¿Recordás que te lo conté? Después de que nos separamos guardé la cadenita con la luna en un monedero y lo puse adentro del cajón de las bombachas. Es que no podía usarla, sentía que me quemaba en el pecho y el tintineo del dije me hacía acordar a tu voz cuando me afirmaste que desde ese momento yo tenía tu luna, esa que te rige. Te acordás, ¿o no? Estábamos las dos sentadas en un bar y era mi cumpleaños, la música estaba muy fuerte y te acercaste para colocármela. Tus dedos finos, como clavos, me penetraron la piel alrededor del cuello.
Pasar todas esas sensaciones por el cuerpo me agotaba, por eso la guardé. Escondí el monedero lo más atrás que pude, lo tapé con una chalina de esas que ya no uso y me olvidé, al menos por momentos, ¿para qué te voy a mentir? Eso sí, no lo volví a abrir, así que la cadenita debería estar ahí, agazapada. ¿Y vos? ¿Qué escondiste para que yo no me colara en tu cotidianidad? Ya son más de las doce de la noche y la gata de la vecina ronronea en la ventana para que la deje entrar. Me tiene harta, desde que vos te fuiste viene todas las noches y si a veces le permito que duerma conmigo es porque la cama está fría, casi como si se convirtiera, por un instante, en ese río helado en el que nos bañamos este verano. Hoy le voy a abrir porque estoy triste y mientras me desnudo la veo saltar sobre la cama, encorvarse y con una arcada vomitar un amasijo de sangre sobre la almohada que era tuya. Me acerco despacio, con miedo, con asco, con un olor pútrido que me sube por la nariz como una bala. Enroscados, sanguinolentos, oscuros, están tu luna, tu cadenita y tus dedos como clavos.