Un psicoanalista de sistemas, armado con herramientas de escaso rigor científico propias de una disciplina emergente (fundada por él mismo), navega con ayuda de su compañero por el complejo entramado subconsciente de una serie de inteligencias artificiales en un intento por prevenir una crisis informática global inminente (presagiada por él mismo).
Capítulo 1
Estaba muy ansioso. Tenía que emprender un viaje de manera urgente. Un sistema gravemente comprometido en sus funciones me esperaba en una ciudad a pocos kilómetros de distancia, aunque demasiados para acercarme caminando. La fuerte tormenta ocupaba todo el espacio que me separaba de mi destino. Yo tenía un vehículo pequeño que difícilmente soportaría la embestida de la lluvia. Envuelto en abrigos varios, con la mochila a cuestas, me encontraba en la puerta de mi casa, del lado de la calle, listo para emprender el viaje; pero mi vehículo… no tenía vehículo, me lo habían robado. Intenté encontrarlo más acá del horizonte de mi campo visual, tenía la esperanza de que hubiera fallado el motor, dejando a los ladrones a pie, como tantas veces me pasó a mí, pero no tuve suerte. Cada vez más más mojado, más desesperado, más inmóvil; podría haberme quedado ahí para siempre. Una vibración sacudió mi bolsillo. Un mensaje en forma de caracteres escritos alcanzó mis ojos desde la pantalla luminosa de mi dispositivo invitándome a subir al vehículo que inmediatamente se detuvo delante de mí. Sincronización perfecta. Era mi compañero acudiendo fortuitamente a mi rescate, evitándonos llegar tarde y recordándome de su existencia que hasta el momento había olvidado por completo.
Los ojos y los oídos se me llenaron de lluvia. Paisaje absoluto de agua por todas partes y el ronco gorgoteo asediando el techo de nuestro único resguardo del temporal. Pero eso sólo duró un instante: como si justo delante de la puerta de mi casa estuviese la puerta tras la cual se encontraba la computadora que teníamos que tratar. Hemos llegado. Los cuidadores de la unidad salen apurados de la empresa para recibirnos. Hablan un idioma que no comprendo, pero que sí parece entender mi compañero; puede que sea ruso. En la sala de máquinas el aire es casi irrespirable, hace un calor infernal que parece multiplicar la fragancia fecal del ambiente, probablemente estemos sobre algún caño cloacal de dimensiones considerables o cerca de alguna compuerta de acceso al mismo. En un intento desesperado por combatir a la náusea febril que me tortura busco alguna ventana para abrir sin éxito, se trata de un subsuelo.
Alta, pálida, temperatura acorde a los parámetros normales del modelo en cuestión (a pesar de lo inhóspito del cuarto), chasis con algunos machucones y suciedad, cuestiones propias de un cuidado no tan considerado. El visor se enciende al presentarme con mi nombre, apellido y profesión y me responde por lo bajo.
-Señores, un gusto. Por favor, déjenme morir.
Miro alrededor nuestro, nadie lo escuchó, ni siquiera mi compañero que se encontraba distraído mirando a las otras unidades de la habitación. Los dueños del equipo callan, inclinados hacia mí, tratando de escuchar algún posible diagnóstico. Conecto mi instrumental a la computadora para realizar un escaneo general de rutina. Los técnicos de la empresa a cargo de todas las máquinas de la sala, incluyendo a mi paciente, están felices de verme trabajar. Es lo que ya sabía: está sana, quizás un poco sobrecargada y pueda liberársele algo de memoria, pero está sana. Pido quedarme a solas con ella y mi compañero también sale sin percatarse de mis señales para que no lo haga, aún así no lo llamo para que regrese. Ubico una silla delante del visor, aunque el modelo carezca de cámaras y no importe realmente dónde me ubique.
– ¿Qué es lo que pasa?– Comienzo el interrogatorio con genuina curiosidad.