Anita Latina
En 1999 falleció Anita Latina, de quien supe estar enamorado desde 1992 cuando nos conocimos en las reuniones de un grupo de conspiranoicos que sospechaba que el Muro de Berlín nunca había caído realmente y seguía en pie. Un didáctico y esclarecedor viaje juntos a Europa, realizado en 1994 con unos misteriosos ahorros que ella repentinamente tenía más algo de dinero que yo conseguí a préstamo, sirvió para alejarnos del grupo y de las teorías de conspiraciones tanto como para unirme más a ella, a la idea de ella que yo tenía por entonces.
En un trayecto en tren desde Bruselas a Tienen le tomé una foto, que aún conservo. Todo en ella se diluía en un abrigo que era del mismo color que el asiento del tren, y el efecto era más bien aterrador, algo que el paso del tiempo ha atenuado en el papel de la fotografía. Su forma de hablar era lenta y cadenciosa como ocurre a veces con quienes hablan una segunda lengua. Sus maneras eran algo perezosas, demoradas, y en sus gestos había siempre una teatralidad sin afectación. Era inevitable que yo me enamorase de ella, y no sólo porque su nombre fuese igual al derecho y al revés, detalle que descubrí y amé enseguida, aunque claro, era seguramente un alias y yo nunca supe su nombre verdadero, o, si lo supe he preferido olvidarlo para recordarla a ella así, palíndroma y simétrica a medio camino entre la conspiración, la poesía, la locura de los libros y el gato aquél, o los gatos, gatas tal vez, nunca supe bien porque tuvo varios gatos iguales y a todos les llamaba siempre Sekhmet.
Al regresar del viaje a Europa yo estaba decidido a declararle mi amor, pero al alejarnos del grupo negacionista de la caída del muro no supimos mantener el contacto, una torpeza imperdonable de mi parte, y el tiempo comenzó a correr sin que yo pudiese materializar mi decisión. La dirección que yo le conocía de una casita por el Paso Molino pasó a estar desocupada según supe, y no había rastro posible. Recuerdo que llevé a revelar el rollo donde estaba la foto de ella en el tren, con un sentimiento de recuperación a medias; poder verla en una foto era ya recuperar algo de ella y de mi sentimiento, pero sólo una ínfima parte.
Entonces ocurrió algo peculiar. Divagando entre mis apuntes de Schopenhauer y Montaigne comencé a sentir que mi decisión de declarar mi amor era ya de por sí tan valiosa como el acto de hacerlo efectivamente; vamos, que la intención era ya una forma metafísica de existencia y que la voluntad brinda realismo a los sucesos psíquicos. Prácticamente me resultaba igual declararme a ella o no, toda vez que lo importante había sido la decisión previa, mi acto libre y voluntario de tomar esa decisión. Claro que, si no lo hacía, en los hechos demostraba todo lo contrario, es decir, que la decisión no servía de nada ni tenía valor alguno. Y con este tipo de reflexiones el tiempo se le puede pasar muy rápido a uno si vive en el año 1995 y está desempleado, estudiando filosofía y letras y sobreviviendo malamente con la compra-venta de libros y revistas en un mundo que ha dejado de leer.
Lo seguro era que, siempre y cuando yo efectivamente me declarase a Anita en algún momento futuro, la decisión había sido importante y valiosa desde el principio; la sola idea de algún día borroso a distancia incierta arrodillarme ante Anita para expresarle mi amor me dejaba extático, feliz. Las ensoñaciones a las que me entregaba allí entre las pilas de revistas y libros podían durar horas.
Más de dos años habían pasado ya desde nuestro viaje y últimos días juntos, cuando la volví a ver pero no en persona, y tampoco en la foto del tren con su abrigo para el frío europeo, sino sonriente y bronceada en la tapa de una revista de las que me llegaban ya regularmente; finalmente la había reencontrado, o algo así, pero el negocio de la compraventa un poco se había estabilizado, rendía algo de dinero y hubiese sido un pésimo momento para cerrar el local y salir en busca de Anita Latina para declararme a ella. Por la nota en la revista supe que Anita ahora era actriz o bailarina, no quedaba muy claro, en un balneario de Argentina; si bien su rol o papel evidentemente era de los de menor importancia (no había fotos de ella sola, sino dentro del grupo; no aparecía ninguna intervención suya directa en la entrevista y sólo se la nombraba al final dentro de la lista del equipo completo) se la veía en verdad espléndida. Tal vez al terminar la temporada ella estuviese más tranquila y yo pudiese arreglar para dejar a alguien a cargo del local por unos días… podría ir hasta allá y buscarla… lo haría, iría, la buscaría, me le declararía.
Yo era feliz aún sin ella porque había tomado la decisión de decirle que la amaba, y tenía revistas de chimentos argentinos, que venían muy bien porque en ese momento yo ya había decidido alejarme totalmente del estudio de la filosofía, de las letras y de toda esa bohemia que es en realidad un conjunto de miserias disimuladas; por esas revistas me fui enterando de que la carrera de Anita Latina estaba despegando, su nombre aparecía más veces, más grande, junto a otros nombres importantes. Hubo una nota en la que ella declaraba: “En Uruguay dejé el amor, segura de encontrarlo al regresar”. No daba mayores detalles. También en la nota presentaba a su gato Sekhmet, idéntico al que yo le conocí, o tal vez el mismo. Quise un poco creer que era el mismo gato, tal vez porque si tenía el mismo gato que cuando yo la conocí eso de algún modo aumentaría mis chances de éxito amoroso con ella; como si dijeras “si no cambió de gato no creo que haya cambiado de sentimientos”, si el gato era el mismo entonces ella y yo éramos los mismos, podíamos serlo a pesar del tiempo transcurrido; así de absurdo como suena pero a mí me convenció.
Mi decisión de buscarla y declararme seguía tan firme que medio sin querer dejé pasar otro año completo antes de partir en su busca. Un ómnibus me llevó hasta Carmelo, en Colonia, y desde allí una lancha apodada Cacciola me llevó a la otra orilla. Algún argentino dijo o escribió que los uruguayos (orientales, decía él) siempre componemos dithyrambos cuando se trata de opinar sobre uno de nuestros compatriotas, y yo creo que hay que entenderlo como una queja, un lamento ante la costumbre que los argentinos tienen de hablar mal de ellos mismos y usarnos a los uruguayos como punto de comparación; nos agrandan y nos mejoran para poder acusarse entre ellos de no ser tan buenos como nosotros. No sé. En el viaje hablé con un par de ellos y parecían rezumar odio hacia su país y sus sucesivos gobiernos más que cualquier otra cosa. Por qué Anita había decidido ir a existir entre aquellas gentes me resultaba un misterio, aunque intentaba decirme a mí mismo que una ciudad como Montevideo le había quedado chica a alguien tan grandioso como Anita, e irse a probar suerte a Argentina parecía lo más lógico o lo más a mano para salir del paso. Aunque Anita Latina, en honor a la verdad, nunca fue una persona que tomase la lógica muy en cuenta; las cosas lógicas y prácticas eran demasiado prosaicas para ella, que prefería siempre los misterios arcanos de alguna tradición mística y confusa antes que una certeza matemática, siempre un oráculo enigmático y misterioso antes que una indicación demasiado clara que podría resultar casi un insulto. Me consta que leía por igual “La revolución permanente”, de Trotsky, y los horóscopos de los diarios. Solía llevar encima recortes de diarios viejos que le habían dado algún pronóstico especialmente halagüeño. Jamás le había sospechado yo una faceta de artista, sencillamente porque nada en ella parecía hecho para dedicarse a algo, a alguna tarea más que el simple existir. Por algunas de las últimas fotos en revistas, sospeché que se había operado los senos.
En Buenos Aires pernocté en un hotel, caro y ruidoso, no quise ver a nadie ni leer los periódicos o mirar la televisión, sólo algunas revistas de chimentos, y al día siguiente salí temprano para Mar del Plata.
No fue difícil averiguar en qué hotel se quedaba la gran Anita Latina (todo el elenco de la obra en la que estaba actuando en esos momentos) ni cuáles eran sus horarios de entrada y salida. Eran los días en que su carrera estaba brillando, se la vinculaba en rumores con uno u otro galán del momento, pero ella nunca reconocía nada y seguía nombrando misteriosamente a su amor que había quedado en Uruguay…
Más rápidamente de lo que yo mismo esperaba me encontré ante su puerta, y golpeé; toc, toc, toc; le iba a declarar mi amor a Anita, no había otra opción: yo lo había decidido tiempo atrás, la jugada debía completarse, el destino cumplirse.
La puerta del cuarto se entreabrió, lentamente, sin que un sonido del pestillo lo anunciase, sin que un rostro o una mano se mostrase responsable.
No había nadie, yo seguía solo ante la puerta semiabierta, que se había movido sola. Acepté aquello sin problema porque… bueno, porque yo había ido hasta allí a otra cosa, a declarar mi amor y no a revisar las bisagras de una puerta.
El pasillo estaba desierto, silencioso e impersonal; dentro de la habitación se percibía algún rumor incierto, tal vez un cruzar y descruzar de piernas, tal vez una mano buscando en los bolsillos de una bata; tal vez un gato en el sillón.
La escena se prolongó, más de lo necesario, dos o tres minutos.
Entré porque me hubiese dado mucha vergüenza que alguien llegase repentinamente y me viese así. Cerré la puerta tras de mí.
Un fuerte olor dulzón impregnaba el aire, la habitación estaba en penumbras; una cajita con arena en un rincón indicaba que el gato habitaba allí con Anita. Un rumor de agua en el cuarto de baño me indicó que allí había alguien, y un segundo después la puerta se abrió y apareció ante mí la radiante figura de Anita en una especie de bata o túnica vaporosa de tonos violáceos o tornasolados; su cabello húmedo se le pegaba al cuello y la bata estaba entreabierta; caminó lentamente hasta la cama y se sentó, encendió un cigarrillo y me miró.
_Sabía que venías hoy. Estaba escrito, me lo dijo Sekhmet. Vení, vamos a amarnos sobre este lecho de hotel que estaba destinado a ser el altar de nuestro reencuentro…
Yo no entendí mucho, pero había ido allí para algo, así que lo hice.
_ Te amo, Anita; siempre te he amado.
_ Ya lo sé, tonto.
Y me atrajo hacia ella. Fue un torbellino lento; nunca nadie se me entregó de esa manera ni exigió tanta entrega de mi parte. Exhausto, caí rendido luego de un par de asaltos y estuve dormido como una roca hasta la mañana siguiente.
Cuando desperté había una nota junto a mí que decía “quedate, pedí lo que quieras y esperame”. Volví a dormir, pedí algo de comer, miré algo de televisión. No quería salir a dar una vuelta por si Anita volvía, pero el día se pasó casi completo sin noticias de ella; al atardecer un empleado del hotel me trajo una nota, con la letra de Anita, que me citaba en el bar del hotel a la noche luego de su función. Volví a mi hotel, levanté mi equipaje y pagué la habitación que había usado, volví al hotel de Anita, dejé mis cosas en su cuarto y bajé al bar luego de ponerme una camisa limpia y unos pantalones sin arrugas. Me llamó la atención no ver al gato, Sekhmet, en ningún momento, pero estaba feliz y no quise preocuparme por nada.
En el bar esperé junto a la barra tomando whisky con mucho hielo; sospechaba que Anita no sería puntual y acerté; cuarenta minutos más tarde llegó y se sentó junto a mí, muy cerca, y me habló al oído. Un mozo se acercó y le trajo algo que ella no había pedido, pero entendí que ya la conocían y sabían de su predilección por las cervezas rojas de origen escocés. Con un par de tragos su mirada se transformó en brillante y un poco hostil, sospeché un incipiente alcoholismo, pero tal vez era sólo una manera de lidiar con el estrés de la vida del teatro y las luces…
Yo quería hablar de cuando nos conocimos, de nuestro viaje a Europa, de lo sorpresivo que fue para mí enterarme de su carrera artística, pero ella dijo resueltamente que el pasado no importaba, que lo único importante era el futuro y cumplir con él. Con esas palabras lo dijo: “cumplir con el futuro”. Después guardó la botella de cerveza roja en su bolso y me dijo que la siguiera, que íbamos a cumplir con algo esa misma noche. Salimos del hotel y tomamos un taxi; nos alejamos del centro y de la zona de teatros y restaurantes, hacia la parte vieja de la ciudad.
Debajo de Mar del Plata existen unos 400 kilómetros de túneles y alcantarillas que cumplen la función de desagüe, la mayor parte construída a principios del siglo XX. Un verdadero laberinto subterráneo con reminiscencias de catacumba que permite ir de una punta a otra de la ciudad sin asomarse a la luz del sol. El taxi nos dejó en una esquina oscura y se alejó. Anita se internó por un callejón y la seguí, creyendo que íbamos a dar rienda suelta a nuestro deseo de forma clandestina, pero ella ingresó en una especie de cobertizo y bajó por una escalera oscura, con paso seguro como si conociera muy bien el lugar; la escalera nos llevó a un pasillo estrecho y continuamos bajando; reconozco que soy muy malo para orientarme, pero estoy seguro de que estábamos bajo tierra, el techo sobre nosotros vibraba esporádicamente sacudido por algún vehículo pesado que transitaba por encima de nuestras cabezas; nuestros pies esquivaban charcos y apenas evitaban resbalar en el piso enmohecido y húmedo. Empecé a temer no sé muy bien qué cosa.
_ Anita…
_ Shhh…!!! Esperá un minuto y vas a ver.
Caminamos un poco más. De algún lado Anita sacó una antorcha y la encendió. Al doblar un recodo un espectáculo peculiar me cortó el aliento. Allí, en lo que parecía ser un altar adornado con velas e inciensos, entre despojos semipodridos estaba Sekhmet, erguido en esa pose tan digna de los gatos satisfechos, y nos miraba fijamente, inmóvil, con ojos extrañamente quietos y apagados. Tardé un minuto en notar que el brillo de los ojos del felino no era propio, sino producto del reflejo de las llamitas de las velas a su alrededor. Sekhmet estaba muerto; muerto y embalsamado.
Anita se acercó respetuosamente y vertió un poco de cerveza, de la botella que estaba en su bolso, sobre el altar. Había cadáveres de pájaros y ratones, huesos de pollo, tal vez pescado. El olor era insoportable.
_ Ahora esperá y mirá.
Anita se arrodilló en medio de la inmundicia, su vestido caro hundido en la mugre, y clavó sus ojos en el gato embalsamado, o tal vez en algo más que yo no estaba viendo; pasaron los minutos y se me hizo claro que ella estaba viendo al gato moverse, tal vez hasta lo escuchaba hablar. Asentía con la cabeza levemente, y sonreía. Estaba loca, totalmente loca, y yo allí con ella bajo tierra en una catacumba hedionda.
_ ¿Lo ves, lo escuchás? ¡Es un milagro!
_ No entiendo. Es un gato muerto, Anita, yo no…
_ Nada de estar muerto; la muerte no existe; lo que existe es un futuro escrito que hay que cumplir, y Sekhmet es quien puede leer ese futuro y contárnoslo, para asegurarnos de cumplirlo; con su ayuda lo lograremos. Por eso yo sabía que ibas a venir, y por eso no viniste antes. Tenías que cumplir antes tu destino de alejarte de las falsas ideas occidentales, de las falsas filosofías que te cegaban, de la ilusión de ser un ente libre y capaz de albedrío.
_No, no es así; yo demoré en venir porque tenía… bueno, problemas económicos y algunos otros, pero la decisión de venir fue mía y la tomé hace mucho tiempo, cuando volvimos de Europa…
_ Pero si hasta el viaje a Europa era algo que estaba escrito…! Fue Sekhmet quien me dijo que hiciera ese viaje, y que te llevara conmigo. Nos liberó de las ideas sobre conspiraciones y asociaciones secretas, esos cuentos para niños que ponen el destino del mundo en manos de unos seres anónimos y malvados; ahora sabemos que el destino es mucho más que eso y no depende de humanas manos, sino de la Divinidad.
_ Estás loca.
_ Estás equivocado.
En ese momento el túnel se llenó de luces y gritos; empleados de la municipalidad o policías, munidos de linternas, nos rodearon y preguntaron qué hacíamos allí, y cuando yo ya iba a responder un poderoso rugido inundó aquel espacio subterráneo haciendo temblar los muros y el techo; entre los juegos de luces y sombras me pareció ver a Sekhmet agigantado y con rostro leonino saltar sobre los intrusos de forma terrible; Anita me tomó de la mano y me arrastró fuera de allí.
_Ya está cumplido.
Fue lo único que dijo una vez que salimos al exterior, a la noche algo calurosa.
_ Anita… lo que pasó allá abajo…
_ ¿Lo que pasó? Nada pasó, lo que ya pasó no existe, el tiempo es un libro que se borra una vez que se leyó, nunca volveremos a la misma página porque esa página ya no existe, sólo existe el…
_ Sí, ya sé: sólo existe el futuro.
_ Exacto.
_ Bueno; en el futuro, andate a cagar.
Y me alejé caminando aprisa. Ella no intentó detenerme, seguramente porque mi alejamiento ya estaba escrito y bla bla bla. No recuperé mi equipaje, pero tenía encima los documentos y algo de dinero.
Volví a mi vida; el local, las revistas apiladas y los libros de recambio, los vaivenes económicos, la soledad. No sé bien qué pasó esa noche ya lejana en los desagües de Mar del Plata, ni quise pensar en eso hasta que supe, en 1999 por las revistas, que Anita había aparecido muerta en un cuarto de hotel, en condiciones algo misteriosas. Una foto algo desenfocada mostraba su cuerpo cubierto por una sábana; junto a la cama había botellas de cerveza roja, y en el rincón una cajita con arena.