Oscuro, desierto, deshabitado estoy. Puedo seguir. ¿Quiero seguir?

No sé si quiero seguir.

Me desperté creyendo que eran las once. Eran como las dos, cómo saberlo, en mi cuarto no entraba la luz del sol. Ni siquiera cuando me acercaba a la ventana a pedir por favor. Otro de los pequeños detalles que se olvidaron de comentarme en la inmobiliaria: la ceniza caía, siempre presente por las mañanas, por las noches, a cada minuto. El vidrio, gris por dentro, por fuera, imposible de limpiar, aunque tratara cada día.

La ceniza se come. Al principio no se comía, pero se come. Forma una pasta con cada cucharada que uno le da. Sabe mejor que otras cosas que probé en el pasado; bah, he comido cada cosa, para qué mentirles. Cuántos rodeos para intentar explicar esta mierda, que lo parió.

La ceniza está en todos lados, como la más vil de las nieves, quien leyó El Eternauta lo entenderá. Quisiera empezar por el principio. Me ordenaré, y para eso es importante limpiarse los pliegues de la ceniza al entrar, especialmente el del culo.

Así fue como llegué a este lugar. Había aceptado un trabajo donde vigilaría campos de trigo. Era el sueño perfecto, volver a empezar lejos de los vicios que me habían derribado en la ciudad. La idea cerraba por todos lados: el sueldo era bueno, dentro de lo que se dice bueno en este país alambrado. Algo que me permitía darme un gusto de vez en cuando, una cerveza mirando la nada, fumar unas flores en silencio sin pensar en gastos. Que al final me servía un plato de comida en la cena, eso para lo que nos hacinamos toda la vida en la ciudad, poniéndonos a voluntad bajo el palo de la explotación burguesa.

Lo que no me dijeron en la inmobiliaria es que esta casa costaba dos mil australes porque había sido construida sobre un fuerte de la campaña del desierto. Como venganza, la tierra había sido maldita para que los sueños y esperanzas de quienes los habitaran se desfiguren y corrompan en sus peores pesadillas, incapaces de escapar o de cambiar. Yo sembré mi planta sin saber lo que desencadenaría.

Al principio fueron los cuervos. A los cuervos les encanta el trigo, yo no lo sabía, qué iba a saber yo. Trabajé en vigilancia durante veintitrés años, custodiando la puerta de un centro comercial perdido en el barrio de la Recoleta, justo al lado del cementerio. Lo más divertido era cuando la noche caía y uno empezaba a ver cosas. Nadie puede sorprenderse de esto, es una ecuación básica, noche más cementerio igual espíritus. Hasta el más escéptico me entendería y estaría de acuerdo conmigo, pero esto era distinto. Los campos de trigo nada tenían que ver con el pabellón uno de ese campo de farsantes.

Otra cosa que le gusta a los cuervos es lo brillante, por lo que destruyeron todas mis pantallas. Los encontraba leyendo, y picoteaban ferozmente el celular hasta que hicieron explotar las baterías. Los cuervos morían, pero nuevos venían. Y el trigo crecía de nuevo, sin que nadie lo sembrara. Si se pudiera recoger… Claro, para eso le habían pagado, para que se enfrente a los cuervos de los cuales se escondía bajo su cama.

Un día un cuervo me atacó a mi. Yo estaba en el living, después de un día de trabajo arduo y agotador. Los cuervos me habían hecho correr, pero ya está, pensé, el día terminó. Abrí una birra y me recosté en el sillón; los cuervos, este cuervo, tenía otros planes. Empezó a picotear con furia asesina la ventana de la casa, como si en vez de pico tuviese un taladro. Me calenté, porque el vidrio estaba caro y lo tenía que buscar en un pueblo a cincuenta kilómetros, al cual tenía que llegar en bicicleta porque no me alcanzaba para el gasoil. Abrí la ventana para espantarlo, palo en mano, pero sencillamente voló y se posó sobre él, para desde allí abalanzarse y quitarme un ojo. Grité y el cuervo voló, mi nervio en su pico, la pupila mirándome mientras trataba de detener la hemorragia.

Por suerte se detuvo sola, note al día siguiente que desperté de mi desmayo y vi aquel festival de vidrio y plumas regadas por todo el parquet. Qué es esto, pensé, ¿en qué me metí? Pero como dije, eso fue el principio. Después, cual plagas de Egipto, aparecieron los saltamontes. Y las mosquitas. Y los jejenes. No había veneno que los ahuyente, no había. No podía con ese batallón de alimañas. Mientras tanto, el trigo crecía. El trigo nunca dejó de crecer, fuerte y hermoso, como por arte de magia. Tuve que tapiar las ventanas y cerrar agujeros en las paredes en tiempo record para no ser devorado por los monstruos diminutos que entraban y lo acaparaban todo. Pero lo que pasó después, como si esto fuese poco, fue lo que terminó de volverme loco.

En el pueblo nadie quería hablarme ya. Desde que había comenzado a comprarles cosas, desgracias sucedían. Al transa del pueblo lo agarró un policía honesto y le metió un tiro, aunque después lo mataran a él y a su compañera. Eran los únicos dos policías del pueblo, el destacamento estaba más allá del río. Otro fue el gringo, pobre gringo. Un tornado lo arrasó, nada quedó, ni las rejas o un ladrillo que mostrará que ahí había una despensa. Desde entonces tenía que arreglármelas solo, en casa, sin que nadie me ayudara a escapar de la maldición.

Nadie me vendía nada. Nadie quería venir a verme. Mi teléfono quedó inhabilitado, primero por los cuervos, después por la cantidad inconmensurable de insectos que cubrían los cables. Empecé a comer insectos, el cuervo que me sacó el ojo terminó ensopado junto a algunas cebollas que encontré en la heladera. Luego nada. Me rehusé durante días a comer cucarachas, hasta que ellas, junto con las cenizas del altillo, fueron lo único que me permitió seguir en pie. ¿Para qué quería seguir en pie? No lo sé. Ya nadie me escuchaba, ya todos se escapaban. No había cobani que me rescate, la inmobiliaria no respondía. Todo había desaparecido.

Así fue que empecé a quemar el trigo. Pensé que si desaparecía, que si ya no crecía más, entonces alguien me buscaría. Pero no, seguía creciendo en llamas, el humo como una cortina que lo cubría todo, que llovía cenizas a toda hora, que tapaba el incendio perpetuo que rodeaba la casa y no me dejaba escapar. Prendí fuego la casa entonces, bajo la oscuridad de las tres de la tarde, para así huir al fin de una vida marchita, pero ni cuando mi grasa explotó en burbujas de humo y hedor me morí. Porque abrazaba a la muerte, y nunca iba a obtener lo que quería.

Mi cabeza, mi cráneo rodó en una carcajada de entendimiento, y caí al pozo debajo de la casa, donde la letrina se fundía en la napa poluta de inhumanidad. Ahí estaban los antiguos vigilantes, riendo ante el nuevo caído en desgracia que se le sumaba. La casa volvió a aparecer al día siguiente, los trigales libres de humo también. La inmobiliaria colocó un aviso de búsqueda para nuevos nacimientos. Y es que quizás, ese sea el único destino de aquellos que yacen en estos cementerios: hacer de cuenta que siguen vivos, que vigilan, que siguen trabajando en edificios o en campos de trigo; sin aceptar ese final que nos espera, la fosa común bajo el incendio.