Había pasado una semana desde el inicio de La Helada y aún vivíamos las consecuencias. Los que sobrevivimos al shock inicial quedamos debilitados por el frío penetrante, el terror y el racionamiento de la comida. Después de todo, hacía tantos años que no pasaba algo así que el pueblo eventualmente dejó de tomar las precauciones que antaño solía tomar para hacerle frente. Nos acostumbramos al ataque del viento incesante, la calidez del sol ocasional e incluso las lluvias inesperadas, acompañadas con granizos que dejaban moretones que tardaban semanas en curarse. Pero habíamos olvidado La Helada.
Definitivamente no estábamos preparados. El frío llegó por el norte. Vino con una niebla que comenzó a cubrir el horizonte y a obstruir la vista. Se acercó con lentitud, casi pareciera que con timidez, pero con la convicción de un clima que se sabe capaz de matar todo a su paso. Ante las primeras manifestaciones, hubo un poco de preocupación en el pueblo, pero todos sabíamos que ya no se daba el tan temido fenómeno en esta zona así que supusimos que sería una simple baja de temperatura que habría que afrontar con buenos abrigos y comida caliente. No previmos el congelamiento de todas las estructuras, la nieve incesante que se acumulaba en pilas tan altas como la estatua del centro y las lesiones en las extremidades que amenazaban con volverse necrosis si no se resolvían a tiempo.
Cuando nos dimos cuenta de que La Helada había vuelto en verdad, ya era demasiado tarde. Nos refugiamos como pudimos, recolectamos abrigos, leña y comida y nos reunimos a esperar lo peor. No tardó en llegar. Ya venía manifestándose, pero no sabíamos los extremos de crueldad a los podía llegar porque solo Yuga tenía edad suficiente como para haber estado viva durante la última Helada. Y lamentablemente, ya hacía tres años que había perdido el habla y parte de su consciencia. Tres años desde que como comunidad habíamos perdido a nuestra mayor fuente de conocimiento, con toda la experiencia que poseía.
Para mí fue particularmente difícil dejarla ir porque sentía que nos habían quedado asuntos pendientes. Durante nuestra última conversación se enojó porque le conté sobre lo que había presenciado en el monte. Pensaba que era la única que me lo podría explicar, que podría ayudar, pero había terminado generando una discusión impensada. Me mandó a callar con el rostro inescrutable como siempre, diciendo que me metiera en mis asuntos, pero mirando a todos lados como si sintiese a alguien allí.
Así y todo, durante La Helada se terminó de ir sin dolor, completando el camino iniciado tres años atrás. Colocamos flores, piedras y ramas, y también una ciruela, su fruta favorita. Aryan le dejó una flor que había quedado mezclada entre las provisiones. Contamos las mejores anécdotas que teníamos sobre ella y compartimos sus mayores enseñanzas. Finalmente, la despedimos y le dimos privacidad con una manta hasta que pudiéramos darle un digno sepulcro.
No sabíamos cuánto iba a demorar la tempestad. Empezamos a indagar en la memoria, intentando rescatar rastros de la experiencia transmitida boca a boca por nuestros ancestros. También revisamos las escrituras antiguas. No sabíamos si nos alcanzaría la comida o si toleraríamos las bajas temperaturas demasiado tiempo. Leímos bajo la luz del fuego en esa oscuridad eterna que parecía imponer la nieve hasta quedarnos casi ciegos. Había tanta información sobre nuestra gente y nuestras costumbres, incluso sobre otros fenómenos climáticos, pero no parecía haber nada sobre La Helada. Intentaba reproducir en mi cabeza conversaciones, situaciones, charlas en fogatas y en la comodidad del hogar, cualquier recuerdo que me permitiera tener algún pequeño fragmento de información sobre lo que estábamos viviendo.
Una semana era suficiente tiempo para poner tenso a cualquiera, y las confrontaciones iban en aumento. Era difícil pensar con el frío y el hambre, y los caídos a nuestro alrededor no eran el panorama más alentador. ¿Moriríamos aquí? Nadie quería decirlo en voz alta pero la idea flotaba en el aire volviéndolo más espeso, con todas aquellas palabras que nos negábamos a pronunciar como si hacerlo fuese a volverlo realidad. Sé que todos creíamos que con la Yuga de hacía tres años habríamos sobrevivido con facilidad y la experiencia habría conformado tan sólo una anécdota más. Fue sumida en esa línea de pensamiento que se me ocurrió revisar su delantal. Tenía que haber algo que nos sirviera en algún lado, porque en ese punto se volvía sospechoso no poder encontrar ninguna información al respecto. Le pedí disculpas por irrumpir, mientras el resto me miraba con una mezcla de desaprobación y curiosidad. Había retazos de tela, una tijera, hilo y agujas, pañuelitos y sus lentes. Y entre todo eso, un papel arrugado que tenía pinta de haber sido arrancado de un libro.
La ley del Hielo:
El frío es todo y es quien decide.
Quién no entregue su voz no sobrevive.
En principio pensé que podría ser una parte de una poesía pero era una frase muy extraña y no se entendía por qué lo tendría Yuga en el delantal. No quería sacar conclusiones apresuradas en medio de la ansiedad pero pensar que el frío de La Helada pudiera no ser un simple fenómeno climatológico me resultaba conmocionante. Los demás me miraron con curiosidad y compartí el pedazo de papel, y en ese momento noté la mirada entre Aryan y su hermano. Fue una fracción de segundo pero estaba allí, el tipo de mirada que se da entre quienes saben algo que el resto no y deben decidir si compartirlo o guardar el secreto. Pero notaron que los estaba observando y se dieron cuenta de que no tendrían más opción que hablar. Además, si teníamos alguna posibilidad de sobrevivir era uniendo fuerzas y siendo sinceros los unos con los otros, ¿verdad?
Las veces que Yuga hablaba en sus delirios siempre parecían fantasías calmas, como si fueran recuerdos de sus épocas de juventud. Pero la descripción que dieron de su estado unos días antes del comienzo de La Helada no parecía cuadrar con ninguna imagen que tuviera de ella, tanto anterior como posterior a la pérdida de su consciencia. Siempre fue una mujer muy templada, seria, paciente y observadora, incluso luego de lo que pasó mantenía esa forma de mirar que parecía poder desanudar los nudos de la consciencia de cualquiera que se le parara en frente. Pero ellos describieron a una persona nerviosa, tensa, que se movía de un lugar a otro como si estuviera buscando algo erráticamente pero fuera incapaz de mantener la concentración más de diez segundos. Parecía tener momentos de lucidez que se mezclaban con momentos de gritos incoherentes y llanto. Me resultaba inverosímil, no podía siquiera imaginar a Yuga en ese estado. Pero claramente algo tendría que ver con lo que estaba pasando.
Nos sumimos en un silencio contemplador y temeroso, pues si algo atemorizaba a Yuga entonces debía ser muy grave. ¿Qué tan mortal podría ser La Helada? Probablemente todos estuviéramos pensando lo mismo. Si ese pedazo de papel no era una mera coincidencia y para sobrevivir debíamos entregar nuestra voz… ¿Qué podría significar? Mi literalidad sólo me dejaba imaginar que debíamos cortar nuestras lenguas. Pero nuestros ancestros habían padecido otras Heladas y habían salido con vida, entonces debía haber alguna manera de sobrevivirla. Tal vez eran de corta duración y simplemente debíamos esperar a que pasara. Pero no estábamos debidamente preparados y aunque lo estuviéramos era mucho más cruda de lo que cualquiera podría haberse imaginado. No podía concebir manera de que saliéramos de esa situación con vida y no parecía ser la única con ideas similares.
En medio de esa espiral de pensamiento alguien rompió el hielo confesando creerse culpable de la situación. La miramos con perplejidad. Su palidez estaba rozando lo cadavérico y no paraba de temblar mientras rompía en llanto e intentaba hablar al mismo tiempo. Era una muchachita unos años menor que yo, amiga de mi hermana. Era tranquila, amable y obediente, no había sido conflictiva jamás. Me costaba imaginarla siendo culpable de esa catástrofe y estaba a punto de acercarme a intentar tranquilizarla, decirle que no había forma de que eso fuera su responsabilidad, pero comenzó a hablar. Dijo que si lo que implicaba el poema era que debíamos guardar silencio sobre ciertas cosas, entonces ella había roto el pacto. Se negó a reproducir lo que había dicho con exactitud porque temía empeorar la situación, pero contó que unos días antes se había enterado de un secreto de su familia y sin saber muy bien qué hacer con esa información, había recurrido a una amiga. Esa amiga era mi hermana que, empezando a palidecer también, dijo que se lo había contado a su novio.
Comenzamos a cruzar miradas de terror. Parecía que todos estábamos teniendo nuestro momento de revelación, dándonos cuenta de que habíamos dicho cosas que tal vez no debíamos en esas últimas semanas. Incluyéndome, porque unos días antes había vuelto a hablar de la conversación que tuve con Yuga tres años antes. Empecé a negar con la cabeza. Me rehusaba a aceptar lo que eso significaba. No podía siquiera contemplar la idea de que lo que estaba pasando fuera en parte mi responsabilidad, pero mucho menos quería pensar la posibilidad de que el accidente de Yuga pudiera haber sido ocasionado por mi culpa. Mientras era absorbida por esa espiral de pensamiento, todos parecían estar en una situación similar. Nos fuimos dando lugar para entrar en pánico. Algunos empezaron a moverse de un lado a otro o golpear cosas, mientras que otros rompieron en llanto. El pequeño refugio a media luz estaba sumido en el caos.
Parecía irrisorio que un pedazo de papel pudiera generar semejante pánico, ¿y si sólo estábamos entrando en paranoia por el tiempo que llevábamos allí? Tal vez ni siquiera era parte de una escritura antigua, tal vez sólo fuera un poema viejo o alguna parte del delirio en que se encontraba Yuga en ese momento. Comenzamos lentamente a calmarnos, a razonar, a pensar en las posibilidades. Y entonces decidimos tomar nuestro rol adulto y reunirnos en Consejo. Planteamos lo que estábamos pensando, desde las ideas más conspiratorias hasta las más racionales. Y todos aceptamos la propuesta de esperar unos días más, mientras aún hubiera comida, dándonos tiempo de evaluar la posibilidad de que lo que decía el papel fuera real, y en ese caso, cómo debíamos -y si es que debíamos – entregar nuestra voz.
Los días siguientes no fueron mejores sino más bien todo lo contrario. El miedo, el cansancio, el hambre y el frío que ya veníamos sufriendo la primera semana comenzaron a sumarse a una creciente paranoia que dificultaba aún más la convivencia. La mayoría oscilábamos entre sentirnos responsables y echarnos culpas entre nosotros por lo que estaba sucediendo. La paciencia se agotaba y, sinceramente, el tiempo también.
Al tercer día la amiga de mi hermana en medio de un ataque de nervios agarró un cuchillo y, sin mediar palabra, se cortó la lengua. El letargo del hambre que acarreábamos pareció esfumarse porque nos levantamos todos rápidamente para asistirla e intentar frenar el sangrado. Intentamos hacer presión, hacer un torniquete e incluso coserla pero fue infructuoso. Lentamente se fue aletargando hasta quedarse completamente quieta. Nos miramos entre horrorizados y tristes, cubiertos de carmesí en una escena sanguinaria. ¿Qué tantas vidas más debía llevarse? Pero el ser humano tiene parte de esa naturaleza egoísta latente, y sale a flote en situaciones críticas mostrando la esencia de cada uno. Me avergüenza admitir que pese al shock y el dolor, sentí una pizca de ilusión. Aunque también me alivia saber que al parecer no fui la única, porque de a uno y “disimuladamente” fuimos acercándonos a la hendija de la puerta para ver si algo había cambiado. Tristemente, no.
Nos quedaban raciones para un día más. No teníamos mucho más tiempo y parecía que la cordura estaba llegando a su límite. Quería saber si había algún tema en común entre los secretos que todos guardábamos como para pensar que realmente eso era la causa de La Helada así que tomé valor ante la inminencia del fin y hablé, abrupta y velozmente antes de que pudiera arrepentirme o alguien pudiera convencerme de no hacerlo. Tomé el papel instintivamente y lo apretujé mientras contaba cómo tres años antes había visto a uno de nuestros admirados padres hiriendo a alguien. No era una pelea, no era un malentendido, era un flagelo dirigido e intencional. Parecía un castigo que no frenaba a pesar de las marcas profundas y del brotar de la sangre que dejaba manchas en las piedras a su alrededor. Sentía sudor chorreando por mi cuerpo y un sabor metalizado en la boca mientras arrancaba a contar cómo había reaccionado Yuga cuando se lo dije y lo que había pasado poco tiempo después. Cuando intenté explicar la cercanía temporal entre los eventos comencé a toser. La tos empezó de a poco impidiéndome hablar y se fue volviendo cada vez más intensa hasta llegar a ahogarme. Podía ver entre ojos llorosos miradas de severa preocupación mientras se acercaban a asistirme y no entendía por qué tanto pánico hasta que vi mi ropa cubierta de sangre fresca. ¿Esa era mi sangre? No, debía ser la de la amiga de mi hermana, ¿verdad? Entonces vi mis manos, con las que había estado intentando cubrir infructuosamente mi boca, chorreando y con el trozo de papel completamente ensangrentado aún apretujado. Estaba tosiendo sangre.
No soy consciente de qué es lo que hacía la vorágine de cuerpos a mi alrededor intentando salvarme, porque lo único en lo que podía pensar en ese momento era “me voy a morir”. Me voy a morir sin haber conocido al amor de mi vida. Me voy a morir sin haber viajado por el mundo. Me voy a morir virgen. Y sobre todas las cosas, me voy a morir por no mantener mi boca cerrada. Pero no quería morirme y menos de esa forma humillante y dolorosa. Como podía, entre el caos a mi alrededor y la tos que prácticamente me impedía respirar, comencé a pedir compasión. Apretujando cada vez más fuerte el papel entre mis manos, empecé a rogar por un perdón de sea cual fuese la entidad que estaba provocando todo eso, mientras decía incoherencias y hacía promesas. “Juro que nunca más voy a meterme en asuntos ajenos”. “Prometo no volver a contar ningún secreto”. “Entrego mi voz”. En medio del pánico no me había percatado de que todos se habían quedado quietos y de que la tos había comenzado a mermar. Entonces, casi por instinto, miramos hacia afuera prácticamente al mismo tiempo y, tal vez por autoconvencimiento o delirio, nos pareció que el viento soplaba con un poco menos de intensidad. Entonces Aryan tomó un cuchillo y sumó su sangre a la mía sobre el papel.
“Entrego mi voz”. Se detuvo el viento.
“Entrego mi voz”. Comenzó a aclarar el día.
“Entrego mi voz”. Fue aminorando el frío.
Así fue como firmamos un pacto con sangre. Guardaríamos todos los secretos oscuros de nuestro pueblo o nos volveríamos a enfrentar a La Helada, o posiblemente algo aún peor. Ya habíamos presenciado muchas muertes y habíamos perdido a muchos a raíz del congelamiento. No íbamos a poder olvidar esa experiencia y teníamos grabadas a fuego las imágenes del terror en esos diez días de verdadero frío. Creo que todos habíamos aprendido nuestra lección. Hay cosas que no se hablan.