Uno quiere creer que es por la madurez, que al ser adulto ya no importa tanto que la comida sea rica, que uno se banca la amargura sin problemas. Pero son mentiras que nos decimos. La verdad es que, como adultos, decidimos qué comemos, no estamos a merced de otros que deciden por nosotros. Hay que recordar, hay que entender, hay que justificar y hay que respetar, entonces, esa ansiedad, esa especie de angustia del chico que pregunta:

–Má, ¿qué vamos a comer?

Y espera la respuesta como quien espera un veredicto.

En mi caso, no solía haber motivos para la queja, porque mamá (aunque muchos años después me sorprendí al enterarme de que nunca le gustó cocinar) generalmente hacía cosas ricas. Si había pizza, tortilla o pastel de papas, por ejemplo, todo estaba bien en el mundo. El problema era cuando, ante la pregunta, mamá hacía una pausa, esbozaba quizás un “Mirá…”, arrugaba la boca, miraba hacia arriba como buscando en el aire una definición, balanceaba un poquito la cabeza como negando, y finalmente decía:

–Una mezcla rara de Museta y de Mimí.

Es difícil dar una idea cabal de lo que esa frase disparaba en mi cabeza. La conjunción de esos elementos desconocidos (algo que probablemente fuera un ingrediente llamado “muceta”, que me sonaba vagamente a panceta, y otra cosa que definitivamente sonaba como un nombre de mujer) no sólo dejaba la pregunta básicamente sin respuesta, sino que acentuaba el carácter misterioso de lo que me esperaba en el futuro próximo. Sí, era un plato hecho con sobras de otros platos de días anteriores, o con ingredientes que había que usar a la brevedad, pero ¿qué sobras?, ¿cuáles ingredientes? Esa mezcla rara podía ser la gloria o el infierno. Frecuentemente era la gloria. Aun así, la frase era cruel.

En aquellos tiempos oscuros, previos a la Word Wide Web, le pregunté varias veces a mamá qué significaba aquella frase: qué era la muceta y qué o quién la mimí. Nunca me dio una respuesta directa, y al cabo de unos años olvidé el asunto.

Pasaron más años, más cosas, y no fue mamá, sino un conjunto de circunstancias fortuitas, lo que me puso enfrente del origen de esa fórmula. Estudiaba periodismo en la facultad y había que hacer un trabajo sobre la relación entre el lunfardo y el tango. Yo, que nunca me había interesado por el tango, de repente me encontré escuchando viejos cassettes y leyendo libros sobre la música ciudadana. Y creo que en uno de ellos, quizás un cancionero, apareció la estrofa. Más que apareció, me saltó a los ojos:

Mezcla rara de Museta y de Mimí,
con caricias de Rodolfo y de Schaunard,
era la flor de París
que un sueño de novela
trajo al arrabal.


Era un tango de Gardel. Bueno, de González Castillo, con música de Delfino, pero grabado y popularizado por Gardel. Un tango deprimente si los hay (y hay muchos). Resultó que la tal Museta y la tal Mimí, y también Manón y Margarita Gauthier, las otras chicas que aparecen en el tango, son personajes de novelas francesas que sufren mucho y mueren jóvenes. Lo mismo que le pasa a esta Griseta del tango, que viene a Buenos Aires y se gana la vida trabajando en un cabaret, pero pronto es vencida por “la fría sordidez del arrabal” y muere borracha y triste, sin haber podido conocer al gran amor con el que soñaba.

No era tan trágico no saber en qué consistía exactamente el plato que iba a comer por la noche, pero algo de Museta y algo de Mimí tenía mi sufrimiento, especialmente las noches que la combineta no funcionaba y que, ante mi inmovilidad frente al plato humeante, mamá o papá tenían que recurrir a esa otra frase que repetían tanto:

–Comé.