Mi relación con ella, a pesar de todo, siempre fue normal. Nos habíamos cruzado en varias clases seguidas y, sin darnos cuenta, terminamos entablando una amistad. Desde entonces, nos prometimos seguir compartiendo aunque sea una materia todos los cuatrimestres. No había nada extraordinario en nuestras conversaciones, que se sostenían solas a partir de comentarios sobre algún profesor, sobre problemas en el trabajo, sobre la limpieza de los ventanales que había al fondo del aula.

Recuerdo perfectamente el día en que sucedió. Lo recuerdo ahora, en casa, esta noche, con la lluvia cayendo disimuladamente en el balcón. Recuerdo que llegó tarde y entró al aula apurada. Yo le había guardado un asiento. Recuerdo que ella me vio y, con la mano derecha sosteniendo todavía el lazo de su cartera, se sentó a mi lado y suspiró. Suspiró hacia mi rostro mientras mi rostro la observaba imprevisto. Recuerdo ese aire cálido que pareció inundarme todos los vasos sanguíneos. Sentí, de inmediato, que realmente acababa de conocerla. Ese olor sutil e imperfecto, tan humano, tan sincero, fue una especie de lección. El amor, lo supe muy bien, no trata de adjetivos grandilocuentes o corazones rojos y gigantes adornados con guirnaldas de clavel. El amor es lo que me acababa de suceder. Y así fue que me enamoré de ella.

Nunca más encontré ese instante, nunca más se repitió. Pero sí, a partir de ese momento, mis ojos, mi olfato, mi tacto, comenzaron a hallar, sin siquiera quererlo, ese tipo de huellas. Un trocito de corpiño corrido cuando se encorvó poniendo los codos sobre la mesa en un teórico, esquirlas de su cabello que flotaban con el calor de un verano, el roce de mis dedos por la piel suave de su hombro cuando la dejé subir primero al subte C, las marquitas que se formaron alrededor de sus labios cortados por el frío de algún invierno.

Cumplimos nuestro acuerdo y continuamos cursando juntos hasta que terminamos la carrera. Así estuvimos mañanas, tardes y noches enteras, estudiando, charlando o haciéndonos compañía en silencio. Ella me presentó un día a su novio. Yo le presenté un día a mis padres. Ella lloró una noche de alcohol, me dijo que nunca pensó que su vida terminaría de esta forma. Yo la consolé diciéndole que no todo tiene que ser único, maravilloso, de ensueño, para valer la pena. Que no estaba mal trabajar en una inmobiliaria o en algún sitio lúgubre de esos aunque su mente quisiera correr por los jardines de la filosofía. Que, en todo caso, esos jardines abrirían los sábados y domingos. Y que quizás en el futuro, para ella, abrirían todos los días.

Nunca pude amarla. Tampoco le revelé mis sentimientos. Cada vez que ella preguntaba por “alguna chica”, le decía la verdad. Le decía que me estaba viendo con alguien, que no salía hace tres meses, que había por ahí un amor no correspondido. Sí, le dije que tenía un amor no correspondido y ella abrió los ojos como un gato travieso. Qué lindo fue ese momento, ahora que lo pienso. Ella abrió muy grandes los ojos y me sonrió. Me llenó de preguntas sobre esa chica esquiva, sobre su procedencia, sus gustos, sus hábitos, su aspecto. Yo respondí con sinceridad, y le agregué a la explicación cada una de las partículas irrepetibles que había ido recolectando. Le dije, por último, que se trataba de un amor que jamás podría olvidar.

Me parece, en esta madrugada, me parece increíble que no le haya contado algún relato, alguna vivencia con esa chica amada. En cierto punto, creo entender por qué. Me limité a describirla, a ella y sus huellas. Se quedó pensando un segundo, con los dedos acariciándose el mentón. Dijo que yo tenía razón con lo que le había dicho aquella otra noche, que las cosas no tienen que ser necesariamente maravillosas para volverse trascendentales. Y también me dijo, con tristeza, que un amor así nunca se podría consumar. “Porque sus jardines siempre abrirán y cerrarán ayer”.