Mañana se viene la lluvia. Toda la semana lo estuvimos discutiendo y mañana es el día. En la radio, en las redes, en los diarios, en la vereda. Sale una vieja en chanclas del edificio de al lado. Tiene una escoba en la mano y la cara curtida por el moho y el vaho de enero. “Parece que mañana es el día, nena”. Yo la miro y le sonrío sin dientes y sin ojos. Sí, supongo que es mañana.
Es raro lo que pasa en tu cerebro cuando te cuentan que te queda un día de vida. Más raro todavía lo es cuando todo el mundo viene anticipándolo hace dos meses. El apocalipsis se convirtió en el único tema de conversación disponible. Cuándo viene, adónde llega primero, necesitamos prepararnos, no necesitamos prepararnos, es todo una farsa, es un truco, es una mentira, una pantalla, una ilusión. Esta navidad mi tío Iaio por poco se fue a las trompadas con mi papá. Los dos sentados en lados opuestos de la mesa, uno le gritaba al otro que era un perro idiota que seguía órdenes sin cuestionarse nada. Ese le contestaba que nunca había conocido a alguien tan ciego, gorila e insufrible como él. Entre los gruñidos y los golpazos que pegaban a la mesa, el vitel toné rebotaba en su plato. Y yo miraba el trayecto de una hormiga que se había trepado al mantel y avanzaba hacia la garrapiñada.
Es mañana pero yo estoy yendo a comprar comida para Ceviche, mi gato. También me hace falta Odex y desmaquillante. Estoy llevando mi bolsa reutilizable que tiene estampado de sapos, porque detenerme a mirarla me hace feliz. Hay muchas cosas que me hacen feliz. Los anillos plateados que tengo puestos, por ejemplo. El collar que le compré a Ceviche, que tiene forma de pescado y tiene su nombre grabado en Helvética en el anverso y, en el reverso, mi número de teléfono grabado en Comic Sans. Mis zapatillas de siempre, que son verdes. Me gusta pensar en todas las cosas que han pisado. Mi casa, por kilómetros de calle, veredas en ciudades alejadas. Hoy, temo que la suela se me derrita en el asfalto ardiente. Son apenas las nueve de la mañana y ya hace cuarenta y tres grados de calor.
Las ventanas de los negocios y las casas están tapiadas. Es mañana y en la radio dijeron que tapiar las aberturas permite comprar un poco de tiempo. Tapiarlas te regala saludar a tus seres queridos, supongo. Quizás terminar de hacer el amor bajo las sábanas. Yo por las dudas tapié las mías. Como no seguí el manual del gobierno, no sé si lo hice bien. En la ferretería cerca de casa, se habían agotado las mediasombras que la gente usa para cubrir las fachadas. Supuestamente esas aíslan los rayos. Así que yo usé madera nomás, y veremos si aguanta. En la veterinaria no usaron mediasombra, sino una plancha de cientos de paquetes de alimento para perro desarmados y abrochados entre sí. El chino donde compro mi Odex y mi agua micelar usó planchas de esas con burbujitas de plástico.
De vuelta en mi casa, Ceviche aguanta el calor acostado panza arriba frente al ventilador. Yo guardo todo en su lugar y después me siento a su lado. Todo está listo alrededor mío. Cada cosa tiene un rincón al que pertenece. Incluso mi gato sabe el rol que le corresponde. Pone una de sus patitas sobre mi rodilla y ronronea tranquilo. Mi teléfono vibra adentro de mi bolsa de sapitos. Probablemente sea mi mamá o Marita. Ambas se toman a molestia de intentar cambiar mis maneras ermitañas. Creo que las dos se lamentan, un poco, y solo en el fondo, de la forma en que les resulté.
Mañana es el día y todavía no sé bien qué es lo que voy a estar haciendo cuando pase. Eso es raro de mí, que suelo diagramar cada instante estúpido de mis días. Yo, que poco no programo mis idas al baño. Yo, que me voy a dormir habiendo planeado la ropa que voy a usar el día después de mañana. Pero luego de la lluvia fatal ya no va a existir el día después de mañana; y yo no se dónde voy a estar cuando eso pase. Mi mamá quiere que vaya a Venado Tuerto con ella y papá. Marita probablemente quiera venir a mi casa, porque está peleada con su familia y porque acá hay aire acondicionado. Yo no sé bien qué es lo que quiero.
Como Ceviche, me recuesto sobre las baldosas, que están frescas y limpias. Alejo de mi cabeza los pensamientos intrusivos que, como bichitos, vienen trepando por los rincones desde hace dos meses. Los alejo cerrando los ojos con fuerza. Si no lo lograron en dos meses, no van a llevarme ahora. Con el dedo gordo del pie derecho, aprieto el control de la tele, que está sobre la mesita ratona en frente mío. Todavía acostada, cierro los ojos y escucho la voz de una señora que, comunicándose por teléfono con el estudio de televisión, intenta averiguar un crucigrama de palabras. La que busca es claramente “milanesas”. La señora, sin embargo, está convencida de que es “muletilla”.
Cuando abro los ojos ya es de noche y mi teléfono vibra. Reluce su pantalla y lo miro: son las 00:03. Ya es mañana y en cinco horas y cincuenta y siete minutos llega la lluvia. Cierro los ojos. Cuando los abro, veo a seis hormigas reptando por mi pared.
El pecho me pesa, me retuerce y me doblega. Como las hormigas, repto hacia la puerta de la calle. En el camino, voy metiendo en mi bolsa de sapitos a mis llaves, a mi celular y a mi gato. Me espera mi autito en la entrada. El fitito baqueteado, horrendo y despreciable. Detesto manejar con toda mi alma, pero mi casa está llena de hormigas y tengo que salir por la lluvia. Miro hacia lo de mi vecina, la señora de las chanclas y la cara color vaho. Todavía no se ha despertado, porque hay hojitas sin barrer en su puerta.
Arranco a manejar porque ya es mañana. Aunque son apenas las 00:10, el cielo ya se tiñó del color de un durazno. En la calle y la vereda, todo está desierto. Paso en frente de lo de mi tío Iaio, que está al lado del acceso a la autopista. Veo que el también tapió sus ventanas. Usó mediasombra de tres colores diferentes. No me detengo a mirar demasiado. El pie derecho me tiembla sobre el acelerador.
Desde el asiento del acompañante, Ceviche me mira serio, asomándose desde mi bolsita. ¿Adónde estoy yendo? ¿Voy hacia lo de mi mamá? Si encaro hacia Venado Tuerto ahora, llegaría más o menos en cuatro horas y media. Lo suficiente como para despedirme de mis papás sin pasar demasiado tiempo de más allá; sin que sobre un espacio para sus preguntas. Me resulta un plan decente. Prendo la radio y arranco por la autopista, que está vacía. Nadie me apura ni me grita ni me bocinea. Puedo ir a noventa por el carril del medio, que es como me gusta a mí. En el parlante, suena Come Here de Kath Bloom. ¿Quién será el DJ que musicaliza el fin del mundo?
Por mi ventana van pasando fábricas, árboles, descampados, esas piletas de plástico paradas sobre la colectora. Y el cielo va cambiando de color. Ahora, reluce rojo, amarillo y verde en el horizonte. Son las 03:01 y faltan dos horas y cincuenta y nueve minutos para la lluvia. Siento los bichitos trepandome por la nuca, pero los ahuyento con mi mano derecha. Siento las perlas de transpiración formándose en mi cuero cabelludo. Se mecen. Estalactitas.
En la radio suena ahora una canción en inglés. Capté nomás el estribillo. Una chica susurra “No, I’m not afraid to dissappear / the billboard said, “The End is Near” / I turned around, there was nothing there / yeah, I guess, the end is here!”. Después, suena una tormenta. Trompetas, baterías, una guitarra llorona y gritos atragantados. Un ataque de tos me obliga a parar en la banquina. La garganta se me cierra y los ojos se me llenan de sal. Por el rabillo de mi ojo, veo una legión de hormigas negras formando una montaña en el asiento del acompañante. Ya se llevaron a Ceviche a su hormiguero, que está en el asiento de atrás. Lo rescato y lo llevo entre mis brazos.
Entre la tos, el llanto y el sudor me arranco el cinturón y salgo del auto. No se cuánto faltará para la lluvia, pero acá, en la ruta, toda la llanura está plagada de bichitos. Nos alejamos del auto con Ceviche y nos adentramos en el descampado. Unos cascarudos tiernos trepan con ternura entre mis tobillos. Me siento en el medio de un rastrojo de trigo, que se extiende imponente y amarillo bajo el cielo verdoso. Mientras, Ceviche juega con unas polillas que revolotean a su alrededor. Yo me dejo cooptar por los insectos que saltan encima mío, regocijados por el calor. En el cielo, un cúmulo de vapores rosáceos comienza a danzar un vals de izquierda, a derecha, de izquierda, a derecha…
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Escribí este cuento en enero del 2021. Acababa de ver Don’t look up y estaba un poco impactada. No sé si la película me gustó, pero sí me hizo pensar. Coincidió con el momento en que empecé a tomarme a mí misma más en serio como escritora. Un día leí un artículo en que Luciano Lamberti aconsejaba a escritores jóvenes. Uno de los disparadores que sugirió fue el siguiente:
Escribir un cuento a partir de la pregunta presente en este maravilloso cuento de Bradbury: ¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
Lo pensé bastante. Creo que no haría nada. Creo que el estado de anhedonia en el que estuve, y continúo estando, sumergida hace tres años continuaría condicionándome y frenando todas mis acciones. Creo que no alcanzaría con saber que ya no va a haber mañana para dejar de preocuparme por lo que pasará en ese mañana. Mi cabeza no me lo permitiría.
No me identifico mucho con este estilo de escritura, se vé que algo crecí. Pero sí me identifico con ese dolor, esa incomodidad. Tengo la horrible sorpresa que mi respuesta a la pregunta de Bradbury no cambiaría mucho hoy.
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