Recuerdo las moscas rebotándome en los brazos y posándose luego sobre las piedras. Más allá estaban las cañas, una al lado de la otra, tensando hilos que formaban ángulos de todos los tipos. Más acá, al costado del camino en curva, los escombros tirados por la municipalidad durante la refacción del Torreón. Dándome vuelta podía ver ese motor inacabable que enloquecía las olas y las traía hasta prácticamente abajo mío. Elevé la mirada y la perdí entre los picos que coronaban el mar bravo de aquel anochecer. Aunque ya no lo pudiese ver, el sol continuaba iluminando el horizonte solamente maculado por un humilde bote pesquero.
Escondido para que no lo vea mi madre, a unos metros, mi viejo fumaba un cigarrillo. Ella observaba el mar en silencio, o al menos hasta donde su maculopatía le dejaba ver, parada sobre una de las piedras. Un gatito negro apareció zigzagueando entre las rocas más bajas, esquivando el choque de las olas, y se asomó para ver qué podía robarle a los pescadores. Una caña se encorvó, un hombre muñequeó el carretel, diez ojos se dirigieron expectantes hacia él. Luchó con valentía y logró elevar el anzuelo en lo alto del cielo brumoso. Un pescadito más pequeño que un pulgar coleteaba aterrado en la punta. El gato saltó decepcionado y se perdió entre las grietas.

***
Recuerdo el sudor pegajoso bajo el sol lacerante de Punta Mogotes. El olor a sal y pescado se filtraba entre las carpas. Me había quedado solo y decidí fumar mientras escuchaba música. Desde cada auricular, una voz grabada hacía sesenta años, unas percusiones lánguidas acompasadas por un bajo pesado me hacían cerrar los párpados mientras exhalaba el humo corrosivo desde la garganta a la punta de los labios.
Sabía que hacia el norte, sobrevolando la llanura, las bahías y los cables de electricidad, una persona pensaba en mí. Y aquí, arremolinado en viento marino y gritos de niños jugando, yo pensaba en ella. Recité, con la boca llena de humo, unos versos cantados de esa javanesa que recordaba, como lo estaba haciendo yo en ese momento, a aquellos que se amaron el tiempo que dura una canción.
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Llueve sobre Avenida Colón. No llego a ver la cima de este camino que ha decidido elevarse para enfrentar altivo al mar. Las agujas se clavan perpendiculares sobre el impermeable negro del paraguas. El viento, fuerte e indeciso, me obliga a cerrarlo. Las veredas se llenaron de mugre humedecida que se levanta con cada pisada que doy. Sin detenerme, paso mirando la vidriera apagada de una pizzería, los vidrios tapiados con cajas de pizza, las mesas huérfanas de conversaciones. Después encaro en soledad hacia la rambla vacía, a través de la plaza. Llego y me encuentro el mar, que inunda de oscuridad al cielo de nubes náufragas.
– ¿Cuánto me quedará? ¿Podré salir de esta?
He escuchado esas preguntas varias veces. Las he escuchado de voces que ya no podré oír jamás. Cada vez que regreso a la rambla resuenan en mi cabeza y los zapatos me pesan más que de costumbre. Quizás sea para darme cuenta dónde estoy. Quizás algún día también me pregunte lo mismo. Lo que no sé es cuánto me pesarán los pies en ese momento…
A unos metros, y de repente, escucho el golpe seco de la persiana metálica del último negocio de la galería.