Era poco lo que sabíamos la una de la otra, conocíamos lo que la narración de mi papá había construido sobre nosotras. Yo había construido a La Tere a través del tono de voz de mi papá, y sabía de sus desamores, de la desidia, del maltrato. Ella sabía de mí algunas cosas, mi relación con la literatura, mi relación con él.

¿Qué tienen ustedes de tu papá? me preguntó. Fue directa, profunda. Hay preguntas que se contestan luego de un silencio previo, la mirada fija en un punto para promover el pensamiento. Mi papá también hacía ese tipo de preguntas. Supe entender que con la respuesta esperaba un poco más de él, alguna información nueva. Quienes hemos perdido a quienes queremos nos quedamos detenidos en el tiempo y en el espacio en que esa persona existía, y lo demoledor es que ya no hay nada nuevo que nos puedan dar. Quienes mueren no nos recomiendan más películas, no podrán opinar sobre las nuevas canciones de los artistas que no les gustan, no se les ocurren nuevos chistes, no hay más reflexiones, enojos, ni sorpresas. Quienes nos quedamos acá, nos quedamos sin nada nuevo. Hacemos lo que podemos con lo que ya nos han dado. No es demencia querer un poco más. Ella quería saber qué tenía yo para ofrecerle, que podía darle de mi papá que ella no tuviera. Pero yo ya me había hecho esa pregunta y a veces me decepcionaba sentir que mi papá no estaba ni en mi rostro, ni en mis palabras, ni en mi manera de caminar. Le dije que mi hermana mayor portaba su capacidad de reflexión, que era un faro para todas nosotras, que en ella siempre encontrábamos un poquito de mi papá, la reconocíamos en su manera de ser madre, de cuidar. Mi otra hermana, su color de piel, sus gestos, la forma de la nariz y su carácter. Cuando me tocó hablar de mí quise hacer un chiste, como suelo hacer cuando estoy nerviosa o tengo miedo. Y yo, bueno, yo tengo alergia, como él. Conseguí las risas que buscaba pero no solo eso.

La Tere, casi consolándome, dijo que yo también era parecida a él, que había algo en mi mirada. Yo me reí porque tengo los ojos marrón clarito, un poquito verdes. Mi papá tenía los ojos más oscuros, aunque con las cataratas a veces parecían color miel. No recuerdo cómo tenía los ojos a lo último. Si lo pienso mucho, solo recuerdo las pupilas dilatadas, una mirada casi de sorpresa permanente. El recuerdo funciona como una patada en el estómago, me hago una bolita, vuelve el dolor. Casi no había hablado en toda la tarde, pero La Tizi decidió intervenir. “Sí, tenés la mirada triste de tu papá”. Tenés la mirada triste de tu papá. La Tere asintió con los ojos cerrados, como si se tratara de una verdad revelada, que ella no se animaba a decir. Tenés la mirada triste de tu papá. No supe qué hacer con esa información. Me preguntó si yo era melancólica, si era más bien triste, o si era alegre. Tenía miedo que se preocupara con mi respuesta, pero sentía que mentirle era faltarle el respeto. Le dije que yo era más bien triste, sí, aunque en realidad era una persona feliz. Se sonrió. No toleré el silencio y tuve que llenarlo. “Sí, alegre alegre no soy la verdad. No es muy lo mío.” Ella se volvió a sonreír. Tu papá también era una persona melancólica. Me dio un poco de vergüenza ser tan amiga de la tristeza, estar conectada con él desde ese lugar. ¿Qué motivos tenía yo para hacer de la tristeza una manera de habitar el mundo? Es que la ausencia que me habitaba desde hacía dos años era parte de esa angustia pero yo sabía que había algo más estructural atrás, casi ancestral. Eso no lo dije. Ella se sintió segura. Volvió a repetir que a mí me había mandado Dios, o mi papá – que para el caso, eran lo mismo – para que ella pudiera contar, para que yo pudiera leerla, para que ella pudiera volverlo a ver.