la mosca vuela y se posa:

con su montón de ojos, sus patas flacas, y su suerte de ver

el mundo en cámara lenta.

se posa, sobre un mate que se enfría,

sobre una galletita sobre la mesa,

sobre una paloma aplastada en avenida corrientes,

sobre una flor,

sobre tu hombro, desnudo,

y te perturba.

en ese momento,

envidio a la mosca.

incluso si yo soy mucho mejor que ella:

tengo el pelo rubio, las piernas largas,

un auto a medio pagar; tengo

todo un catálogo de talentos

inútiles, y

un título colgado en la pared

sólo para impresionarte;

tengo un montón

de libros leídos,

frases de enduído, palas, y cuentos

siempre listos para tapar

cada una de mis

carencias.

la mosca vuela, y me ve, en cámara lenta.

esquiva cada uno de mis pensamientos

de alto voltaje flotando por la sala y

no se posa en ninguno,

porque sabe

que se puede quedar pegada.

no necesita rayos X ni inteligencia artificial,

es mucho más simple:

la mosca sabe

todo lo que vos no

—quizá por ser

todo lo que no soy—

y sabe:

sabe que

estoy perdido,

electrificado,

inquieto

y triste, y que,

porque te quiero tanto;

estoy siempre

atormentado,

en estado líquido

como la lluvia de febrero;

listo para verterme en tu molde,

en tu charco;

dejar de ser transparente

por fin

y que me ames,

sin importar qué forma tenga.

la mosca

te molesta, te perturba,

te accede

sin preguntar antes:

te falta el respeto —cosa que

yo nunca podría—

y

aún así

quisiera ser ella:

y es que

yo

tengo

todo lo que te gusta;

y también

tu indiferencia.