Siento que estoy inhalando lo poco que queda de aire en una bolsa de consorcio reforzada negra que me tapa la cabeza. Siento que el techo también es negro aunque sepa que es blanco y que hay un montón de bichos en la cama. Me duelen los pinchazos que siento en la espalda. Me cuesta respirar, me cuesta mucho hace veinte días, me cuesta un poco menos desde marzo.

Este es un instante eterno, uno de esos días de confinamiento en el Hotel Rony de Formosa, en la segunda cuarentena que hice en Argentina. Por esos días no caía, todavía, en todo lo que había pasado: había sido repatriada con una urgencia de supervivencia. Había interrumpido mi año de estudio en España y con ello, los proyectos y las ilusiones se habían hecho agua. Me había costado tanto viajar hasta allí. Llegué a vender todas mis cosas para poder irme, ¿sabías? la heladera, el auto, ropa, ¡una por una las sillas! y de repente estaba de vuelta. Estaba perdida, agotada, sin aire, sin salida. Pero, ¿qué iba a hacer? Si llegaba a morir alguien de mi familia y yo estaba lejos, si me llegaba a pasar algo a mí, y ellos… ¿te imaginás? Yo no podía ni quería pensar en la muerte pero en medio de una pandemia es inevitable: alguien muere. Qué voy a explicarte a vos, si fuiste el primero en advertirme.

Por esos días, mi optimismo se tambaleaba entre las cuatro paredes en la que estábamos encerradas con Patricia, formoseña también, repatriada como yo. Ambas habíamos llegado a Buenos Aires en un avión sanitario con una diferencia de cuatro días y habíamos esperado, en habitaciones separadas de un hotel de San Telmo, que nos den permiso para ingresar a Formosa. Así nos conocimos, en el colectivo que nos trajo a nuestra provincia desde CABA. Luego, por decisión del Consejo Integral de Atención de la Emergencia Covid-19, el organismo creado por decreto provincial para que se ocupara de las cuestiones referidas a la pandemia, fuimos compañeras de confinamiento.

Formosa tiene un sistema particular de ingreso administrado que, a esta altura de las circunstancias, se volvió un grave problema: miles de formoseños y formoseñas esperan, desde los primeros meses de asilamiento preventivo y obligatorio en Argentina, su turno para regresar a la provincia; y ya casi termina noviembre. Y en ese grupo hay personas que perdieron el trabajo, que se quedaron sin lugar donde vivir, que no pudieron despedirse de alguien querido y lloraron su muerte en soledad y a la distancia, o al revés: que pasaron una enfermedad solas, solos, y viven un mientras tanto tan incierto como los movimientos del virus. Es verdad que la provincia logró mantener el estatus sanitario con esta política de ingreso pero a expensas del sufrimiento de quienes quedaron afuera.

Dos trenes, un avión y un colectivo

Patricia salió de México el 20 de mayo. Para ese entonces yo estaba en Cádiz, la ciudad más antigua de España. Mientras ella subía al avión, yo, seguramente, estaba cocinando como una máquina budines de avena, galletitas, berenjenas y todo lo que me ofrecían mis algoritmos en Instagram. Trataba de ignorar que la ansiedad se estaba apoderando de mí y que era efecto de la pandemia. Era miércoles y estaba nublado cuando me llamaron del Consulado. Me avisaron que había un lugar en el avión del domingo 24, me preguntaron si quería tomarlo. Sí, dije sin saber cómo llegaría a Barajas. Llevábamos más de dos meses de confinamiento en España y la circulación de los transportes entre las provincias seguía más que limitada. Sí, dije, sin pensar en todos los lazos que había hecho, sin saber que la no despedida me costaría tanto, sin reconocer que ya me había encariñado con Andalucía y sin dimensionar lo mucho que extrañaba a mi familia.

En tres días junté casi todas mis cosas. Dejé algunas cajas apiladas en un estante del armario de la habitación que alquilaba en una casa cerca de Playa Victoria. Dejé el piso donde viví, algunas cuotas por saldar y otros vueltos sin reclamar. Paquetes de yerba que nadie iba a tomar, trámites sin hacer, pendientes sin resolver y encuentros que ya nunca se irían a concretar. La promesa que te hice cuando volviste a Italia la solté libre de culpas mirando al mar. Y si, no sé si tendré la oportunidad de ir a Nápoles, no creo, no es algo que se pueda como ir al kiosco, no en mi mundo, menos ahora.

El último día me levanté al amanecer y salí. Cádiz era una de las provincias menos afectadas por el Covid-19 y, para ese entonces, habían ciertas flexibilizaciones: de 6 a 10, podíamos pasear. Me saqué el tapabocas un par de veces para oler la primavera, caminé en la arena, corrí. Ahora, cada vez que me falta el aire pienso en ese día, me imagino allí.

Era sábado. Meli, Chilo y Andrea me buscaron por la casa para acompañarme hasta la Estación, le dije chau a Renan, el chico que vivía conmigo, pero no sé si me escuchó. Estaba tirado en un colchón pelado ignorando lo sucio que estaba su cuarto. Yo sé que te caía bien pero él no tenía onda conmigo, no me hablaba ni para preguntarme cosas básicas, ni para lo importante. No me advirtió que sintió los síntomas del virus hasta que se sintió mejor. Tal vez tuve Covid, fui asintomática y no me enteré.

Me despedí de mis amigas latinoamericanas con los codos y con un “nos vemos allá”. Creo que nuestro encuentro en España no fue casual. Andrea, la chilena, no aguantó y me abrazó hasta que un policía nos retó. Algo difícil de la pandemia es sobrellevar la falta de contacto y con Andrea nos habíamos apoyado tanto. Con todas, en realidad, y lo seguimos haciendo porque, por suerte o por defecto, otro imperativo de este contexto fue la virtualidad.

Tomé el único tren y ese sábado a la noche llegué a Madrid. Siempre quise conocer la ciudad que nunca duerme pero nunca imaginé que la vería así. Sí, me atreví a salir. Me dijeron los cubanos que atienden el hostel donde pasé la noche que me apure con la vueltita, que tenía menos de una hora, que a las 11 la policía salía a la cacería con dos opciones claras: “multa o adentro”. Caminé un poco, saqué algunas fotos desenfocadas y volví apurada cuando empecé a notar que el andar de las pocas personas que me rodeaban se aceleraba. Me daba un poco de miedo, el virus podía estar en cualquier lado. Tampoco tenía tantos euros como para gastarlos en una multa y además de ser mujer y estar en una ciudad grande de noche y en una calle desolada, todo mi ser me delataba latina, y en Europa, ser latina es ser “la otra”, aunque me lo discutas.

Las mujeres viajamos por diferentes razones, intereses, deseos, necesidades. Cruzamos fronteras dejando o buscando algo. Cruzamos rutas, océanos, ciudades, pueblos, continentes, horizontes, mares de arena. Nos enfrentamos a otras culturas a otras lenguas, nos enfrentamos con nosotras mismas. Nos desconocemos en otres que nos reconocen como “lo otro”, lo diferente, y todo eso vale para reconstruirnos. En este migrar constante se tensionan procesos históricos con las manifestaciones de supervivencia del presente, se desplazan límites frente a nuevas fuerzas que intentan remarcarlos, se superponen múltiples identidades y por los cuerpos, que ya cargan el peso de lo colonizante y lo globalizado, rosan libertades pero también recaen violencias. Las mujeres viajeras llevamos otras cargas además de la mochila: una desafiante valentía, al atrevernos a cruzar solas el mapa, y también miedo porque cada vez que pueden buscan inculcarnos la idea de que la calle no es nuestra y que ni siquiera de nosotras mismas somos dueñas. Pero en este caso, además del Patriarcado, estaba el coronavirus.

No vi casi nada de Madrid pero dejé una marca. Mientras corría, en una de esas cuadras, se me cayó el pañuelo verde de la Campaña Nacional por el Aborto Legal Seguro y Gratuito que estaba atado a la mochila. ¿Te enteraste? Este año podría salir la ley. A pesar de todo, hay un hilo de esperanza.

25 días

Rumbo a la T4 de Barajas me crucé con un grupo de argentines con el mismo objetivo, regresar. Nos reconocimos la tonada: una pareja de Córdoba que trabajaba en una agencia de viajes y había hecho un intercambio, una correntina que tenía una relación a distancia con alguien de Andalucía, un pibe de La Plata que en Argentina era informático pero que en Italia se probó como granjero y luego fue contratado por una escuela de dibujo como modelo nudista. Caminamos por el aeropuerto como si sobrara el tiempo y nos perdimos, hasta que descubrimos en el piso de arriba el camino: había una cola interminable de personas completando papeles, alivianando valijas, rezando al Dios de la fiebre. Era un caos. Ese día, salían nueve vuelos y escuché decir a una empleada que no había personal suficiente para tantos. Ya estábamos jugados, nos sumamos a la fila y avanzamos.

35 grados tuve de temperatura y 23 kilos pesó mi valija, ese fue el primer obstáculo superado. Mis compañeres de viaje también zafaron y lo festejamos como un gol de Argentina. Éramos un equipo chico en un aeropuerto enorme repleto de otras personas desesperadas por subirse al mismo avión. Daba terror. El segundo obstáculo fue el vuelo: cinco cambios de barbijo, dos idas impostergables al baño, un paquete de toallitas desinfectantes terminado. Quince horas de encierro con gente llorando, tosiendo, traspirando, maldiciendo. En mi corta vida he podido, afortunadamente, viajar varias veces en avión pero jamás había vivido tal tensión: miradas despectivas, desafiantes, falta de empatía. Fueron horas angustiantes que se alivianaron con la llegada. La felicidad es eso que sentís cuando te dan la bienvenida a casa.

Buenos Aires es tan linda desde arriba y más de noche, pero qué noche se le venía. Pisé suelo argentino un día patrio, nos sentíamos con ventaja en el país, todavía no se habían disparado los casos el 25 de mayo. Yo tenía incrustada la sonrisa en la cara, parecía imborrable; ahora apenas me sale dibujarla. Desde ese momento tardé 22 días en pisar mi casa pero los más duros fueron los últimos que pasé en el Rony; hubiese sido diferente, tal vez, si me tocaba un cuarto con una ventanas. Bueno, teníamos una pero daba a un cubo cerrado de ladrillo, humedad y cemento. No veía nada verde, ni siquiera el cielo, a nadie más que a Patricia. Nadie me informaba qué pasaba pasando la puerta ni cuánto duraría el encierro: fuero 18 días de incertidumbre permanente, no te miento.

De cuánto me afectó caí recién cuando salí y sentí como si alguien descargarauna bolsa de tierra sobre mí. Pero ya estoy bien, cada tanto no más los pensamientos me ahogan, me cuesta el contacto y por dentro pido a gritos mudos un abrazo. No puedo decir por qué me pasa, pero contame vos ahora que yo ya estoy llorando.

Arrivederci,

D.