El perla.
Fue una especie de apuesta. El perla y yo no podíamos hablar de nada, tal era la distancia generacional e intelectual. No soy una mujer muy inteligente, pero él era un hueco de educación física. Me extrañó mucho su forma, su olor, su sabor. No fue una experiencia demasiado satisfactoria. Nadie escribió nunca más, no había para qué. Era cerrado en el sexo y un poco más infantil de lo que esperaría de alguien de sus años. Creo que si no hubiera estado destrozada por un desamor nunca lo hubiera considerado. Sortearía la tanga de nuevo, sólo para escuchar a uno decir “estas cosas a mí no me pasan”. Next.
Plankton.
Era buen tipo, algo infantil, demasiado kinky a veces. Bastante exhibicionista, le encantaba pasearme desnuda por clubs. Claro, yo al lado de él lucía joven, nueva, fresca. La psique arruinada después de un divorcio escandaloso y de perder a la única mujer que parecía haber amado. Cuando no estábamos enredándonos en aventuras sexuales hablábamos mucho de sus hijos, de las tareas rutinarias, del trabajo. Nunca fui a una casa con tantos cachivaches y que sin embargo luciera tan ordenada. Su belleza esencial era su cara juvenil, aunque hacía mucho había pasado los 50, y sus piernas fuertes. Su atractivo original era su bisexualidad totalmente manifiesta, su falta de tabués, su interés en todo aquello que pudiera llevarse a cabo sin lastimar. Dejamos de salir de un día para otro, porque entró en un mundo de videos y de compartir con gente que no me agradaba, mientras fue sano lo disfruté a pleno.
El rayito.
No entiendo como una tipa que sale mucho termina teniendo un amante impotente. El rayito era perverso y generoso, joven hasta el pecado, curioso y sin prejuicios. Pero impotente casi por completo. Me citaba siempre en un hotel antiquísimo, porque pensaba que me gustaba. Si supiera los muladares en donde me he sacado la ropa. Su cuerpo era de una blancura y redondez acariciadora, tenía manos de niña. Nunca lo vi dormir, cuando me cansaba o le decía que tenía que pestañar un rato para ir a trabajar al otro día, prendía un cigarro enorme y se sentaba a mirarme. Tenía muchas anécdotas interesantes, lo habían arrastrado de un lugar a otro hasta que empezó a vivir con su abuela, hacía no tanto tiempo. Ese año había empezado la facultad y todo era descubrimiento. Era gracioso y respetuoso, hasta temeroso en ocasiones. Nos dejamos de ver porque no tenía sentido tanta insatisfacción. Y porque él soñaba con una secretaria rubia, no con mis pobres huesos.
Piriápolis.
Pensé que era chileno. O brasilero. Un rubio totalmente depilado, apenas bronceado, flaquito, nunca fue mi target. Su charla me llenaba de energía, me sentía elegida entre todas. Su vocecita suave te engañaba, su delicadeza. La primera vez preguntó, las otras, dominó sin piedad, un acuerdo silencioso. Nada de marcas, ni golpes, ni fotos. Una dominación psicológica progresiva, que se cortó cuando se fue a vivir demasiado lejos como para atarme una vez por semana. Piriápolis estaba de paso, lo único permanente en su vida eran su madre y su hijo, que se había criado con él, lo tuvo a los 15. Su casa parecía una habitación de hotel donde uno va a pasar sólo una noche: blanca, vacía, transitoria. Le gustaban los deportes raros, los idiomas y la música pop. Una vez fuimos a una fiesta en que la gente usaba ropa. Su energía parecía infinita, su conocimiento relevante. Daban ganas de saber más, de no cajonear salidas, de ponerse ropa bonita, aunque él a veces apareciera de jogging, silbando folklore.
Me escribo para no morir.
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