Lo primero que sintió fue el dolor en la cabeza. Un dolor intenso, como si tuviera un hacha clavada entre el ojo derecho y la nuca. Después, la dureza del piso en la espalda, y aún sintió otra cosa antes de abrir los ojos y ver rojo: el tacto pegajoso del líquido que le traspasaba la remera y le embadurnaba la mano.
Rojo. Todo rojo. El techo, primero, y después la pared, y la otra pared también.
Antes de animarse a levantar la cabeza, hizo un relevamiento de su estado. El dolor era lo principal. Lo otro era la posición. Estaba acostado sobre el piso, muy recto, con las manos apoyadas sobre el estómago. La derecha se apoyaba sobre la izquierda; la izquierda se apoyaba sobre la remera ensangrentada.
Porque era eso, sangre. Aun antes de mirar supo que eso que le atravesaba la remera celeste, ese líquido espeso, era rojo.
Le costó elevar el cuello, y el dolor en la cabeza de alguna manera se las arregló para aumentar un poco más. Estaba cubierto de rojo, sí. Bajó la cabeza otra vez y sintió algún alivio. Torció el cuello hacia un costado y vio una pared roja. Lo torció hacia el otro costado y vio cortinas rojas, una maceta roja, una lámpara roja y un cuadro que consistía en un rectángulo liso de color bermellón.
Rojo y más rojo. Como si fuera todo lo que había en el mundo.
Pero había otras cosas. Lo sabía, aunque no supiera su propio nombre, ni cómo había llegado ahí, ni quién lo había puesto en esa posición.
El conocimiento venía en forma de flashes. En uno de ellos todo era amarillo; había una mesa con dos boles amarillos y unas pilas de fideos caseros al huevo. Había habido, en ese cuarto, un flaco y una chica con remeras amarillas, que esperaban con cara de aburridos.
Otro flash era violeta. Recordó (porque estaba seguro de que no imaginaba) las enormes pelotas inflables para hacer ejercicio, la cortina, el cuadro también liso. Recordó al viejo y a las dos viejas, charlando en un rincón, absortos en alguna anécdota que él no había llegado a escuchar. Todos, por supuesto, con remeras violetas.
¿Dónde estoy? ¿Quién soy?
Se levantó con gran esfuerzo, mucho más del que había previsto. Tuvo que apoyarse en la pared roja para no caerse. Avanzó con lentitud, arqueado, casi desmoronándose. A mitad de camino miró hacia atrás y vio lo que no había visto antes, lo que había estado detrás de su cabeza: una escalera caída en el piso, y a su lado, un enorme tarro de pintura, volcado sobre el piso rojo.
Se palpó el torso. No le dolía. No era sangre, claro.
Siguió avanzando hacia la puerta y logró abrirla antes de que la debilidad lo venciera y lo llevara nuevamente al piso. Vislumbró una habitación donde todo era verde.
–Hey, Ramiro –dijo un hombre, en tono preocupado, después de echarle un vistazo sorprendido–. Se levantó.
Llevaba una camisa en tonos de verde.
Como de muy lejos le llegó la voz del tal Ramiro:
–¿Cómo que se levantó?
Mientras se sentaba en el piso, junto a la puerta, y apoyaba la espalda en la pared roja, oyó los pasos que se acercaban apresurados, y antes de que se diera cuenta Ramiro ya estaba junto a él, con expresión preocupada.
–¿Qué hacés acá? Te dije que te quedaras recostado, que iba a buscar ayuda.
–No sé, yo…
–¿Estás bien? ¿Te duele algo?
–La cabeza. Yo… no sé quién soy.
–Está en shock –apuntó el hombre de camisa verde de la habitación verde.
Ramiro lo miró consternado.
–Ya viene un médico –le dijo–. Escuchame, tuviste un accidente. Estabas terminando de pintar esta habitación. Te llamás César y yo soy Ramiro, tu jefe. Pero ahora lo importante es que te tranquilices y te quedes quieto, ¿sí?
–¿Soy pintor?
–Entre otras cosas –le informó Ramiro–. Pintor, electricista, utilero. Vamos a filmar la publicidad de Tersuave. ¿Sabés lo que es Tersuave?
César no llegó a contestar porque en ese momento llegó el médico, con su ambo blanco, y dos enfermeros, supuso, con una camilla blanca a la que lo subieron con la mayor suavidad posible. Atravesaron la habitación verde, la habitación amarilla, la habitación violeta, y salieron brevemente al sol que reinaba en un cielo despejado. En todo el trayecto hacia la ambulancia César sólo vio un color liso, límpido y celeste, muy parecido al de su remera.