Baudelaire, la droga y el viaje

Entre 1858 y 1860 Baudelaire publica una serie de ensayos que luego formarán parte de un libro que llevó el acertado título de Los paraísos artificiales. En esos ensayos el autor relata una serie de experiencias  con sustancias como el vino y drogas como el hachís y el opio, que le dan pie para hacer un comentario laudatorio del libro de De Quincey Confesiones de un opiómano inglés.

En la artificialidad de los paraísos que ofrece el consumo de drogas se cifra un oxímoron muy poderoso. En efecto, si la modernidad puede pensarse como un largo cuestionamiento a la noción de naturaleza –entre otras nociones claves-, o una reacción deliberada contra el medioevo cristiano, el paraíso sólo puede existir bajo el dominio del hombre. Ante la imposibilidad de un Edén dado por la mano caritativa de un Dios creador, el paraíso sólo se alcanza por la ingesta de algo que, fruto de este mundo y no de uno perfecto y separado, trastoque la percepción promedio, a esa altura ya rutinizada y rumbo a mecanizarse –aunque también podríamos decir “a alienarse”-. Las drogas como vía de escape, como fuentes de paraísos, son sin duda, bajo la pluma de Baudelaire, una evasión que, en repetidas ocasiones a lo largo del libro, se compara con el viaje. El consumo como viaje, como salida.

Escribe Baudelaire: “¿Qué se siente? ¿Qué se ve? Cosas maravillosas, ¿verdad? ¿Espectáculos extraordinarios? ¿Es muy bello, muy terrible y también muy peligroso? Tales son las preguntas que hacen corrientemente, con una curiosidad mezclada con el temor, los ignorantes a los aficionados. Parecería una impaciencia infantil por saber, como la de las personas que jamás han dejado el rincón de su hogar, cuando se encuentran frente a un hombre que vuelve de países desconocidos y lejanos. Se imaginan la embriaguez del hachís como un paisaje prodigioso, un vasto teatro de prestidigitación y escamoteos, donde todo es milagroso e imprevisto.”.

Así como del viajero se demanda la narración de lo visto, vivido y experimentado, al aficionado a las drogas se le demanda una narración semejante. En pleno siglo XIX todavía parece haber, según lo que nos dice Baudelaire, un reducto de experiencia narrable. Esto no es otra cosa que la idea de las tierras vírgenes funcionando en el ideario eurocéntrico: la promesa milagrosa, la potencia de lo desconocido, a lo que se le suma la presencia inquietante de la sombra divina, que todavía no ha podido despegarse de las empresas humanistas.

La analogía persiste: “¡Aquí está, pues, la dicha en una cucharadita! ¡La felicidad con todas sus embriagueces y todas sus locuras y sus puerilidades! La podéis tragar sin temor porque no mata. Vuestros órganos físicos no sufrirán el menor daño. Tal vez más tarde una apelación demasiado frecuente al sortilegio, disminuya la fuerza de vuestra voluntad, tal vez seáis menos hombres que lo que sois ahora, ¡pero el castigo está tan lejos y el futuro desastre es tan difícil de definir! ¿Qué arriesgáis? Quizá mañana un poco de fatiga nerviosa. ¿Acaso no arriesgáis todos los días castigos mayores por menores recompensas? Es, pues, cosa resuelta: incluso para darle más fuerza y expansión habéis disuelto vuestra dosis de extracto graso en una taza de café puro; habéis tomado la precaución de tener el estómago vacío, aplazando hasta las nueve o diez de la noche la comida más importante, para conceder al veneno total libertad de acción; quizá dentro de una hora tomaréis una sopa liviana. Ahora estáis lo suficientemente lastrados para un largo y extraño viaje. El vapor ha tocado la sirena, el velamen está orientado y tenéis los viajeros comunes la ventaja de ignorar adonde vais. Vosotros lo habéis querido. ¡Viva la fatalidad!”. Nuevamente aparece la comparación del consumo de drogas con el viaje que es, esta vez, marítimo, y que termina en fatalidad o desventura.

            Los paraísos artificiales no sólo pone en primer plano la analogía recién comentada, también tematiza la oposición desierto/naturaleza versus ciudad. Veamos eso en un pasaje dedicado a De Quincey: “Hay que haber sufrido mucho para sentir de ese modo, hay que tener uno de esos corazones a los que abre y ablanda la desgracia, al contrario de los que cierra y endurece. El beduino civilizado aprehende en el Sahara de las grandes ciudades muchos motivos de enternecimiento que desconoce el hombre cuya sensibilidad limitan siempre el home y la familia. En el báratro de las capitales hay, como en el desierto, algo que modifica y modela el corazón del hombre, que lo fortifica de otro modo, cuando no lo deplora y debilita hasta la abyección y el suicidio.”. El beduino civilizado, otro gran oxímoron baudelaireano, parece exponerse, a diferencia del hombre rutinizado, que no apela a ninguna escapatoria, a un tipo de experiencia que, contra el pronóstico de cualquier desventura, lo enternece. La ciudad exhibe en esta cita una semejanza con sus opuestos -el desierto, lo salvaje, el mar, pero también lo incivilizado, lo inhumano, lo irrepresentable-  un severo poder destructivo.

            En estas geografías, que niegan todo lo que la modernidad se esforzó por mostrar como propio de lo humano, la desventura y el naufragio se encuentran en el desencadenamiento de lo incontrolable: “Habrá advertido el lector que el hombre no evoca las imágenes sino que las imágenes se le ofrecen espontánea y despóticamente. No puede despedirlas, pues la voluntad no tiene fuerza ni gobierna las facultades. La memoria poética, en otro tiempo fuente de infinitos placeres, se ha convertido en un arsenal inagotable de instrumentos de suplicio.”. Las imágenes se independizan de la voluntad trocando en tormento lo que era fuente de placer poético.

            A estos tormentos que forjan la vida del consumidor frecuente y lo marcan definitivamente, Baudelaire los clasificará dentro de lo irremediable o lo irreparable, que tiene visos de eternidad: “…Robinson puede salir un día de su isla, un barco puede abordar en una costa por desconocida que ella sea y llevarse al exiliado solitario, ¿pero qué ser humano puede salir del imperio del opio? Por consiguiente, me seguía diciendo, este libro extraño, ya se trate de una confesión verídica o de una pura concepción de la mente (y esta última hipótesis era completamente improbable a causa de la atmósfera de verdad que se cierne sobre todo el conjunto y del tono de sinceridad inimitable que acompaña a cada detalle) es un libro sin desenlace. Hay evidentemente libros que, como algunas aventuras, carecen de desenlace. Hay situaciones eternas y todo lo que se relaciona con lo irremediable, con lo irreparable, pertenece a esa categoría.”.

El libro al que se refiere es, ya se sabe, Confesiones de un opiómano. Aquí hay varias cosas a destacar. Primero, es notable que compare la lectura de un libro con una aventura. Segundo, que no pueda dársele un cierre. ¿Por qué el libro debería tener un desenlace? ¿Cómo es el desenlace de una aventura? ¿Un final glorioso, un triunfo excepcional contra el dragón? Tercero, que esa falta de desenlace le dé a la experiencia original el estatuto de eternidad. Lo que no concluye no deja de afectar, parece decir Baudelaire. El naúfrago que no es rescatado no puede relatar su experiencia. Sin embargo, De Quincey, si le creemos, volvió para contar. Amplió el horizonte de la experiencia y, como Robinson, se salvó.

            A esta altura del ensayo baudelaireano ya no nos resultan sorpresivas las metáforas que utiliza para referirse a los consumidores de opio, pero para no dejar lugar a dudas, lo explicita: “Al recorrer repetidamente esas páginas singulares, yo no podía menos de pensar en las diferentes metáforas de que se sirven todos los poetas para pintar al hombre que vuelve de las batallas de la vida; es el viejo marino con la espalda encorvada y la cara zurcida por una red de arrugas inextricables, que en su hogar recalienta un esqueleto heroico escapado de un millar de aventuras; es el viajero que vuelve por la tarde hacia los campos cruzados por la mañana y que recuerda, enternecido y triste, las muchas fantasías que le dominaban el cerebro, mientras atravesaba esas comarcas vaporizadas en horizontes. Es lo que, de una manera general, yo llamaría de buen grado el tono del alma en pena, tono no sobrenatural, sino casi ajeno a la humanidad, medio terrenal y medio extraterrestre, que encontramos a veces en las Memorias de ultratumba, como enmudecidos el orgullo y la ira, el desprecio del gran René por las cosas del mundo se hace enteramente indiferente.”. 

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