No debí aceptar que trajera la ceibalita. Que rastrille toda clase de cosas no me molesta, de algo tenemos que vivir y en la basura ya sólo encuentro basura, por más que me mueva a barrios caros: nadie tira nada que sirva.
Es plateada, finita, preciosa. Poco uso, se ve que era de un niño cuidadoso. Nada que ver con aquellos mazacotes con cuernitos verdes, si no dijera lo que es pasaría por cualquier laptop. Para mí el problema no viene por robar algo de un niño: es la tapa la que trajo la maldición. Tiene una constelación yeta. La otra vez Hortensia me dijo que me alejara de todo lo que tenga dibujos de estrellas. Ni estampados, ni vinchas, ni camisetas de fútbol que las tengan dibujadas o lugares con sus nombres. Y ahí va y nos arruina, esta boluda. Llena de estrellas.
No soy supersticiosa, pero empezaron a pasar cosas raras. Pensaba en una vez que teníamos mucha hambre y pasé por una esquina mientras alguien dejaba, muy tarde en la noche, una ofrenda. No era sólo pop, caramelos brasileros o papelitos: había una gallina, todavía tibia y una botella de alcohol. Ni sé que era, porque sólo tuve ojos para aquel pedazo de carne con plumas. Cuando supuse que nadie me veía, levanté la botella y el bicho y salí corriendo todo lo que las piernas me dieron. Corrí hasta casa, como pude hice un fueguito para calentar agua y pelé la gallina. Aprovechamos todo, incluso convidamos a una vecina al puchero. Dije que picoteaba cerca del cante. Pobreza y gallinas siempre pegan bien. No podía desperdiciar algo así por algo en lo que no creo, pero la puta ceibalita me está destruyendo. Derrite todo. La apoyó sobre una mesita en el comedor y amaneció en el piso. Dura, compacta, inútil: está bloqueada, posiblemente rota. Por dentro, por fuera brilla cómo sólo lo nuevo puede hacerlo. Pero me derrite los pocos muebles, como si estuviera hecha por completo de ácido. Le dije que la devuelva, que la deje en una volqueta, pero ya es tarde. Donde se apoyó al caer de la mesa hay una masa babosa, verde. No hay más baldosas, empieza a avanzar por el comedor.
No puedo creer lo fuerte de esta porquería: hoy ya no había piso, sólo una baba sobre el contrapiso, que se resistió a ser retirada con una pala que improvisamos. Parece poliuretano expandido, orgánico pero duro, aunque se ve pegajoso. Sube por todas las superficies, apolilla la madera, la va integrando a ese espumarajo deformante. No respeta tampoco el metal, no respeta la división de las habitaciones, ya llega a la cocina.
En una semana, la casita abandonada que tanto nos había costado cuidar, adecentar, volver un hogar, ya no se puede habitar. El maldito ácido, lava o lo que fuera que salía de esa computadora embrujada lo tomó todo. No hay piso, contrapiso, aberturas, muebles, cachivaches…y lo más peligroso: cuando salimos se estaba comiendo las paredes, empezando por la más cercana a dónde la apoyó por primera vez. Tuvimos miedo y sacamos lo que pudimos a la calle, en un carrito. Son muy pocas cosas, algo de ropa y poco más. Me confesó que no robó ese artefacto endemoniado: la cambió por unos vaqueros y un par de championes muy grandes para ella. No se acuerda a quién, pero tiene miedo de que cuando la corrosión termine con la casa empiece a comerse la piel de los que la tocaron, una especie de venganza escolar lenta y dolorosa. Por suerte yo no la toqué. Si hubiera sido una gallina de una macumba, bueno, eso es otra cosa. Con el hambre que tengo.