-¿Los conseguiste?
Asentí con la cabeza rápidamente, acercándome a la mesa y abriendo el cierre de la campera azul que había heredado de mi primo mayor, para mostrar el tan preciado objeto que había podido sacar de mi casa. Había sido una misión peligrosa. Estaba casi seguro de que mis papás no me habían visto.
En nuestro refugio, el garaje de la casa de Fer, todos estaban sentados, esperándome. Sin más preámbulo dejé el vasito de cuero sobre la mesa, y enseguida Mercedes lo tomó y lo dio vuelta, dejando caer los seis dados que había en su interior.
El silencio se hizo más profundo, más palpable.
-… ¿Y ahora qué?-preguntó Santi, el hermanito de Fer, dándole voz a nuestros pensamientos.
-Ahora, ¡jugamos!-respondió con entusiasmo Merce. Pero, como todos, se quedó mirando los cubitos punteados como si esperara que de ellos saliera una respuesta.
-¿Alguien sabe cómo jugar?
-¡Los grandes lo juegan todo el tiempo!-se quejó Guille, tomando los dados y el vasito entre sus manos. Ella siempre era la que iniciaba las aventuras. De hecho, todo ese asunto había sido su idea-. Los vi hacerlo mil veces. Hacen así-puso los dados dentro del vaso y los agitó como una maraca-. Algo así…-siguió y acercó su boca a la abertura, susurrando palabras que nadie entendió, antes de darle un beso al recipiente- ¡Y así!
Movió su mano y los dados se desparramaron por toda la mesa. Santi aplaudió como si estuviera viendo algo increíble, pero era obvio…él tenía cinco años. Todo le parecía maravilloso. Nosotros ya teníamos siete, sabíamos que tenía que haber algo más.
Pero no pasó nada.
Podía notar que el ánimo de mis amigos comenzaba a decaer. Incluso el entusiasmo inicial de Santi parecía apagarse. Fer había empezado a hacer dibujos en la hoja en blanco que habíamos conseguido, imitando a nuestros padres que solían escribir columnas de números, como si tuvieran algún sentido.
-¡Ya sé!-el grito de Mercedes nos sacó del estupor. Si ella había tenido una idea, estaba seguro de que era lo que había que hacer. Ella siempre tenía buenas ideas-. Guille, hacé otra vez eso.
Guillermina se corrió los rulos de la cara y volvió a hacer todo, paso a paso. Cuando le susurró al vaso, miré a Mercedes y vi que su sonrisa se agrandaba aún más. Cuando los dados volvieron a golpear la mesa, todos teníamos la respuesta.
-¡Son dados mágicos!-exclamé, haciendo que Merce asintiera con la cabeza, contenta-. ¡Solamente tenemos que pedir deseos!
-Pero el deseo solamente se cumple si salen todos los dados iguales…-razonó Fer, y todos estuvimos de acuerdo.
-¿Y los números?-Santi había vuelto a sentarse derecho, observando a su hermano como si él pudiera darle todas las respuestas. Y Fer no era de los que decepcionaban.
-Anotan la cantidad de veces que juegan hasta que se cumplen sus deseos.
-¡Que divertido! Yo tiro primero-dijo Guille, recogiendo todas las partes del juego. Al momento de susurrar, cerró los ojos y susurró algo que no entendimos, pero al tirar los dados, salieron dos cuatros, un tres, un cinco y dos unos.
-Mala suerte, Gui-dijo Fer, acomodándose los lentes sobre la nariz mientras se preparaba para su turno. Sacudió el vaso murmurando algo que sonó parecido a “quiero una caja con mil lápices de color”, pero todos los dados salieron con un número distinto.
-Seguro que eso también vale-lo consoló su hermanito, juntando las cosas-. Yo quiero zapatillas que corran muy, muy rápido. Pero tampoco sucedió-. Este juego está roto.
Cuando tomé el vasito en mis manos, lo sentí más frío y más pesado que cuando lo había sacado a escondidas de la alacena de mi casa. Antes solo me había parecido un simple juego, pero ahora entendía que tenía mucha, mucha más importancia. Esos cubitos podían cambiar mi vida para siempre… era una gran responsabilidad. No tenía que cumplir ese deseo por mí, sino también por los deseos de mis amigos, que ahora sabía que no se iban a hacer realidad. Agité lentamente el vasito y apoyé mi boca sobre el borde.
Era un deseo tonto, lo sabía. Pero yo no quería ni lápices, ni zapatillas que corrieran rápido.
-Quiero que todos seamos amigos para siempre.
Creí que se iban a reír, pero todos aguantaron la respiración durante los segundos que siguieron, y cuando los seis dados nos mostraron caras distintas, nadie se atrevió a nada. Fernando suspiró y anotó en el papel, bajo mi nombre, el solitario número 1.
-Yo quiero un helado-dijo la que faltaba, juntando los dados con rapidez, y tirándolos sin pensarlo demasiado.
A Merce solo le faltó un número igual para cumplir su deseo, pero solamente se encogió de hombros y dijo que de todas formas se iba a hacer realidad, con dados o sin ellos. “Tenemos que hacer que pase”, afirmó, convencida. Y se puso de pie, para que la sigamos.
Y si ella lo creía, estaba seguro de que era lo que iba a pasar. Ella siempre tenía razón.