– No te olvides, Ricardito. Los perros de un barrio, y un barrio es así, como este, no cualquier lugar sino un barrio así como este, los perros de un barrio siempre son los mismos. Cuando un perro de un barrio muere, reencarna en otro perro de ese mismo barrio. Acá en Chacarita, los perros son siempre los mismos. Si, por ejemplo, viene alguno de afuera, le cuesta integrarse porque todos acá ya se conocen desde hace muchas vidas.
– ¿Y los perros que no son de barrio, tío?
– Los perros que no son de barrio van a parar a cualquier parte cuando mueren. Por ahí ya ni siquiera son perros en la siguiente vida. Puede que se vuelvan loros o cualquier cosa, no sé.
Me lo dijo para que no esté tan triste después de la muerte de Bochi. Yo tenía 9 años, había pasado toda mi vida con Bochi. Murió atropellado por un colectivo de la 71 en la esquina de Corrientes y Jorge Newbery. Por suerte, no vi nada. Él andaba suelto todo el día porque conocía y era conocido en el barrio. Dejábamos la puerta de casa abierta y él salía por ahí, se juntaba con otros perros, dormía la siesta abajo de algún árbol de las casas colectivas. Rara vez iba al parque, no le gustaba el tránsito que hay ahí. Pablo, el hijo de Bigote, que era más grande que yo y estaba en el parque con una chica, lo vio y me contó que Bochi esperaba para cruzar Corrientes con la cabeza traspasando un poco el cordón. No fue su culpa, sino del colectivero que quiso adelantar a un auto, terminó subiendo a la vereda y se lo llevó puesto.
No vi el cuerpo de Bochi. Bigote, de la carnicería, y Luis, el cura joven, estaban charlando justo a unos metros cuando pasó y salieron corriendo para salvarlo. En cuanto vieron que ya estaba muerto, se dieron vuelta y comenzaron a protestarle al colectivero, que se había quedado estancado con el bondi entre el semáforo, el cordón y un poste de luz. Bigote lo quiso cagar a trompadas y Luis, Luisito, lo frenó. No sé qué hicieron con el cuerpo de Bochi después.
Mi tío vino a visitarnos esa misma tarde, vivía a tres cuadras de casa. Se me acercó y me llevó al patio, donde estaba el limonero. Nos sentamos y me preguntó cómo estaba. Me puse a llorar. Fue entonces cuando me dijo lo de la reencarnación de los perros. “No te preocupes, Ricardito. Bochi va a volver a aparecer en el cuerpo de otro perro, cuando nazca alguno. Él no se va a ir del barrio”.
Al año siguiente -yo ya tenía 10- me enteré de una perra que había dado a luz a cinco cachorros. Estaba a unos metros de casa, por Santos Dumont, y como conocía a la familia que vivía ahí pedí verlos. La perra descansaba en el patio sin árbol pero con ligustrina, rodeada de esos cinco perritos. Algunos dormían, otros pataleaban con los ojos cerrados como si fuesen pescados. Entre ellos debía estar Bochi. ¿Qué nombre tienen?
– No les pusimos nombre todavía. Prefiero regalarlos así, cachorros, y que la gente les ponga el nombre que quiera.
¿Y si elegía al incorrecto? Yo no quería un perro, yo quería a Bochi. Saludé a doña Marta y le dije que por ahí después pasaba a buscar alguno. ¿No te lo querés llevar ahora? No, le tengo que preguntar a mis papás.
Un día, una tarde, salía del kiosco. Era verano, estábamos de vacaciones. Me había comprado un helado de agua con sabor a naranja. Así, caminaba por Forest cuando me crucé a un grupo de perros. Eran los perros del barrio. Casi todos estaban recostados, con la lengua afuera por el calor, mirando el tránsito. Me les acerqué y me reconocieron. Se levantaron a saludarme. Me conocían, como Bochi, de toda la vida: Hierro, de la florería frente al cementerio; Luciano, de la casa de los Juárez; Mingo, perro vagabundo alimentado por los comerciantes; Costrita, rengo de nacimiento y proveniente de la farmacia de Bonpland. Los acaricié a todos. Le lamieron las manos y yo ya sabía que buscaban las galletitas que siempre les daba. Saqué unas Manón del bolsillo, las partí y se las tiré al piso.
Ahí recordé lo que había dicho mi tío. Me puse en cuclillas y les pregunté si habían visto a Bochi. No me prestaron atención, las galletitas eran más importantes. Lo acaricié a Luciano y le insistí con la pregunta, porque era el perro más viejo. Luciano me miró unos segundos, hizo una especie de llanto y se fue a acostar al umbral de la casa sin alquilar. Me pareció una respuesta sensata.
De adolescente un poco me olvidé del asunto. Ya tenía otras cosas en la cabeza. Estaba distraído, por así decirlo. Después del colegio, fui con Florencia, una chica de mi curso con la que salía, al parque. No sé de qué hablábamos, no debía ser importante. Por eso, con un brazo sobre sus hombros y sin decir nada, me puse a contemplar el Parque Los Andes. Miré Jorge Newbery, miré la esquina y pasó un 71. Debió ser muy fuerte mi silencio, porque Florencia me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, pero que en realidad sí, que me había olvidado de hacer algo en casa, mi viejo necesitaba una válvula para arreglar la heladera de don Aurelio y yo se la tenía que comprar, perdón Flor. Le dí un beso y corrí hasta la capilla.
A Luisito le seguían diciendo el cura joven. Yo no era de ir mucho a la capilla, pero hablaba de vez en cuando con Luisito. Nos cruzábamos quizás en la carnicería de Bigote o por ahí, en el barrio. Se sorprendió al verme. Fui directo. ¿Qué pasa con los perros cuando se mueren? La pregunta lo desconcertó.
– Ricardo, ¿qué pregunta es esa?
– Dale, Luisito. Quiero saber qué pasa con los perros cuando se mueren, a dónde va a parar el alma.
– Si nos aferramos al cánon, los animales no poseen alma. Sólo los hombres tienen una. Pero creo que vos no estás tan de acuerdo con eso, ¿no? Yo tampoco. Realmente, cuando pasó lo de Bochi me desconcerté mucho. Me pregunté si un ser vivo de esas características, que caminaba junto a nosotros, que compartía la vida con nosotros, no tenía derecho a un alma. ¿Qué respuesta andás buscando?
– Mi tío me había dicho que los perros del barrio, cuando mueren, reencarnan en otros perros del barrio.
– Ah, Aníbal. Él siempre tenía ese tipo de ideas. ¿Vos sabés que me invitaba a tomar vino sólo para discutir la interpretación de la Biblia, no?
– ¿Mi tío estaba equivocado?
– Vení.
Luisito me invitó a salir a la calle, cerró la capilla con llave y lo seguí hacia las colectivas. ¿A dónde vamos? A ver a mi enemiga.
La canchita de fútbol estaba repleta, en la pileta chapoteaban los chicos de la primaria. Luisito caminaba rápido, con semblante serio, la cabeza un poco inclinada, entre los pasillos del complejo. Empecé a preguntarme si todavía tenía derecho a llamarlo Luisito. Tocó a una puerta. ¿Quién es? El padre Luis.
– Ah, ¿qué anda pasando, padrecito?
– Tenemos que resolver un problema, Delfina.
– ¿En qué lío se metió Ricardito?
– En uno metafísico, ¿podemos pasar?
Delfina era la curandera del barrio. Todos sabíamos que ella y el padre Luis estaban peleados a muerte, cada uno ejerciendo y disputando la religión y la suma del poder espiritual del barrio. Básicamente, quienes necesitaban consuelo acudían a Luisito. Y quienes necesitaban ayuda iban con Delfina.
El olor a incienso del departamento era insoportable. Delfina notó mi rostro, se rió y abrió una ventana. Arrimó a ella tres sillas y señaló que nos sentáramos.
– Bueno, Ricardito. ¿Qué es lo que te anda inquietando?
– ¿A dónde van las almas de los perros cuando mueren, Delfina?
– Lo preguntás por Bochi, ¿no es cierto?
– Sí.
– ¿Recuerda, padrecito, la conversación que tuvimos aquel entonces?
– Sí, Delfina.
– ¿Y recuerda lo que le dije?
– Estaría encantado de que sea usted la que lo diga.
– Bueno, visto que el padre aún conserva la sotana bien atada, lo diré yo. La cuestión de las almas es complicada. Se podría decir que el tema es tan complejo que no es posible dar una respuesta concreta que abarque todos los casos. Aníbal tenía su teoría de los perros del barrio. Personalmente, creo que eso era más melancolía porteña que otra cosa. Lo cierto es que ni el cielo ni la tierra están asegurados para nadie, ni siquiera para nuestro padre aquí presente.
– Pura charlatanería como siempre, Delfina.
– No sea irrespetuoso, padre.
– ¿Podría alguno de los dos decirme dónde está Bochi?
No, respondieron ambos. Podría estar en cualquier parte. Me levanté enojado y me fui sin saludar. Juancito estaba en la cancha de fútbol. Eh, Ricardo, ¿no querés jugar un rato? Lo miré un segundo, todavía masticaba bronca. Bueno, dale.
***
Recuerdo todo esto porque hace poco volví al barrio. Cuando terminé el colegio, me fui a estudiar Derecho y con la adultez vinieron los noviazgos, las responsabilidades, las idas y vueltas. Terminé yéndome a vivir a Ramos Mejía. Mi tío nunca abandonó el barrio, incluso luego de fallecer de un ataque de presión unos años después de lo de Bochi. Por alguna razón, se me ocurrió que sería buena idea ir a dejarle una flor. A la salida del cementerio, agarré por Forest para poder caminar bajo la sombra de los árboles. Me sorprendió ver que la casa de aceites todavía seguía abierta. Pero lo que más me sorprendió fue ver a dos perros recostados, con la lengua afuera, mirando el transito. Y que los dos, al verme, se levantaron y me lamieron las manos. Los acaricié y me siguieron hasta donde estaban antiguamente las vías del tren, debajo del viaducto. Se empacaron ahí y se me quedaron mirando. Les hice señas para que me siguieran más allá, pero no me hicieron caso y comenzaron a ladrarme. Ahí me dí cuenta: ese es el límite del barrio.