Eran los últimos días de enero, y la ciudad de Bahía Blanca era un infierno. Las altas temperaturas habían sido la vedette de la temporada: durante varias semanas el calor era agobiante, porque durante el día los 35° se hacían sentir. Pero el pronóstico traía alivio: se anunciaba la rotación del viento, trayendo una tormenta de verano que un joven recién llegado no iba a olvidar.
Su nombre es Leandro García. Tenía tan solo dieciocho años cuando llegó a la ciudad. Lo recibieron días agobiantes de calor del enero bahiense para estudiar Abogacía en la Universidad Nacional del Sur. Él era el primogénito de los García y representaba la primera generación en acceder a la educación universitaria. Desde que era pequeño, cuando visitaba la ciudad con su familia, se sentía fascinado por el imponente edificio de la alta casa de estudios ubicado en la Avenida Alem al 1200. Incluso siempre decía:
—Algún día voy a estudiar acá.
Luego de años de esfuerzo y sacrificio, su sueño finalmente se había convertido en realidad. Los padres de Leandro, José y Carmen, no habían podido estudiar, incluso, tampoco finalizaron la secundaria porque fueron padres adolescentes y tuvieron que trabajar para que al futuro abogado no le faltara nada. Pero el año anterior ellos decidieron terminar sus estudios mediante el Plan FINES y así inspirar a su hijo en su nuevo desafío.
Los sacrificios de sus padres pesaban en Leandro. Ser el primero en la familia en ir a la universidad no era solo un logro personal, sino colectivo. También sentía que honraba el esfuerzo de José y Carmen. Esa mezcla de responsabilidad y agradecimiento le daba fuerzas para esta nueva etapa, pero con el temor de fallarle a su familia.
Después de una larga búsqueda, los García encontraron un pequeño dúplex que estaba hecho a medida de las necesidades de Leandro. A pocas cuadras de la universidad, lo hacía ideal para su nueva vida en la ciudad. El contrato era por tres años, una ventaja pensada también para el futuro, ya que su hermana Daniela, un año menor, planeaba mudarse a Bahía Blanca al año siguiente para estudiar Profesorado de Nivel Inicial. Este tenía dos habitaciones en la planta superior, una cocina comedor, un baño y un pequeño patio trasero donde el joven podría guardar su bicicleta, colgar la ropa y, con suerte, colocar una parrilla para hacer algún asado.
Era viernes por la tarde, se cumplió el pronóstico. Una breve brisa trajo la tormenta, que hizo sentir el alivio luego de tantos días de calor sofocante. Aprovechando el aire fresco, Leandro abrió todas las ventanas del dúplex para refrescar los ambientes y así poder dormir por la noche. Solo quedaba la de su habitación, que daba a la calle, cuando observó que, debido a la lluvia y al sol que todavía no quería irse, se había formado un hermoso arcoíris que cruzaba el cielo y se escondía entre los árboles del Parque de Mayo, los edificios bajos del barrio y el tendido eléctrico.
Leandro quedó inmóvil al ver la pincelada multicolor. Aunque no era la primera vez que veía uno, le daba nostalgia porque recordaba a su familia y su pueblo. No solo porque allá se veían más hermosos, sino también porque ningún edificio los tapaba. Además, con su hermana tenían un juego: cada vez que veían uno, decían una frase inventada y debían pedir un deseo con la esperanza de que se cumpliera. Era un ritual que ellos habían creado para divertirse, pero que, como todo juego de niños, era inofensivo.
Esa tarde, mientras observaba el arcoíris, decidió pedir un deseo como lo hacía de pequeño, aunque esta vez sin su hermana Daniela. Cerró los ojos y dijo:
—Quiero el tesoro del duende debajo del arcoíris.
Repitió lo frase en dos oportunidades más, cuando el sonido de un trueno lo hizo estremecer del susto, al punto de que no había alcanzado a pedir el deseo. El ruido se sintió demasiado cerca: era como si hubiese caído un rayo en el Parque, que estaba tan solo a cuatro cuadras del dúplex del joven García.
Cada vez que ocurría un fenómeno meteorológico así, su padre le recomendaba desenchufar todo lo eléctrico porque podía haber una baja de tensión y quemar todos los aparatos. Leandro casi se tropieza al bajar la escalera para desconectar todo. Primero el lavarropas, luego el televisor e incluso la heladera, que recién había conectado tras una limpieza profunda, ya que se había ensuciado durante la mudanza y no había alcanzado a guardar nada. Como no tenía comida que requiriera frío, no se preocupaba que se echara a perder, pero sí sentía pánico de que algo se quemara.
Con la satisfacción de haber realizado algo tan básico, se sintió un adulto independiente. Más tranquilo, se puso a pensar en el golpe que casi se dio al bajar. Sintió como si algo le hubiese agarrado la pierna, pero al observar la estructura de hierro y madera no encontró nada extraño. Solo estaba su propia torpeza… o eso era lo que él creía.
La lluvia había parado. Quedaba una sola línea de lo que había sido un arcoíris porque el sol ya se escondía sobre el horizonte de edificios del barrio. Tal como hacía en su pueblo, salió al pequeño jardín de cemento que tenía frente a su nueva casa para tomar unos tererés y disfrutar de su primer atardecer bahiense.
Luego de varios termos de jugo —así había aprendido a tomar el tereré—, decidió entrar para preparar la cena. No tenía muchos planes en mente porque hacía calor y, además, todavía debía esperar hasta el lunes para recibir la encomienda de la comida. Por la ansiedad de la mudanza, tanto él como su padre se la habían olvidado en el pueblo. Por unos días tendría que comprar algunas cosas en el barrio hasta que llegara la «combi”.
A las 21:47, se dio cuenta de que todo estaba por cerrar. Eso creía, porque era lo que pasaba en su pueblo, así que se apresuró a guardar el mate, agarró algo de efectivo y salió corriendo a la despensa que quedaba a una cuadra. Por suerte, el negocio estaba abierto hasta las 00:00 durante el verano, ya que también aprovechaban para vender cerveza fuera del horario habitual.
Luego de la compra, sin apurarse, volvió por la calle. Aprovechó que en el barrio no pasaba ningún automóvil y se sintió como si estuviera en su pueblo. Esa situación lo ilusionó un poco, haciéndole creer que la adaptación no le iba a costar tanto como había imaginado.
Al llegar a su nueva casa notó algo raro. La ventana de su habitación no solo estaba abierta, sino que las luces estaban encendidas. Sabía que no las había dejado así, y comenzó a preocuparse. Por eso, decidió no ingresar y llamó a su padre:
—Hola, papá. ¿Estás en casa?
—Sí, acá estoy tomando algo fresco junto a tu mamá y tu hermana, mientras esperamos que se haga la pizza. ¿Vos bien? ¿Cómo estás en tu nueva casa? —le dijo José, mientras intentaba poner el teléfono en altavoz para que todos escucharan la charla con el mayor de sus hijos.
Leandro se dio cuenta de que, si no era su padre, alguien más estaba en su casa. Sin embargo, no quería alarmar a su familia, así que respondió con naturalidad:
—Es muy linda. Quería llamarlos para saludarlos porque es mi primera noche como universitario, pero ahora voy a comer una milanesa y después me voy a dormir porque estoy muy cansado. ¡Los quiero!
Carmen y José sonrieron felices al escuchar a su hijo. El padre le respondió:
—¡Besos, Lea! Acá tu mamá y tu hermana te mandan saludos. Y ya sabés, cualquier cosa no dudes en llamarme. ¡Te amamos!
Leandro colgó. Sabía que, si no era su familia, alguien estaba en su casa. Estaba a punto de llamar al 911 cuando un patrullero dobló lentamente por la calle donde él venía caminando. Les hizo señas para que se detuvieran.
—Por suerte los veo. Entró alguien a mi casa. Fui a comprar para cenar y cuando volví, estaban las luces prendidas y vi por la ventana una figura masculina bajar por las escaleras —les explicó a los policías que iban en el móvil.
El oficial que manejaba observó al joven, que casi se había puesto frente al patrullero, y le respondió:
—Tranquilo, pibe. Ahora aviso a la central. Demuestreme que usted vive ahí.
Leandro, algo molesto por la pregunta, respondió:
—Oficial, hoy me mudé. Acá tengo la llave, pero si entramos, le muestro una copia del contrato.
Mientras Leandro y el policía caminaban en dirección a la puerta, el otro policía, que se había quedado en el vehículo, recibió respuesta desde la central:
—Móvil 113, si es la dirección que me dijo, manejense con precaución. Son los departamentos del Irlandés Mac Allister. Cambio.
El oficial que acompañaba a Leandro retrocedió en sus pasos, dejando al joven solo frente al domicilio con la llave en la mano. Sin entender la actitud, el joven García le preguntó indignado:
—¿Qué está pasando? ¿No va a ayudarme? ¡Puede haber alguien adentro!
Con voz temerosa, el policía respondió:
—Tranquilo, pibe. No hay nadie ahí. Vos entrá, y nosotros te esperamos acá. Si ves a alguien, grita, así podemos intervenir.
Leandro no sabía si creerle, pero decidió hacerle caso. Al ingresar, no encontró a nadie en el departamento. Todo estaba cerrado. Incluso tuvo que desconectar la alarma antes de que se activara, porque había salido tan rápido y no recordaba haberla puesto. Tras recorrer toda la casa, no halló nada fuera de lugar; incluso el dinero que había dejado desparramado seguía en el mismo lugar. Al salir, pidió disculpas a los oficiales porque parecía haberse confundido.
Los policías aceptaron las disculpas y le dijeron que no se preocupara, que entendían que a veces, con el calor, las personas veían cosas y se confundían, más aún si era la primera vez que vivían solos. Luego, el móvil aceleró dejando a Leandro con una sensación extraña por la actitud de los oficiales y con una pregunta que no podía sacarse de su cabeza: ¿Quién era el Irlandés Mac Allister?
El joven, durante esa noche, durmió tranquilo. Estaba agotado por la mudanza y toda la situación vivida; por suerte, sintió que había actuado correctamente al no haberle dicho nada a su familia, porque se iban a asustar. Igualmente, la actitud de la policía le había llamado la atención. Como no tenía nada que hacer, siendo sábado, y el curso de ingreso recién comenzaba dentro de una semana, decidió investigar para ver si encontraba algo.
No sabía ni por dónde arrancar o buscar. Por eso, en el buscador de internet, escribió: “Bahía irlandés policiales”. Lo primero que le apareció fue una nota del diario local: donde cuentan que hubo una colonia de irlandeses a unos kilómetros de la ciudad y, aunque habían llegado muchos gracias al ferrocarril, la ciudad no era su principal destino en comparación con otros puntos del país. Pero no había mucha más información. Aunque Leandro tampoco sabía muy bien qué estaba buscando, como no tenía nada mejor que hacer, siguió durante toda la mañana mientras tomaba unos mates con un salamin casero que había encontrado por casualidad mientras guardaba algunos alimentos en la heladera.
Sin darse cuenta, ya era hora de empezar a cocinar para el almuerzo. Hizo una lista de compras para ese sábado y el domingo, porque sabía que el lunes llegarían las cajas con comida y productos de limpieza desde el pueblo. Con dinero en mano, fuer a la despensa del barrio. Mientras compraba un poco de todo, charló con el dueño del negocio.
Se llamaba Alfredo. Le decían Vasco por su origen, y vivía ahí desde que el sector era solo de quintas. Tenía unos 85 años, era jubilado del Poder Judicial y, para no aburrirse, hacía años que, junto a su mujer, había puesto despensa para entretenerse aunque no lo necesitaba ya que tenía una buena jubilación. Solo trabajaba para charlar con los vecinos, enterarse de chismes, pero especialmente para interactuar con los estudiantes que llegaban a la universidad, a quienes incluso les hacía descuentos para ayudar a sus familias.
Leandro, aunque era tímido, había simpatizado con el Vasco. Le contó sobre el incidente en su nueva casa y la actitud de la policía. Mientras relataba la anécdota, el Vasco se quedó callado, escuchando atentamente cada palabra del joven. La simpatía que venía mostrando se transformó en seriedad, incluso preocupación. Ante el cambio de actitud, y sabiendo que no iba a perder la oportunidad, Leandro le preguntó sin filtro:
—¿Quién es el irlandés Mac Allister?
La pregunta congeló el tiempo. El silencio, por un par de segundos, fue ensordecedor. Incluso el joven logró escuchar cómo el Vasco tragaba saliva antes de responder.
—¿No sabes quién es él? Fue una victoria de la locura de algunos y, lamentablemente, quedó impune. Vos sos un buen pibe, quedate tranquilo, que no te va a pasar nada.
La actitud del Vasco había cambiado por completo. Leandro pagó y se fue, sin llegar a entender qué había pasado, pero sabía que Alfredo no iba a contarle nada más, aunque supiera algo. Durante todo el fin de semana, se dedicó a investigar, pero toda búsqueda resultaba ser una pérdida de tiempo, porque no lograba encontrar nada. Por eso, decidió utilizar sus últimos días libres de manera productiva y empezar a estudiar los cuadernillos del curso de ingreso, porque el tema del irlandés parecía una calle sin salida.
Había pasado el tiempo, ya era marzo y Leandro estaba listo para arrancar a cursar. Luego de varias semanas del curso de ingreso, se había hecho amigo de varios compañeros, y los fines de semana se juntaban a estudiar, tocar la guitarra o, directamente, no hacer nada.
Durante ese tiempo, el joven de los García había armado un lindo grupo, pero había una de las chicas que sentía algo más que amistad. Ella se llamaba Manuela, era bahiense, tenía la misma edad que él, y aunque ambos se gustaban, ninguno había dado el primer paso. Por eso, otro del grupo le pidió a ella que llevara unas cartas de tarot para que así alguno de los dos dijera algo. Las “Rider” iban a ser la guía de esta joven pareja.
Manu, como le decían, fue la primera en llegar y le propuso practicar con el dueño de casa. Ahí fue cuando, cuando Leandro hizo la pregunta que tenía en su mente desde su primer día en la ciudad:
—¿Quién es el irlandés Mac Allister?
Manuela lo miró, desconcertada, porque no había entendido las indirectas que le venía haciendo desde que llegó a la casa. Pero, justo al momento de responder, una fuerte corriente de viento hizo que la puerta de entrada se cerrará de golpe, asustándola. Las luces se encendieron de repente. Ella pegó un grito y abrazó a Leandro, la excusa perfecta para que se decidieran y terminaran besándose.
La pasión fue interrumpida cuando escucharon cómo crujían las maderas de la escalera. Ambos observaron que algo estaba descendiendo, los miraba y, de golpe, se les acercaba pero a centímetros de ellos, desapareció.
Manuela y Leandro salieron corriendo de la casa para esperar a sus amigos en la vereda. No lograban entender qué habían visto, pero sabían que era algo sobrenatural. Fue entonces cuando el joven García se dio cuenta y dijo en voz alta:
—Ese es el irlandés Mac Allister.
Manuela lo miró y preguntó:
—¿Qué? ¿Ya lo habías visto y por eso me preguntaste?
Llegaron Aldo y Mariela, los amigos del grupo de estudio que faltaban. Ella era compañera de Manuela desde la primaria, y Aldo era de El Bolsón; él era un apasionado de los duendes y lo sobrenatural. Al ver a Manuela y a Leandro en la vereda, les preguntaron qué estaban haciendo ahí. Cuando les contaron lo sucedido, Aldo los interrumpió:
—¡Paren, chicos! ¿Me van a decir que no saben quién es el irlandés Mac Allister? ¿Ninguno sabe?
Los tres amigos se miraron entre sí y movieron la cabeza, señalando que desconocían de qué estaba hablando. Entonces, Aldo les contó que, hace unos 100 años, una patota había matado a un inmigrante irlandés, de nombre James Mac Allister que trabajaba en el ferrocarril. Llegado al país en busca de una oportunidad pero mucho más no se sabía de su origen, solo que era un hombre de 40 años no muy alto de test blanca y pelo rojizo. En vísperas de la Navidad de 1914 fue atacado y por lo que se cree, entre Navidad y Reyes, fue retenido contra su voluntad y torturado de una manera inimaginable durantes este periodo entre fiestas. Supuestamente, querían sacarle un tesoro que, en teoría, tenía, pero como no pudieron, lo dejaron colgado de un álamo negro que él mismo había traído y plantado en su terreno. Se desangró hasta morir. Siempre se creyó que sus compañeros lo hicieron por envidia, pero nunca se supo. El cuerpo fue encontrado casualmente el Día de San Patricio, en ese entonces todo eran quintas, y la policía jamás lo buscó ni le importó hasta que una joven pareja encontró el cuerpo.
Aldo continuó con la historia, comentando que, con el tiempo, se vendió el terreno y se construyeron estos departamentos, pero cada cierta cantidad de años ocurría una tragedia, una serie de muertes difíciles de explicar, que siempre se resolvía como un accidente doméstico. Sin embargo, la leyenda urbana decía que en estas tierras, al estar regadas por la sangre del irlandes Mac Allister aparecía para buscar venganza por su crimen impune.
El grupo de amigos tenía dos grandes dudas: ¿cómo sabía Aldo tanto? ¿Y qué hacían con el fantasma vengador? A lo primero era innecesario buscar una respuesta; solo había que aceptar que Aldo era un obsesivo de lo paranormal. Lo segundo era que Leandro debía recordar todo lo que había vivido desde el primer día, porque estaba claro que él era una posible víctima del irlandés. El joven García no durmió en su casa esa noche; fue a la casa de Aldo para poder descansar.
Manuela y Marina se comprometieron a buscar información sobre cómo solucionar el problema con todos los datos que había narrado tanto Leandro como el joven especialista en lo paranormal. Las amigas pudieron descubrir más información sobre la leyenda del irlandés: para dar paz al espíritu, debían encontrar alguna pertenencia que lo tuviera anclado a esta realidad.
Las historias se unían porque, según la narración oral, todas las víctimas aparecían entre Navidad y San Patricio, pero no ocurría siempre, sino cuando dentro de esas fechas había un arcoíris. Según los archivos que habían encontrado no se repetía el horario de los “accidentes”. La primera vez que le apareció a Leandro fue a las 22:22 hs y la segunda vez fue a las 21:21 hs, que había sido la noche de Tarot.
Tambien pudieron averiguar que el irlandes había sido asesinado antes de la medianoche, por eso siguien la hipotesis de Manu, fue a las 23:23 hs. Aunque no había un patrón claro, eso fue un comienzo. También pudieron encontrar en internet que las víctimas siempre eran hombres, jamás mujeres, y Manuela creó la hipótesis que, como sus asesinos eran un grupo de hombres, su venganza se dirigía hacia personas de su mismo género..
Con esta información, las chicas quedaron con Aldo y Leandro para el lunes a las 10 de la mañana con un plan muy sencillo: a minutos del horario los varones debían salir de la casa y las mujeres ver si aparecía el fantasma. Además, habían comprado plantas de tréboles de cuatro hojas para plantar en la pequeña porción de patio y unas piedras que, en teoría, iban a darle paz al espíritu de Mac Allister mientras buscaban la pieza faltante y así darle descanso definitivo.
El plan salió como lo habían pensado: a las 11:11 apareció el fantasma. Sin embargo, los amigos estaban fuera del domicilio, y el espectro, al ver a las chicas, no reaccionó contra ellas. Mariana alcanzó a preguntarle qué buscaba, pero la figura se dio vuelta y desapareció en el aire. Una vez al día aparecía, lo que les permitió a los chicos volver y seguir buscando.
Durante una semana pudieron trabajar sin problemas, pero ya comenzaba la cursada y debían resolverlo. El último domingo, previo a San Patricio, tenían que encontrarlo para poder tener un año tranquilo. Durante toda la jornada buscaron, como siempre, pero se resignaron a que sería imposible hallar algo después de más de cien años del crimen. Aun así, ya tenían un plan: durante Navidad y el 17 de marzo nadie iba a estar, y si algún día pasaba algo, se lo explicarían todo a los García.
Leandro propuso hacer un asado para festejar el último día y la semana de noviazgo con Manuela, aunque esto último solo se lo comentó a Aldo. Como a Aldo le gustaba Mariana, se lo contó a ella, y ella, a su vez, se lo dijo a Manuela. Es decir, ya todos sabían que era un doble festejo.
Solo quedaba un horario posible, y eso no los iba a detener. Mientras hacía el asado en el patio, Manuela salió a acompañar a su novio y vio que los tréboles estaban totalmente secos a menos de una semana de haber sido plantados. No había lógica, excepto que algo en la tierra hubiera matado las plantas.
Leandro llamó a Aldo y a Mariana para buscar en la tierra. Agarraron las palas y empezaron a cavar. Durante casi cuatro horas estuvieron cavando, hasta minutos antes de las 23:23, el último horario posible. Manuela clavó la pala y esta chocó contra algo metálico. En ese instante, todos se detuvieron y entendieron que habían encontrado lo que venían buscando infructuosamente.
Los cuatro amigos, de rodillas y desesperados, removieron la tierra con las manos hasta que hallaron un pequeño cofre de manera. Entonces, la alarma de los teléfonos sonó. Era la hora. La puerta de entrada se cerró y se bloqueó. Ambas mujeres fueron empujadas contra la pared, Aldo fue golpeado por la pala que estaba en el suelo y quedó inconsciente. La figura de James Mac Allister se hizo presente frente a Leandro. Era una figura de casi 1,80 metros, más alta que el joven García, y estaba colérico porque habían encontrado su tesoro, lo que había provocado su muerte.
Ambas chicas estaban sostenidas en el aire por una fuerza invisible. Al ver eso, Leandro le gritó:
—¡Dejalas! ¡A mí me buscás!
El espíritu vengador las dejó caer y se centró en Leandro. Durante todo el verano había logrado escapar de su venganza, pero esta vez no tenía salida. James lo perseguía por toda la casa, empujándolo contra las paredes. Nada de lo que Leandro le arrojaba lograba detenerlo. Tampoco podía salir del hogar, ya que la puerta seguía trabada, y temía que, si lo intentaba, las chicas o Aldo resultaran heridos.
Manuela, ya recuperada, agarró la caja, la abrió y encontró el tesoro del irlandés. No se trataba de dinero, sino de una foto envejecida y dañada en la que aparecía él con un par de niños y una mujer, además de unos papeles podridos y unos pasajes de barco que conectaban Argentina e Irlanda con fecha de salida para el Año Nuevo de 1914.
Entonces, Manuela comprendió que el tesoro que tanto defendía, por el cual había muerto, era su familia, a quienes quería rescatar de la guerra. Por eso, su sed de venganza contra los hombres que lo habían impedido. Manuela agarró la foto y le gritó al fantasma, que ya tenía del cuello a Leandro:
—James, ¿ellos son tu familia? ¿Ellos querrían que hicieras esto con un inocente?
El irlandés dejó caer a Leandro y se dio vuelta. En segundos, se acercó a Manuela, quien, valiente, le dijo:
—Lamentamos lo que te hicieron, pero ya pasaron 100 años, y tus asesinos también han muerto.
Leandro, recuperado, se acercó a Manu, le tomó la mano y añadió:
—La amo y haría todo por ella. Entiendo tu dolor, pero nosotros somos inocentes.
Mac Allister tomó la foto de las manos de la joven y la miró mientras los chicos verificaban cómo estaban Mariana y Aldo.
El fantasma se volvió hacia ellos, se acercó y les entregó la foto. Con señas, les pidió que guardaran todo y lo arrojaran al fuego del asado, como señal de que era la única manera de terminar con su venganza. Los chicos se levantaron, agarraron el cofre y fueron echando al fuego pieza por pieza. Lo último era la foto que tenía Manuela.
Ella giró, lo miró, y Mac Allister asintió con la cabeza, dándole su autorización. El fuego empezó a consumirla, y el irlandés también comenzó a arder. Sin embargo, su rostro no mostraba dolor, sino paz y tranquilidad.
Cuando la imagen quedó completamente quemada, James Mac Allister miró a los cuatro chicos y dijo:
—Gracias… For everything.
El espíritu, en una mezcla de español e inglés, desapareció en el aire como solía hacerlo, pero se sentía diferente porque ya estaba en paz.
Todos los amigos se abrazaron, satisfechos por lo que habían logrado y, sobre todo, porque estaban vivos, más allá de algunos golpes. Permanecieron así unos minutos, hasta que Aldo dijo en tono de broma:
—Lea ama a Manu.
Todos estallaron en carcajadas, y Leandro respondió:
—Ay, sos un pelot… ¡El asado se está quemando!
Diseñador, docente y cultura-pop.