«… Me lanzó tres miradas y media y se alejó diciendo: «adiós», con su pañuelo soberbio».


No hay palabras más ensordecedoras que aquellas que se desprenden hacia dentro. Esa verdad que duele tanto y que igualmente buscamos. Qué es la vida, de dónde venimos, que qué es el amor, cuánto es que dura una eternidad. Cuál es el sueño que habito, cuál el que me habita.

Me cansé de las preguntas. No aguanto una vida más. Vi en un hospital del barrio de mis abuelos a la muerte. Me miró a los ojos y me dijo preocupada que no había sábanas en mi cama, que no me vuelva sola a su casa (que en parte es como mi casa). Me miró a los ojos y le besé la frente, le dije que todo iba a estar bien. Le acaricié el pelo. Le dije que estaría ahí, a su lado, escribiendo cosas sin sentido y leyendo otras para olvidar. Ella sonrió, la muerte también sonríe.

En una de las habitaciones del hospital del barrio de mi abuela supe que la muerte sonríe, que en el fondo, también ama.