Jeva

   Ester conoció a Jeva en uno de sus viajes, cuando recorría el interior del país. La niña anidaba siete años, los huesos frágiles y la mirada vidriosa, como de criatura salvaje en guardia. Dicen que la fiebre la había vuelto así. Hacía meses que luchaba por su vida. Ni las bondades de la selva ni la sabiduría chamánica habían sido suficientes. 

   Se estaba consumiendo.

   Fue Ester quien la salvó. Pasó semanas cuidándola, atenuándole la fiebre, administrándole antibióticos y vitaminas. El ego de médica citadina, el duelo seco de no poder concebir, el quiebre entre mujer y madre la volvían una fiera en torno a ese ser vulnerable. No se despegaba de su lado.

   Por eso creyó que le pertenecía. 

   Apenas sanó se la trajo. Le fue más fácil de lo que había imaginado. La misma madre se la dio. Quizás la mujer se sintió en deuda. Quizás pensó que era momento de compartirla y de aceptar la evolución misma de las cosas. Sólo pretendía que no se olvidara de su origen, le dijo. 

   A Jeva no le preguntaron. 

   La levantaron tibia de su cama, aún con las compresas de congorosa que aliviaban los eczemas de su pecho y el olor a manzanilla del monte. La sacaron rápido para que los hermanos no la cargosearan.

   La niña actuó distante desde que la metieron en la ciudad. Nunca preguntó nada. Hablaba lo justo. Mantenía algo de la selva en sus ojos, en sus movimientos ondulantes, silenciosos. Como si la tierra Misionera luchara por no despegarse de su piel rojiza. 

    Ester aprendió a respetar su soledad. Se dio cuenta de que prefería los rincones calientes y oscuros donde dormir la siesta, así que se esforzaba por prepararle mantas y almohadones lejos de las ventanas.

   La amaba tanto. 

   Se consolaba repitiéndose que la timidez era un don que los dioses le regalaban a los niños. 

  Muchas veces quiso abrazarla.

  Algunas noches, cuando desenredaba cuidadosamente su pelo negro y brillante, aprovechaba para recordarle los días en los que le había ganado a la muerte gracias a sus cuidados. 

  La niña parecía cada vez más reacia. 

   Sus letargos se extendían y casi no quería comer. Esa noche Ester creyó que era necesario aclarar las cosas, todo tiene un límite, pensó, segura de lo que era suyo.

   Entró con rabia a la habitación. 

   Jeva estaba echada, en el piso, desnuda. Ester quiso levantarla pero, al avanzar, sus pies se enredaron con la piel que la criatura había mudado y que aún permanecía tierna y arrugada sobre las baldosas. La mujer vio cómo los ojos brillantes y circulares la descubrían y se clavaban en ella. Humedecían la oscuridad sin parpadear y delataban el deslizar de la niña que comenzaba a acercarse. Intentó retroceder, pero sus músculos no respondieron. Un siseo enérgico y lastimoso hacía eco en las paredes, mientras la lengua bífida le acariciaba la cara.