Capítulo 3: Resaca de amor
La tenue luz que se colaba insolente entre las hendijas de la persiana de plástico terminó de despertarlo. Dio varias vueltas en la cama intentando abstraerse de la desafinada cumbia que chillaba desde la radio del vecino. La vida, ajena en emociones, se le paraba de manos y él no estaba dispuesto a darle demasiados argumentos en contra. Se calzó las pantuflas de Spiderman y se dirigió al baño, dubitativo y tambaleante. El contacto con la pasta dental despertó una arcada que se coronó en un vómito dentro del lavatorio. Antes de meterse bajo el agua de la ducha pensó que debería comprar un nuevo cepillo de dientes. O usar el que Tony había dejado casi nuevo antes de su abandono del hogar.
Desnudo, puso la pava y descorrió la cortina que daba al pasillo del PH. Encendió su computadora para leer las noticias. Su nombre de ficción apareció grande en la portada del sitio del diario Clarín EL HOMOINVISIBLE RESCATA A EMPRESARIO SECUESTRADO. El copete rezaba que uno de los delincuentes había muerto de un disparo en la frente. Era el Yoni, pensó Diego con un dejo de melancolía. Giró la ruedita del mouse sin ingresar en la noticia que lo tenía como protagonista. No estaba suscripto a los diarios, tampoco estaba ese beneficio entre sus privilegios. Untó unas tostadas viejas con una manteca vencida hallada entre las pocas cosas que yacían en los estantes de la heladera. El dolor de cabeza no cedía. El título de otra noticia le despertó la curiosidad PRAHLAD JANI: LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE NO NECESITA COMER NI BEBER. Googleó. “Jani asegura haber sido bendecido por la naturaleza a los 8 años y que desde entonces no ingiere alimentos ni agua porque tiene el elixir de la vida desde el agujero en el paladar”. Se aburrió rápido y apagó la computadora mientras encendía el primer cigarrillo de la mañana y se servía una grapa para acompañar los mates. Ya estaba demorado y en el municipio lo hacían entrar a las 9 para completar el papeleo burocrático con el que se completaban sus faenas diarias de proteger a la comunidad. Las autoridades no consideraban el riesgo de su trabajo como un atenuante para poder gozar de un régimen libre de asistencia. Como todx ciudadanx debía cumplir con todas sus obligaciones. Más él que había sido bendecido con un don tan particular, que gozaba de la virtud con la que todxs alguna vez habíamos soñado: tenía un poder sobrenatural. Además el sueldo salía del erario público, mitad la provincia, mitad el municipio, y vos tenés que dar el ejemplo porque la gente está harta de los ñoquis y la corrupción. La prensa solía cuestionar ciertos desaciertos perpetrados por Diego en algunas de sus intervenciones y usaba argumentos que parecían plagiados de la película Los Increíbles. La verdad era que esa mañana todo le chupaba un huevo y si le descontaban del salario la inasistencia que se metan la guita en el orto. Porque ya tenía decidido quedarse en su casa, emborrachándose, escuchando sin parar a Luis Miguel por Spotify y llorando por Tony. Un plan a prueba de antidepresivos. Al cabo de un rato, su cerebro en concordancia con sus emociones se bailaban un vals en el sopor del alcoholismo y la tragedia. Pero tener poderes no podía ser gratuito. “La concha de su madre”, pensó al oír que El invierno porteño de Piazzolla le sonaba desde abajo de su cuerpo tirado en el sofá. Era una videollamada entrante desde un celular que le devolvía el rostro sonriente de un tipo abrazado a una mina con risita de idiota. Era la foto de perfil del intendente, el mismísimo ilustre exvecino del propio partido en el que gobernaba. No era tan frecuente que la máxima autoridad municipal se comunicara con él. Pocas veces habían cruzado palabra cara a cara: aquella cuando reventaron la casilla llena de merca en el medio del campito Tongui; en los festejos de año nuevo en la plaza principal; el día que le entregaron vehículos nuevos a la policía local y le pidieron la foto para el diario La Unión a cambio de un aumento que Diego llevaba reclamando desde hacía cinco años; y alguna que otra más. Porque en el contrato nada decía que él debía participar de los actos públicos y Diego siempre hizo respetar ese vacío. ¿A quién debería desagraviar esta vez? Lo dejó sonar una, dos, tres, cuatro, cinco veces sin atender. Todavía le dolía la cabeza. Dejó de sonar. El invierno arremetió desde el fueye hasta su borracha cabeza y ya no pudo dejar de tocar el ícono verde que latía en la pantalla.
– ¿Hola, Diego? Buen día, ¿cómo estás? Soy Bruno. Antes que nada me gustaría felicitarte por tu actuación de ayer en el rescate de Glenadel, el empresario. Que por cierto está un poco enojado porque dice que demoraste en hacerte presente. Pero, bueno, ya hablaremos de eso. ¿En cuánto podrás estar en mi despacho acá en la muni? Es urgente, Diego, no te puedo decir nada por acá.
– Estoy enfermo, intendente, mejor paso mañana.
El insigne representante del pueblo lomense, acomodó su corbata, esbozó una media sonrisa que dejó espiar sus dientes brillantes y lampiños, miró hacia ambos lados, acercó el celular a su rostro y susurró:
– Oíme, borracho de mierda, si no estás acá en veinte minutos dejo que Glenadel dé curso a toda su ira post abuso sexual y te reviente con esa denuncia que estamos intentando parar con un vagón de beneficios fiscales para el tipo. Digo “estamos” porque no estoy solo aquí.
Giró la pantalla de su Iphone no sé cuánto y puso en imagen a la mismísima gobernadora. Esta, límpida y frugal, miró a Diego poniendo en sus mejillas la misma sonrisa que Heidi solía usar en público luego de un orgasmo zoofílico. Ella no habló, solo hizo así con la manito.
– Bueno.- Dijo Diego y colgó.
No quiso pensar en las hipotéticas razones del llamado, ya lo pondrían en conocimiento sus jefes. Antes de salir, puso al taco la voz de Luis Miguel en sus auriculares y se tomó un clona.
Voy a continuar copiando tu cuerpo sobre la pared,
y voy a colgar en tu pecho la noche y el amanecer.