas de aire desplazándose en trenes de olas esféricas. 

Las líneas rotaban desde el foco mientras la distancia entre ellas cambiaba al azar; cada vez que una línea se cruzaba con otra, surgía una nueva línea de otro color que a su vez rotaba desde otro foco. El resultado, al cabo de lo que podían ser unos pocos segundos o quizás varios minutos, era un entramado tridimensional expresado en dos tríadas de colores que alternaban: primero magenta, verde y azul; luego naranja, celeste y violeta. Las líneas se curvaban a su alrededor formando una especie de jarrón.

El jarrón se rompió y despertó ocho años atrás, en la casa de Santiago. Los implantes neurales permitían guardar recuerdos con una calidad indistinguible a una grabación; sin embargo, Romina jamás hubiese querido conservar estos momentos. No podía tratarse de otra cosa que no sea una recreación vívida y fiel de los recuerdos más ruines. —¿Acaso la experiencia de muerte que transmite Lubsen era un ciclo de recuerdos de sufrimiento? —pensó. Quería escapar de ahí con desesperación. En un recuerdo, Santiago la golpeaba luego de una discusión, en otro consumían synax juntos y se besaban. Se vio en un espejo golpeándose el vientre porque pensaba que estaba embarazada de su abusador y cuando el espejo se rompió de un golpe, se encontró en el piso luego de horas y horas de synax, sin comer y bañada en su propio pis. Ese día Martina entró a la fuerza y la abrazó. Un profundo asco la afligió. —Me odio, me repugno, quiero arrancarme la piel—. gritó en silencio y pidió socorro a la nada y la nada le respondió con el rostro de Santiago al que golpeó hasta hundirle los ojos. Toda la aversión brotó como brea azabache de todos sus orificios y la enredó despojándola de la respiración. 

Entre destellos de color sangre vio la imagen de una mujer desnuda recostada en la costa de un río; cinco mujeres cubiertas con pieles de animales la asistían en el parto, apenas iluminadas por las llamas de una fogata. Otra imagen mostraba a una mujer en el cuarto de hospital siendo atendida por un robot de parto; esa mujer era su madre de joven. Entre esta y la primera imagen vio nacer dos mil trescientos cuarenta y dos bebés: la interminable cadena de genes que culminó en su existencia. A la inagotable repetición de nacimientos le siguieron imágenes vívidas de su infancia, incluso la primera vez que vio a Martina a los siete años. Recordó que primero la odió por desplazarla de su condición de hija única; vio imágenes de todas sus peleas, de todos sus abrazos. El amor estremecía cada célula de su cuerpo hasta volverse insoportable. Amor no solo hacia Martina, también hacia ella misma, ya que había comprendido, a través de la recapitulación de todos sus antepasados, la extraña casualidad que significaba su vida. Pensó nuevamente en los recuerdos con Santiago y se perdonó. Pensó en sus padres muertos y los dejó ir. La alfombra de brea negra que la cubría se endureció y formó una crisálida de obsidiana que estalló en polvo. Borbotones magentas, verdes, azules, naranjas, celestes y violetas ahora salían en lugar de la brea oscura, similares a un fileteado porteño pero tridimensional. Los colores escaparon y se separaron en cientos de ramas de un árbol. El jarrón volvía a formarse y ella estaba dentro, germinando como una semilla. Las ramas de colores se unieron a las mentes de todos los presentes en la habitación y Romina dejó de sentirse sola. Cuestionó la legalidad del acto, no había dado permiso para una conexión múltiple, sin embargo la experiencia de muerte de Lubsen decantaba, sin alternativa, en una comunión, en una burbujeante orgía de magias negras. En cada mente percibía recorridos parecidos a los que ella había vivido, aunque no exactamente iguales. Visualizó así una torre espiralada hecha de luz, cada mente estaba en algún nivel de la torre y, en la parte más alta, el Ascenso

Podía distinguir cada una de las mentes: la de Facundo era la que estaba más alta, la de Martina unos escalones más abajo y la suya apenas por encima de la base. —Ya entiendo, cada meditación con Lubsen es un paso hacia comprender el absoluto. El camino al Ascenso es ineludiblemente colectivo —reflexionó—. El apego que sentía por Martina lo compartía ahora con todo el grupo, como si los conociera desde siempre. Quizás decidiría no irse mañana. Entendía lo irracional de su intención pero no podía imaginar separarse de ninguno de ellos; todos irían al Ascenso. Allá arriba, todos serían uno y tenían que permanecer juntos.

—José, Esteban, Sabrina, Érica… —nombraba a todos los presentes, ahora conocía sus nombres, sus edades, sus orígenes, qué aromas les gustaban y cuáles eran sus miedos. Todas las mentes estaban conectadas y la transparencia era casi completa, pero no total; aún no funcionaban como una sola. Fijó su atención en la mente de Martina y hubo un estallido de paz y confianza. Las debilidades individuales se protegían con la conjunción de sus fortalezas. Las visualizaciones de fractales se entremezclaban con imágenes vívidas, estaba ahora en una matriz carente de dimensiones espaciales o temporales. Podía ver sus manos pero no eran solo sus manos; cada vez que las movía eran seguidas por un haz de sombras de otras manos de diferentes tamaños y tonos de piel. Experimentó la mayor sensación de paz y compasión que podría sentir un ser consciente. No cabía ninguna duda que había visto una fracción del infinito, ese infinito llamado por muchos Dios, que a su vez eran todas las conciencias juntas. Pero esto no era Dios, aún no eran todos.  

El pleno nirvana se resquebrajó. Se sintió aislada. Una señal de máxima urgencia inundó su consciencia; los procesos primarios se abortaron y recobró los sentidos como un ahogado después de recuperar la respiración. La idea de separarse de los demás le resultaba desgarradora pero sabía que esto era parte de su plan trazado días atrás. Intentó detenerlo, el deseo de permanecer unida era enorme. Pensar en marcharse se sintió como cien separaciones y muertes juntas. No hubo tiempo de torcer el rumbo de la misión, la conexión mental con Lubsen se interrumpió y su atención fue forzada al recordatorio de máxima urgencia. La programación de los SIN permitía estas alertas para momentos de vida o muerte. Vio lo peor: su departamento ardía, Qualia lloraba y arañaba la puerta, un timer analógico que marcaba 12 horas. Debía irse. 

***

No había dormido desde su encuentro con Lubsen y solo se interponían recuerdos borrosos de algunas conversaciones por la mañana. Recordaba imágenes aisladas. Tenía recuerdos de que salió corriendo al jardín, aun cuando todos estaban meditando. También recordaba que, cuando experimentó la señal de urgencia, uno por uno se fue despertando. Facundo intentó convencerla de quedarse y Martina la avasalló a cuestionamientos. Que era peligroso. Que no podía volver sin transporte propio. Recordó haber empujado a alguien pero no a quién. Tenía presente el peso del portón y que intentó treparse a la reja de hierro. No recordaba cómo había llegado a estar ahí, sentada en un camión conducido por un gordito con cara de buen tipo. Quedaban pocos camiones manuales, pero los que había eran un alivio para los que hacían dedo. Lo único que podía traer a la mente era la bola de plasma ardiente en la cara que le penetraba la vista a través del cristal sucio del camión y que pasó todo su viaje temblando.

A lo largo de su vida había probado todo tipo de drogas materiales y virtuales. No había ninguna resaca que se comparase al interruptus de la conexión con Lubsen. Los sonidos, las imágenes y su interpretación estaban desincronizadas. Cada vez que daba un paso, lo oía un segundo antes y veía su pie moverse un segundo después; aunque, de alguna forma, en virtud de los millones de años de evolución que protegían un cerebro reptiliano, llegó a su departamento.

Abrió la puerta y cayó desplomada, se arrastró hasta el timer y lo desconectó del enchufe. Por seis horas durmió en el piso manchado de un hediondo y fulgurante líquido azul.

***

Cuando despertó, contempló durante varios minutos el desarmado artilugio que la extirpó de la experiencia con Lubsen. Primero agarró el timer analógico que había encontrado en el desvalije de la casa de su abuelo muerto y se lo llevó porque era una reliquia —Cosas que no se conectan a internet, de estos no se fabrican más —le dijo a Qualia, que maulló como si entendiese de manufacturas, como si entendiese que estuvo a punto de ser quemada viva. Luego tomó el cable negro con un enchufe común en un extremo y una resistencia metálica en el otro. Dejó ambos sobre la mesa y recogió el bidón con nafta que se encontraba reposando sobre telas embebidas en combustible. Era una locura, si no encontraba a ese camionero, si no podía escapar de Lubsen o de la secta, si el más mínimo inconveniente sucedía, las llamas y el humo negro habrían cubierto el departamento y, peor aún, habrían torturado a un ser vivo que amaba. Era un plan repulsivo de una crueldad inescrupulosa y aún así efectivo. 

¿Había hecho bien? —se preguntaba—. Por un lado pensó en Matías convertido en una cáscara vacía del muchacho que alguna vez quiso rescatar a su hermana pero no resistió la tirana seducción. Por otro lado, no entendía aún qué había experimentado pero sabía que no había concluido, aún sentía resonar el eco de esa sensación de voz con español neutro. Abrazó a Qualia y comenzó a temblar, sentía el deseo desgarrante de volver. El Ascenso. Tenía que estar ahí. 

Repuso el alimento de Qualia, buscó su jaula, las piedras de gato y se cambió de ropa. Las llamadas de Claudia fueron ignoradas pero respondió a sus mensajes con un están todos bien, pude volver, luego les cuento. A pesar de su aviso, las llamadas de Claudia no cesaban. Obviamente querrían hablar con la única persona que había visto a su hija en meses. Puso el SIN en modo no molestar y bajó rápido las escaleras pero, en lugar de salir por la entrada principal, bajó a la cochera y accionó manualmente el portón. Si Julio o Claudia la esperaban en persona, podría eludirlos por esta salida. Cuando hizo dos cuadras, una camioneta se subió a la trotadora (la vereda para los marplatenses), cualidad única de vehículos que podían ponerse en modo manual. Julio abrió la puerta y un empujón por detrás la metió en la parte trasera de la cabina. 

***

Golpeó las ventanillas mientras Claudia la abanicaba con un cuaderno. Por fortuna de Julio y su inexistente prontuario policial, las ventanillas del vehículo se podían espejar y nadie sospechaba que había alguien secuestrado dentro. Quedaría, tal vez, algún registro en cámaras de seguridad de cuando la forzaron a entrar, pero esto debía ser un trámite corto, nada que la misma Romina no pudiera explicar una vez que recobrase la conciencia. Por el momento, eso no había sucedido; mostraba el turbado comportamiento de un adicto en abstinencia. No comprendían qué sustancia podría causar semejante dependencia en tan solo una noche de consumo.

— No consumí nada, tuve una experiencia. Tuve una experiencia. Necesito volver —repitió varias veces seguidas. Claudia apenas lograba acariciarle el pelo y, a cada repetición, le susurraba: ahora nos contás, ahora nos contás.

Romina durmió dos días en lo de Julio y Claudia, en la cama de Priscila. Las paredes color rosa y la decoración casi infantil le recordaron su edad, la misma de Martina. Son poco más que unas adolescentes. Es demasiado para ellas esto —pensó. No se lo diría así a su madre, quien entró a la habitación con un té.

— ¿Cómo amaneciste hoy? —preguntó Claudia.

— Mucho mejor, hoy no chivé ni temblé. Nada que ver con las noches anteriores. 

— Me imagino pero ¿descansaste?

— Sí, entrecortado igual, aún con pesadillas. La misma de siempre. Siento esa alegría de la conexión con Lubsen y luego un desgarro total. Creo que me cagué la cabeza con lo que hice. 

— No, el tipo ese te cagó la cabeza, no lo que hiciste vos. Hiciste bien. Te vas a recuperar. Recién Julio fue a buscar a Qualia, por cierto, es mejor que esté acá y no se quede solita en el departamento. 

— Gracias por todo lo que están haciendo. Tenía que volver con su hija y volví sola y siendo una carga, como una idiota. 

— No digas pavadas, gracias a vos respiramos tranquilos sabiendo que Priscila, aunque esté atontada, está sana y… —Romina la miró levantando los ojos mientras sorbía el té y levantó una mano.

— No sé por cuánto tiempo van a estar sanos. Tenemos que volver lo más pronto posible —dijo mientras apenas terminaba de tragar el té. 

— No pero…¿te chifla? vos te quedás acá, mirá si te vuelve a contactar el loco este y te querés quedar otra vez.

— No va a pasar si vamos ahora. Lubsen aparece de noche. Además, a ustedes no les van a abrir; en cambio a mí sí. Puedo poner como excusa que volví con mi gata.  Tenemos que ir hoy. el Ascenso ya sucedió o está cerca, no sé que es pero sé que es peligroso —. Escucharon cerrarse la puerta de la casa y Julio se acercó con templanza. Cargaba una caja enrejada donde Qualia maullaba con disconformidad. 

— Tiene razón. Cargué la batería de la camioneta; tenemos autonomía nueve horas y nos alcanza para ir y volver —. Julio se acercó a un armario ubicado en la habitación principal, introdujo una llave y sacó una escopeta.

***

Durante el viaje de cuatro horas, Julio y Claudia mantuvieron una única preocupación: Romina los podía traicionar. Imaginaban que, cuando ella lograra entrar a la quinta, no les abriría el portón tal como habían planeado. Era lógico pensar eso; se trataba de la misma mujer que tuvo que dormir atada a la cama porque lloraba por volver allí. El viaje transcurrió en un silencio litúrgico y dejaron la camioneta a cien metros de la entrada a la quinta.

Romina, cargando la caja de Qualia, llamó al portero eléctrico. Nadie atendió. A pesar de la espera y los múltiples intentos, Facundo no apareció. Aun sabiendo que dispararía una alarma silenciosa, dejó la caja de Qualia en el piso y se animó a trepar la reja metálica. Tras la segunda cerca metálica, que tampoco tuvo alternativa más que trepar, encontró el control del portón. En la entrada podía distinguir a Julio y Claudia, que habían bajado de la camioneta.

Los tres se miraron en silencio. Julio y Claudia esperaban la apertura del portón mientras Romina acariciaba el botón con reticencia. Los tres minutos transcurridos fueron eternos. Claudia se ahogó en gritos sordos hasta que Julio cargó la escopeta y apuntó, primero a Romina y luego a la caja con Qualia que tenía a sus pies. Ese último gesto hizo parpadear a Romina, que jadeó, retomó la agitada respiración y se liberó del trance. El portón se abrió y entraron con la camioneta arando.

Serpentearon los caminos de tierra, bajaron frente a la puerta de la casa y arremetieron contra la puerta de madera. 

— Empujamos la puerta de la casa al divino pedo, estaba abierta— dijo Julio. Esperaban gritos y un despelote pero encontraron oscuridad y silencio. Claudia, al no ver a nadie, entró en un ataque de nervios. Julio la abrazo.  

— Nosotros nos quedamos acá por si viene la policía. Andá vos Romi que sos la única que conoce la casa —dijo Julio—. Romina corrió hacia la sala donde meditaban y en el pasillo contiguo encontró el cuerpo de Facundo, tieso y con una sonrisa pacífica. No respiraba.

Al final de la puerta encontró el cuerpo de Matías con la misma sonrisa serena. Esa sonrisa no coincidía con la posición del cuerpo, que indicaba que estaba escapando. Para ese entonces, el sembrado de muertos que encontró detrás de la puerta era la imagen esperable. Todos los cuerpos habían caído de bruces y formaban un perfecto abanico con su ápice en dos cuerpos abrazados al final de la habitación. Todos portaban la misma sonrisa. Martina y Priscila formaban un nudo de piel. Romina las separó y sus lágrimas cayeron sobre el rostro sereno de su hermana sin vida. El llanto podría haberse prolongado hasta la eternidad, pero un susurro hizo que soltara el cuerpo. Priscila no había seguido el destino de los demás; no había sonrisa en su rostro. Temblando, murmuró:

—Hermanita, soy yo.

—No, no, yo no soy tu hermana, pero están tus papás —la abrazó con fuerza y deseó que Julio y Claudia, no entrasen nunca.

—Soy yo, ¿entendés? Soy todos. Ayudame, no puedo separarme. 

El truculento espanto echó a Romina hacia atrás. La voz era la de Priscila, pero su cadencia la de Martina y el timbre no era una voz, era un acorde.

¿Cómo el Ascenso le había parecido un misterio? El mensaje de Lubsen era claro: la era del humano individual que carga su cruz hacia la tumba había finalizado. No habría sufrimientos personales en la mente ascendida. El terror en la cara de Priscila demostraba falsa la tesis de Lubsen. La pérdida de individualidad resultaba abominable.

La experiencia de Romina no había sido en vano, pues pudo ver detrás de las pupilas de Priscila la mirada de Martina, de Matías, de Facundo, de todos, pero también la mirada perversa del hombre canoso que había visto de espaldas acariciar a Qualia. La mirada de Lubsen. Antes de desmayarse, Romina gritó.

***

La recuperación de Priscila fue parcial y duró cinco años. Todos los costos habían sido pagados por el embargo a Carl Maschlud, el impostor de Fredrick Lubsen. Un sociópata rico con acceso a tecnología privativa de Luminoise, pero no un empresario altruista que estaba muerto como Lubsen (muerto de verdad: física y mentalmente). En verdad, ni siquiera era cierto que Maschlud había registrado la experiencia de muerte; sí había muerto y su mente estaba en un servidor de Bulgaria (no Londres), pero la experiencia era un artilugio de precisa ingeniería neural basado en experiencias psicodélicas que era investigado para futuros tratamientos de depresión y esquizofrenia.

No todas las mentes pudieron ser desacopladas, pero convivían en relativa paz en el cuerpo de Priscila. La de Facundo y las de otros más, que habían empezado el camino al Ascenso mucho antes, eran imposibles de aislar.

El caso Estancia de Tapalqué o Tapalque massacre (sin tilde en la e), como era conocido en el resto del mundo, fue el mal necesario para la firma del tratado de interfaces sintéticas y transhumanismo colectivo. Luminoise y otras empresas se vieron obligadas a abrir sus investigaciones. El plan de Maschlud fue considerado un delito de carácter inhumano (con tipificaciones legales similares a la esclavitud) y se convirtió en la primera persona en transitar una condena post mortem: el aislamiento total y la imposibilidad de establecer cualquier tipo de comunicación a distancia.

Tal como fue útil la ciencia de nazis y fascistas en el siglo XX, la tecnología desarrollada por Maschlud fue modificada y liberada bajo licencias abiertas, y las conexiones múltiples permanentes fueron aprobadas en 78 países. En su prisión búlgara hecha de cables y discos rígidos, Maschlud no se enteraría de que, en cierta manera, su plan de centralización de las mentes había sido exitoso.

Romina se había convertido en figura militante de la transparencia transhumanista; Priscila era un símbolo: la primera persona en ser veinte: un multihumano. Julio y Claudia, en cambio, mantenían su vida en relativo anonimato. Los cuatro se juntaban seguido, ya que Romina había encontrado en ellos el sostén que la orfandad le había quitado. En la cena del 24 de diciembre de 2092, la figura sintética que encarnaba la mente de Martina le dio un regalo a su hermanita: una figura de cerámica de Qualia brilló en sus manos e inundó sus ojos, recordando que sin esa silenciosa heroína todo hubiese sido terrible. 

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