The kindness of strangers

“Callarme con alguien a quien no amo es lo más horrible que conozco, salvo haberle hablado” – Silvina Ocampo


Tinder es una desgracia pero igualmente lo usamos. Ahí me encontré con Nicolás. Yo estaba aburrida, él estaba recién separado y nos juntamos a tomar algo. El bar se elige siempre de forma estratégica: ni muy cerca ni muy lejos de casa, con una carta de tragos buena, bonita y barata, las luces tenues y la música más fuerte que baja. Tiene que invitar a hablarse de cerca o a irse acompañada, pero también es necesario que, en caso de embole, sea fácil escapar a pie, en colectivo, subte o emborrachándose lo suficiente para afrontar lo que quede de cita. Quedamos por un bar de Palermo que cumple con todos los requisitos y además sirve unos platitos adorables. Lo sugirió él, que labura en gastronomía. Su perfil reza:
“Me recibí de chef pastelero gourmet pero ahora estoy estudiando para ser analista de sistemas. Fundamentalista de hacer playlists para todo. Me gusta escribir reviews boludas de las películas que veo y siempre estoy buscando nuevas recomendaciones.”
Tiene veintiocho años, un gato y todavía no se asoma la calvicie por su cabeza llena de rulos. Me pareció más o menos potable, suficiente para una noche. De algo tendremos que hablar, por lo menos de cine o comida.
Preparo la cartera mientras llega el taxi: billetera, sube, labial, encendedor, puchos, forros, llave, hilo negro, aguja y una tijerita. Desconfío de los botones de mi camisa pero es tan bonita, de broderie negro con un escotazo, que me la llevo igual. Hoy la combiné con un pantalón sastrero y sandalias bajas porque el complejo de los hombres con la altura me tiene harta. Me tiro perfume barato, el de todos los días, me pinto los labios de ciruela y bajo a tomarme el 34 en av. San Martín y Juan B. Justo.
Llego rápido pero no antes que él, que me escribe antes de bajarme que ya entró y eligió una mesa. Lo encuentro tomando un vermut cerca de la puerta, y pienso en que hoy no voy a poder escaparme con el pretexto de arreglarme el rouge porque me vería huir en dirección contraria al baño. Me ve, se levanta para saludarme y me abre la silla. No es ni muy alto ni tan petiso, parece pasar el metro setenta. Lo noto un poco incómodo, apenas se vuelve a sentar entra a repiquetear la rodilla. Me hago la boluda, ojeo la carta que han dejado en la mesa. De a poco va entrando en confianza, lo escucho sacarme charla del tránsito y del clima, que “qué bueno que al final no haya llovido” y que “pensaba que tendría que ponerme un piloto, se me hubiera mojado todo el pelo” y que “dejé acá nomás el monopatín”. ¿El monopatín?
Pobrecito, vino de camisa, se bañó en Sauvage de Dior y ahí mismo todo perdió efecto porque decidí en ese preciso momento que Nicolás no me interesa. Me pido un espresso martini.
—¿Vodka tan temprano?
—Los viernes empiezo antes.
Llega el trago, brindamos con lo que sobra de su vermut. “Hoy invito yo, brindemos por el dólar digital”, propone. Me habla de cómo se metió a invertir en crypto y yo sorbo y sorbo mi martini sin poder creer haber caído en esta conversación. Respondo “mirá vos”, “ah, ¿sí?”, “¡qué cosa!” al azar, hago una lista mental de todas las cosas que podría estar haciendo ahora mismo: ver una película muy mala de terror, hacerme una mascarilla facial, pintarme las uñas de las manos y los pies, llamar a mi abuela, sentarme a fumar en el balcón, dormir ocho horas o más. En algún momento se calla y se queda mirando un punto fijo, como si se hubiera quedado sin guión. Se me ocurre preguntarle por su gato pero no quiero seguir escuchándolo. Doy un sorbo más. De fondo suena un cover medio pop de un tema de Bob Marley. Lo sigue un cover similar de un tema de los Beatles. Todos con ukelele, todos con voz de cheta afectada. Con mis amigas decimos que ese estilo es “cantar en cursiva”, dejando resonar de más las palabras en la boca. No se lo cuento, no tiene sentido. Apenas termino el trago me escapo al baño.
—Ya vengo.
Me miro al espejo, me arreglo el labial, abro tinder y borro el match. Podría pensar en alguna excusa para irme ya mismo pero, ¿es necesaria? Con decir “me parece que no estamos conectando” es suficiente. Me voy pidiendo un uber de antemano, en quince minutos llega.
—¿Sos medio tímida vos, no? Hablás poquito.
—La verdad es que hoy estoy cansada, en un rato voy a ir enfilando a casa.
—¡Pero si recién llegaste! Tomemos un vinito.
Tengo tiempo para aceptarle el vino y creo que en caso de rechazárselo tendría que decirle algo como “otro día será”. Se lo ve muy literal al tipo, no conviene. Le acepto una sola copa, me cuenta que en gastronomía aprendieron bastante de vinos y licores. Le pide al mozo la segunda botella más cara del menú y cuando la traen y la sirven empieza a hacer una serie de monigotes que implican que algo tiene que saber de bebidas alcohólicas. Sacude la copa suavemente, se la lleva a la nariz, la huele, la vuelve a sacudir, se la lleva a la boca, toma un sorbo, parece hacerse un buche pero gracias a Dios no escupe. El mozo espera su veredicto un poco harto. Yo chusmeo adónde anda mi coche, todavía faltan doce minutos.
“Está bueno”, vaticina. El mozo me sirve a mí también y se retira. Mientras el vino sea más o menos dulce yo lo tomo. Tampoco se lo digo. Me quedo mirándolo, no es feo tipo: su cara coincide con las fotos del perfil, tiene los ojos redondos, un poquito arrugados del sol y de reírse, los labios finitos, barba de dos días y expresión más o menos amable. Se le marcan las venas en las manos, los antebrazos y el cuello, la piel en esos sectores parece fragilísima y se me ocurre que si no fuera tan insoportable podría haberlo masticado un poco. Entiendo también que debe estar nervioso, recién separado y saliendo de nuevo, pero un poco me imagino por qué le cortaron. Por lo pronto parece un hombre que sólo sabe tratarse con otros hombres, poco atento, muy ególatra. En todo este tiempo me hizo sólo una pregunta. Me quedan diez minutos.
—¿Te separaste hace mucho?— sé que no tiene tiempo para contestar esto, estoy probando su poder de síntesis y sacándome la duda.
—Mes y medio.
Ahora es él quien responde seco. Meto la punta del dedo en la llaga que abrí.
—¿Por qué cortaron? Si se puede saber…
—Distintos proyectos de vida, ponele. Yo quería hijos y ella no.
“Me imagino que no habrá querido criarte a vos y a los demás”, se me ocurre responder y me censuro. Voy por otro lado, uno que me libere un poco de cualquier compromiso posible.
—Está jodido ahora mismo pensar en traer un pibe al mundo, igual. Yo tampoco querría, se cae todo a cachos.
—Ya va a mejorar, hay que esperar un poco más. Tener fe.
Adónde me fui a meter. Miro el teléfono, me quedan cinco minutos. Lo pincho un poco más.
—¿En qué habría que tener fe?
—En la bondad de la gente, como vos y yo.
—Vos te das cuenta de que no se puede enfrentar un problema estructural a “la bondad de la gente”, ¿no?
—¿Por qué no? ¿No creés que una persona puede cambiar el mundo?
—La verdad que no, es irrisorio.
—No me causa gracia.
—¿Te gusta Batman a vos?— asiente. —Pensá que ahora mismo nuestros Batman son Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg. ¿Tiene sentido confiar en la buena voluntad individual? 
—¿Por qué no? Son tipos que se hicieron de abajo y se preocupan por el progreso tecnológico.
—¿Y a costa de qué recursos se llega a ese progreso?
Se queda un momento pensando, se ensombrece.
—Serás zurdita, eh…
El uber está en la puerta. Me levanto y me voy.

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