No te das una idea lo que me costó abandonar esa pulsera. La que te regalé en la tercer noche de conocernos. Te soy sincera no quería dartela. Pero la culpa de haber roto la tuya, un rato antes, me invadió por completo. Acto seguido, procuré llenar el vacío de tu mano con un pedazo de mí. 

Al segundo de hablarnos podría haberte entregado mi vida entera, sin dudarlo. 

Nuestras conversaciones insignificantes confundían al ser crítico y aterrador que me acompañaba hasta entonces. 

El deseo de refugiarme en tus brazos y por fin sentir algo más que pura miseria eran intercedidas constantemente. 

Pero tú manera de querer; de hacerte presente (constantemente), me dejaba expuesta. Quizá podría haberte dejado una advertencia: mi alma está estancada. No hizo falta. 

Cuando mis fantasmas te acobardaron ni siquiera lo intentaste, diste media vuelta y ya tenías otra persona esperándote.

No te juzgo, hubiese hecho lo mismo. 

Pero tu patética manera de saltar de un corazón a otro; de hacerte la distraída y bajar la mirada ante mi presencia confirma lo que siempre sospeché: no éramos más que una noticia falsa.

Desconozco si te lastimé, si te dolí, si me lloraste o no te importé en absoluto.

Por mi parte, cada tanto sueño que nos encontramos y recupero mi pulsera.