Bahía Blanca, has sido testigo
de mi corazón vagando por tus calles.
¿Qué puedo hacer si yo misma
he alimentado el Arroyo Napostá,
flâneur bajo nuestro andar,
con mis lágrimas desconsoladas?
Mi corazón, ¿por qué llora?
¿Será que un tango o un poema
le recordó pasear y regocijarse por estas calles?
Más daño le ha hecho
querer y censurarse,
que amar cantando
cual benteveo en el Parque de Mayo,
que sabe predecir con su canto
y al amanecer presagia:
«transitarás nuevamente
Zapiola o Alem
de la mano».
Bahía Blanca,
deseo abrazarte.
Querer sin cautela es quizá
un goce incapaz de ser comerciado
en una ciudad de plazas:
plazas de palmeras,
plazas de cemento,
plazas petroquímicas,
y plazas rotas.
Rotas las calles,
rotas las veredas,
roto un corazón
que concluyó que el amor
era un poema,
y hasta la lluvia
puede borrar un poema.
Llovió a medianoche:
las veredas en la madrugada
llenas de pozos,
entonces,
llenas de charcos,
brillaban reflejando las luces del alumbrado público.
Esa noche,
cuando lo acompañé hasta su casa,
no pude hacer otra cosa,
entonces,
más que quererte.