Por Joaquín Vazquez

Yo estuve bajo la mano del Papa el día de la sombra. Éramos una multitud de personas deseosas de ver al máximo pontífice. En el afán por querer estar cerca de él y gritarle “somos argentinos”, para que nos mirara y sonriera, el Turco me arrastró hasta las primeras filas. Nuestra amistad duraba desde el secundario, era la única que me quedaba de aquella época, si es cierto que todavía era amistad. Avanzamos a codazos y empujones contra los cuerpos que interferían nuestro paso. Él se excusaba de la situación a la que me exponía diciendo que no sabía cuándo iba a volver a viajar al vaticano ni cuánto más iba a vivir Francisco. Se comentaba que estaba enfermo. Las fotos de sus apariciones públicas lo mostraban muy flaco, débil, y el periodismo no tardó en diagnosticarlo mejor que sus médicos. Hicieron desfilar a especialistas por distintos programas. Algunos leían en el color de su piel los síntomas de una enfermedad incurable, letal. Otros, que me resultaban más creíbles, sostenían que el Papa estaba así porque recién ahora había empezado a sentir el peso de sus funciones religiosas y políticas. Se revelaba en su vida la fuerza brutal de la humanidad, su medida hecha de tiempo. En su interior se libraba una batalla entre los deberes divinos y las potencias humanas. Estaba en guerra contra sí mismo, imitando al Cristo. Eso sí lo creía. Era evidente que estaba mal, pero nunca imaginé que iba a mejorar usándome como vía de descarga.

            Así como hay gente que se cura milagrosamente después de recibir la bendición papal, así como hay quienes recuperan la movilidad en miembros que parecían perdidos, así como hay quienes comprenden súbitamente el misterio del amor después de comulgar, hay también otros casos, como el mío, que nunca tendrán trascendencia. Nadie los va a creer. Y es lógico que sea así. Pero si uno revisa con cierto nivel detalle la historia no oficial de los papados, va a encontrar casos semejantes al mío. Eso me deja tranquilo. No soy el único. No estoy solo ni soy una excepción en la historia. Por año, decenas de fieles viven lo mismo que estoy viviendo yo, aunque no todos se entregan con la misma prestancia. En eso me diferencio. A ellos los exculpa la ignorancia. A mí, el entendimiento. Pero nada nos libra de las preguntas, ni siquiera Dios.

            Casi bajo el palco, aclamé su aparición, lo escuché y, tras los oficios, me apronté a recibir la bendición con humildad. Bajé la vista. Al alzarla, el mal ya estaba dentro mío. La mano extendida del Papa, bajo el sol oblicuo, proyectaba una sombra pequeña pero suficientemente grande para tapar mi cara. Un eclipse en pequeña escala: la luz del sol, la mano del Papa como satélite que la bloquea, mi cara como la tierra. Recuerdo esa escena con una intensidad extraña. Posiblemente la haya desfigurado con mi imaginación o con la magnitud de sentido que le dio el paso de los años. Lo cierto es que estuve en ese lugar y en ese momento preciso. Estuve o fui puesto. Si fue lo segundo, no hay errores de emplazamiento. El lugar y el momento eran esos y acoger la sombra, mi tarea.

            No menciono por casualidad al eclipse. A su debido momento se me entenderá. Tampoco uso la comparación con pretensiones literarias. Quiero que mi testimonio sea claro. Trato de ser objetivo, si eso es posible para un mortal. A los que estuvieron en mi lugar antes que yo se los condenó por siglos. Los abandonados de Dios solo pueden vagar hasta la muerte, que llega por mano propia, siempre y en todos los casos. Asumo así mi final. Mi errancia empezó en ese momento, ahora lo tengo claro, lo puedo decir. Errar para escapar. No hay otra alternativa. La sombra de la mano del papa te desclasa de la existencia promedio. Hace falta mucha fuerza para no ceder. Pero esa fuerza no es voluntaria, llega del fondo más profundo de uno, aparece en sueños, dibuja símbolos con nuestra vida, con las cosas que hacemos, los lugares que visitamos, la gente con la que nos relacionamos.

Llegué voluntariamente al momento que me marcó. Si no era yo, podría haber sido cualquier otro. ¿Qué hace otra persona en mi situación? ¿Cómo explica el desenlace desastroso de su vida?

La sombra de la mano del Papa es una vieja maldición. Quien bendice también puede maldecir, lavar su cuota de sufrimiento endilgándosela a otro. En latín, pontifex significa puente. El sumo pontífice es el puente que une lo humano y lo divino, lo temporal y lo eterno, pero lo divino no tiene un único lado, bueno y misericordioso. El otro lado también existe y el Papa es puente en ambas direcciones. La mano que bendice, maldice con su oscuridad si la sombra que proyecta toca el cuerpo de alguien. El Papa me eclipsó, cegó mi luz y me dio una tarea que realicé en silencio. En el anonimato, hasta hoy. No voy a pasar de mundo sin dejar mi testimonio. Si sufro, si se me dio esta condena, al menos que mi nombre quede junto al de Judas Iscariote. El fue el primero en nuestra historia. La traición programada, su beso, las bestias que lo atosigaron y su cuerpo colgante: marcas de una vida que comprendo mejor que la mía. Su gesto fundador abrió una tradición. Jesús le asignó personalmente una tarea desquiciante. A mi, el Papa me dio otra, parecida, que no consiste en la traición, pero que termina con suicidio.

            La pregunta es la misma que se deben haber hecho todos. La respuesta puede generar odio humano. ¿Lo hace a propósito el Papa? Lo hace sabiendo. Si algo no se le puede negar a la institución eclesiástica es el conocimiento preciso de todo lo que hace o deja de hacer. Incluido lo que tiene implicancias espirituales, más adentro y más arriba que los cuerpos. Cada día de sol que extiende la mano para bendecir, Francisco sabe que alguien debajo de él ésta siendo marcado a fuego. Por eso solo mira adelante. Ver le duele, lo consterna. Los eclipsados somos el daño colateral, lo queramos o no. En tanto que puente y delegado de Dios en el mundo, el Papa recibe miles de maldiciones diarias. Cuando alguna, más poderosa que otra, lo alcanza, enferma. Para seguir vivo tiene que pasarla, dársela a alguien más. Así se saca de encima los peores trabajos, como lo llaman las sanadoras de María.

            Recurrí a cinco a de ellas. Cinco veces visité a las mejor recomendadas. Viajé a pueblos perdidos en el norte y en el centro del país. Pregunté por ellas. Recé para que me vieran. Tuve que insistir porque ninguna fue fácil de encontrar. Notaban algo en mí en cuanto atendían el teléfono. Me evitaban, aunque mis pedidos terminaban dándoles lástima. Tendría que haberle hecho caso a la primera que, ni bien verme en la entrada de su casa, empezó a orar sin saludarme, en voz alta y persignándose una y otra vez, sin parar. Después de media hora así me dijo que lo que tenía era gravísimo, que no intentara sacarlo por ninguna vía tradicional, ni siquiera recurriendo a sanadoras. Este daño, siguió, te lo hizo alguien muy poderoso, te lo pasó; vas a tener que vivir así o pensar en la otra opción. Nadie, ni la mejor en el oficio desata tu nube -así dijo, nube, y me pareció bellísimo-. Hay un modo de retardar sus efectos: beber, el consumo diario de alcohol. Eso va a frenar todo, aunque es irreversible, hijo.

            La esperanza es un animal terco y yo quería vivir otra vida. No la del día sin luz, de la oscuridad perpetua, quería la calma, el amor de una pareja y una vida tranquila. Por eso me empeciné en buscar a las otras sanadoras que dijeron cosas parecidas pero con otras palabras. Desde entonces el alcohol fue el arcángel de mi dolor, el puntal de una ruina creciente.

            No hubo día en que no agradeciera por su don protector. Ignoro cuáles son las propiedades químicas o alquímicas que lo hacen benéfico para la vida del maldito. Intuyo que tiene que ver con el modo en el que afectan al hígado, antiguo corazón, sede central de cualquier transformación. Así empecé a beber, para vivir más y mejor.